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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (30 page)

BOOK: El señor de los demonios
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—No hay otra solución. Tenemos muy poco tiempo para llegar a Ashaba.

—Lo suponía.

—¿Conoces alguna forma de pasar al otro lado?

—Será peligroso, venerable anciano —dijo, indeciso—, con los grolims, los chandims y los guardianes del templo...

—Nunca será tan peligroso como llegar tarde a nuestra cita en Ashaba.

—Bueno, si estás tan seguro, creo que podré guiaros.

—De acuerdo —dijo Belgarath—. Entonces, adelante.

Las sospechas de Garion aumentaron. ¿Por qué su abuelo le hacía todas aquellas preguntas a un hombre que apenas conocía? Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que las cosas no eran lo que aparentaban.

Capítulo 14

Al atardecer llegaron a Mal Rakuth, una siniestra ciudad fortificada, asentada en la orilla de un río de aguas turbias. Torres negras se elevaban por encima de las altas murallas y una multitud se apiñaba a la entrada, rogando a los ciudadanos que los dejaran pasar. Sin embargo, con las puertas cerradas y los arqueros apostados en las almenas, los fugitivos que se agolpaban abajo se sentían amenazados.

—Es evidente que no podremos entrar, ¿verdad? —dijo Garion al detenerse en lo alto de una colina, a varios kilómetros de la ciudad.

—No esperaba otra cosa —gruñó Belgarath—. En realidad no necesitamos entrar en Mal Rakuth, así que no hay razón para desesperar.

—Pero ¿cómo vamos a cruzar el río?

—Si no recuerdo mal, hay un transbordador a unas pocas leguas río arriba —respondió Feldegast.

—¿No crees que el encargado del transbordador tendrá tanto miedo como los habitantes de la ciudad? —preguntó Durnik.

—Es un barco tirado por bueyes, amigo, formando yuntas a ambos lados, por medio de sogas y poleas. El encargado puede coger nuestro dinero y llevarnos a la otra orilla sin necesidad de acercarse siquiera a cincuenta metros de nosotros. Sin embargo, me temo que el viaje va a resultar muy caro.

El transbordador era una vieja barcaza amarrada a una maroma que se extendía sobre las aguas turbias del río.

—¡Atrás! —gritó el hombre manchado de barro que sujetaba la soga de los bueyes—. ¡No quiero contagiarme ninguna de vuestras asquerosas enfermedades!

—¿Cuánto pides por cruzarnos? —preguntó Seda.

El sucio barquero los miró con codicia, intentando calcular la posición económica de los desconocidos por el aspecto de sus ropas y sus caballos.

—Un lingote de oro —dijo con firmeza.

—¡Eso es una barbaridad!

—Entonces cruzad a nado.

—Págale —dijo Belgarath.

—De ningún modo —respondió Seda—, no pienso dejarme timar... ni siquiera aquí. Dejadme pensar un minuto. —Miró al codicioso con aire pensativo—. Durnik, ¿tienes el hacha a mano? —El herrero hizo un gesto de asentimiento y apoyó la mano sobre el hacha colgada detrás de su silla de montar—. ¿Estás dispuesto a reconsiderar el precio, amigo? —preguntó Seda con voz quejumbrosa.

—Un lingote de oro —repitió el hombre con terquedad.

Seda suspiró.

—¿Te importa que primero echemos un vistazo a tu barcaza? Desde aquí no parece muy segura.

—Hazlo, pero no la moveré hasta que me pagues.

—Trae el hacha —le dijo Seda a Durnik. —Este desmontó y cogió su hacha de hoja ancha. Luego los dos bajaron por la orilla resbaladiza en dirección a la barcaza, subieron a ella por una rampa y Seda golpeó con fuerza el suelo, como para comprobar su solidez—. Buena embarcación —le gritó al barquero, que los observaba desde lejos—. ¿Estás seguro de que no quieres reconsiderar el precio?

—Un lingote de oro. O lo tomas o lo dejas.

—Temía que dijeras eso —observó Seda con otro suspiro mientras golpeaba el suelo embarrado de la cubierta con el pie—. Tú sabes más de barcos que yo, amigo —observó—. ¿Cuánto crees que tardaría en hundirse esta bañera si mi amigo le hiciera un agujero en la base? —El hombre lo miró boquiabierto—. Levanta el suelo, Durnik —sugirió Seda con tranquilidad—. Aléjate y coge impulso. —El desesperado barquero cogió un palo y corrió hacia la orilla—. Ten cuidado, amigo —dijo Seda—. Salimos de Mal Zeth ayer y ya empiezo a sentirme con fiebre..., aunque tal vez se deba sólo a algo que comí. —El hombre se quedó inmóvil—. Mi amigo es un experto leñador —continuó Seda con despreocupación— y su hacha está muy bien afilada. Te apuesto a que podrá hundir esta barcaza en menos de diez minutos.

—Ya veo la bodega —informó Durnik mientras comprobaba el filo del hacha con un gesto sugestivo—. ¿De qué tamaño quieres el agujero?

—¡Oh!, no lo sé —respondió Seda—. De un metro cuadrado aproximadamente. ¿Crees que bastará para hundirla?

—No lo sé. ¿Por qué no lo intentamos y vemos qué pasa?

Durnik se arremangó la chaqueta y golpeó con el hacha un par de veces. El barquero comenzó a dar saltos y a proferir palabrotas con voz ahogada.

—¿Qué te parece si negociamos, amigo? Estoy seguro de que ahora que comprendes la situación, podremos llegar a un acuerdo.

Cuando estaban cruzando el río y la barcaza se balanceaba pesadamente en la corriente, Durnik se dirigió a la proa e inspeccionó las planchas de madera que había levantado en la cubierta.

—Me pregunto de qué tamaño tendría que ser el agujero para que el barco se hundiera —murmuró.

—¿Qué dices, cariño?

—Sólo pensaba en voz alta, Pol —dijo—, pero ¿sabes una cosa? Acabo de darme cuenta de que nunca he hundido un barco.

—¡Hombres! —suspiró ella alzando la vista hacia el cielo.

—Creo que será mejor que vuelva a colocar las planchas en su sitio para que podamos llevar los caballos al otro lado —dijo Durnik casi con tristeza.

Aquella noche montaron sus tiendas en un bosquecillo de cedros, cerca del río. El cielo, que se había mantenido azul y sin nubes desde que llegaron a Mallorea, a la puesta de sol amenazaba tormenta. Se oían truenos a lo lejos y se veían breves destellos de relámpagos entre las nubes del oeste.

Después de cenar, Durnik y Toth se alejaron del bosquecillo para echar un vistazo a los alrededores y volvieron con expresión sombría.

—Me temo que nos espera mal tiempo —informó el herrero—. Puedo olerlo.

—Odio cabalgar bajo la lluvia —protestó Seda.

—A todo el mundo le pasa lo mismo, príncipe Kheldar —intervino Feldegast—, pero el mal tiempo tiene la ventaja de que los demás tampoco salen. Si lo que nos dijo ese hombre hambriento es verdad, preferiría no encontrarme con uno de esos individuos de Venna con buen tiempo.

—Mencionó a los chandims —dijo Sadi, ceñudo—. ¿Quiénes son exactamente?

—Los chandims son una orden de la Iglesia de los grolims —explicó Belgarath—. Cuando Torak construyó Cthol Mishrak, convirtió a ciertos grolims en galgos para que vigilaran la región. Después de la batalla de Vo Mimbre, cuando Torak estaba inconsciente, Urvon le devolvió su forma natural a la mitad de los galgos. Ahora son todos hechiceros de mayor o menor talento y pueden comunicarse con aquellos que siguen siendo galgos. Están muy unidos, como una jauría de perros salvajes, y defienden a Urvon con fanatismo.

—Y ahí reside el poder de Urvon —añadió Feldegast—. Los grolims corrientes conspiran unos contra otros y contra sus superiores, pero los chandims de Urvon han controlado a los grolims de Mallorea durante quinientos años.

—¿Los guardianes del templo son chandims o grolims? —preguntó Sadi.

—Hay algunos grolims entre ellos —respondió Belgarath—, pero la mayoría son angaraks malloreanos reclutados antes de la batalla de Vo Mimbre para formar parte de la guardia personal de Torak.

—¿Para qué necesitaba un dios una guardia personal?

—Yo tampoco lo he entendido nunca —admitió el anciano—. Lo cierto es que después de Vo Mimbre quedaron unos pocos guardianes: reclutas nuevos o veteranos que habían sido heridos en otras batallas y enviados de vuelta a casa. Urvon los convenció de que hablaba en nombre de Torak y ahora le son leales. Desde entonces han reclutado jóvenes angaraks para cubrir las bajas. Sin embargo, ahora hacen algo más que proteger el templo. Cuando Urvon comenzó a tener dificultades con los emperadores de Mal Zeth, decidió que necesitaba un escuadrón de combate y los convirtió en un ejército.

—Es una solución práctica —señaló Feldegast—. Los chandims emplean la hechicería para mantener a los demás grolims bajo control y los guardianes del templo usan sus músculos para someter al resto de la población.

—Entonces no son simples soldados —preguntó Durnik.

—En realidad, no. Están más cerca de ser caballeros —respondió Belgarath.

—¿Caballeros como Mandorallen, vestidos con petos de acero, armados con escudos y lanzas, jinetes en caballos de guerra?

—No, amigo Durnik —respondió Feldegast—, no son tan ostentosos. Tienen lanzas, cascos y escudos, cubren sus cuerpos con cotas de malla; pero, sin embargo, son casi tan estúpidos como los arendianos. Por lo visto, la obligación de cargar con tanto acero acaba vaciando las mentes de todos los caballeros del mundo.

—¿Te sientes atlético? —le preguntó Belgarath a Garion mientras lo observaba con ojo crítico.

—No mucho, ¿por qué?

—Tenemos un pequeño problema. Es más probable que encontremos guardianes del templo que chandims, pero si comenzamos a derribar a estos individuos vestidos de hojalata con el poder de nuestras mentes, el ruido atraerá a los chandims.

—No hablarás en serio, abuelo —dijo Garion, atónito—. ¡Yo no soy Mandorallen!

—No, tienes más sentido común que él.

—No pienso quedarme tan tranquila mientras insultan a mi caballero —exclamó vehementemente Ce'Nedra.

—Ce'Nedra —exclamó Belgarath con aire ausente—, cierra el pico.

—¿Que cierre el pico?

—Ya me has oído. —Le dirigió una mirada tan furiosa que la joven retrocedió y se escondió detrás de Polgara—. Lo cierto, Garion —continuó Belgarath—, es que tú has sido entrenado por Mandorallen y tienes una experiencia de la que los demás carecemos.

—No tengo armadura.

—Pero tienes cota de malla.

—No tengo casco ni escudo.

—Creo que yo podría conseguírtelos, Garion —ofreció el herrero.

—Me decepcionas, Durnik —dijo Garion mientras se volvía hacia su antiguo amigo.

—No tendrás miedo, Garion, ¿verdad? —dijo Ce'Nedra con voz modosa.

—Bueno, en realidad no, pero es tan estúpido y tendré un aspecto tan ridículo...

—¿Puedes dejarme alguna olla vieja, Pol? —preguntó Durnik.

—¿De qué tamaño?

—Lo bastante grande para que quepa la cabeza de Garion.

—¡Eso ya es demasiado! —exclamó Garion—. No pienso usar una cacerola como casco. No lo he hecho desde que era niño.

—Le haré algunas modificaciones —le aseguró Durnik—. Y con la tapadera te fabricaré un escudo.

Garion se alejó maldiciendo entre dientes.

Mientras tanto, Velvet miraba a Feldegast con aire pensativo.

—Dime, amigo —le dijo—, ¿cómo es que un comediante vagabundo como tú, que actúa por cuatro perras en las tabernas de los caminos, está tan bien informado de las actividades de los grolims en Mallorea?

—No soy tan tonto como parezco, bella dama —respondió él—. Tengo ojos y oídos y sé cómo usarlos.

—Has eludido la pregunta bastante bien —lo felicitó Belgarath.

—Yo también lo creo así —sonrió el comediante—. Bueno —añadió con seriedad—, como ha dicho mi anciano amigo, es difícil que encontremos chandims bajo la lluvia, pues los perros suelen tener la sensatez de retirarse a sus refugios con las tormentas..., a no ser que algo urgente los retenga fuera. Es mucho más probable que encontremos guardianes, ya que los caballeros, arendianos o malloreanos, parecen sordos al suave repiqueteo de la lluvia sobre sus armaduras. No me cabe duda de que nuestro joven guerrero y rey será un rival digno de cualquier guardián del templo, pero siempre cabe la posibilidad de que los encontremos en grupos. Si eso ocurriera, no perdáis la compostura y recordad que una vez que un caballero se ha lanzado a la carga, le resulta muy difícil desviarse o cambiar de dirección. Basta dar un paso de lado y un buen golpe en la nuca suele bastar para derribarlos del caballo, y, ya se sabe, un hombre vestido con armadura cuando se ha caído del caballo es como una tortuga tendida de espaldas.

—Por lo visto, tú ya te has encontrado en esta situación otras veces, ¿verdad?

—He tenido mis diferencias con los guardianes del templo —admitió Feldegast—, y como habréis notado, a pesar de todo estoy aquí hablando de ellos.

Durnik cogió la cacerola de hierro fundido que le entregó Polgara y la puso sobre el fuego. Después de un rato la retiró con un palo largo, colocó la hoja de un cuchillo roto sobre una piedra lisa y apoyó la olla encima. Luego cogió su hacha y la giró, alzando la punta roma sobre la cacerola.

—La romperás —predijo Seda—. El hierro fundido es demasiado frágil para soportar los golpes.

—Confía en mí —dijo Durnik con un guiño.

Luego respiró hondo y comenzó a asestar golpecitos sobre la olla. Sin embargo, mientras martilleaba no se oía el típico ruido sordo del hierro fundido, sino el tintineo cristalino del acero, un sonido que Garion recordaba de su infancia. Con sorprendente habilidad, el herrero convirtió la olla en un casco con la parte superior plana, un almete de feroz aspecto y gruesa barbera. Garion notó que su amigo estaba haciendo trampa, pues mientras transformaba el casco podía oír el suave murmullo de su poder.

Luego el herrero colocó el casco dentro de un cubo de agua, produciendo un fuerte chisporroteo y una nube de vapor.

Ahora bien, ni siquiera el herrero era tan ingenuo como para creer que podía convertir la tapadera de la olla en un escudo. Era obvio que si la martilleaba para que adquiriera el tamaño adecuado, quedaría tan fina que no podría parar ni siquiera el golpe de una daga y mucho menos el de una lanza o una espada. Durnik reflexionaba sobre ello sin dejar de golpear la ruidosa tapadera. Alzó el hacha y le hizo una incomprensible señal a Toth. El gigante asintió con un gesto, se dirigió al río, volvió con un cubo lleno de arcilla y lo vació sobre el escudo al rojo vivo. Se oyó un tremendo chisporroteo, pero Durnik siguió golpeando.

—¡Eh..., Durnik! —dijo Garion, intentando no parecer descortés—, un escudo de cerámica no era exactamente lo que yo quería, ¿sabes?

—Míralo, Garion —respondió Durnik reprimiendo una risita de satisfacción sin alterar el ritmo de sus golpes.

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