Read El señor de los demonios Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (7 page)

BOOK: El señor de los demonios
5.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se oyeron unos golpecitos en la puerta.

—¿Sí? —preguntó Garion con aire ausente, sin volverse.

—¿Majestad? —dijo una voz vagamente familiar mientras la puerta se abría despacio.

Garion se giró y miró por encima de su hombro. El hombre era regordete y calvo y llevaba una túnica lisa de color marrón, aunque obviamente cara. La pesada cadena de oro que llevaba al cuello proclamaba de forma estentórea que no era un oficial sin rango.

—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Garion con una mueca de concentración—. ¿No eres el amigo del general Atesca?

—Brador, Majestad —dijo el hombre de la túnica marrón—, jefe del Departamento de Asuntos Internos.

—¡Ah, sí!, ya recuerdo. Entra, por favor, entra.

—Gracias, Majestad. —Brador entró en la habitación y se acercó a la chimenea con las manos extendidas hacia el fuego—. ¡Qué tiempo más horrible! —exclamó, tembloroso.

—Deberías pasar un invierno en Riva —dijo Garion—. Aunque allí ahora es verano.

—Éste es un lugar extraño —dijo Brador mientras miraba por la ventana hacia el jardín cubierto de nieve—. Es fácil creer que todo Murgo es horrible hasta que uno se encuentra con un sitio como éste.

—Supongo que Ctuchik y Taur Urgas sentían debilidad por los sitios feos —respondió Garion—, pero en el fondo los murgos no son muy distintos a nosotros.

—Esa idea sería considerada una herejía en Mal Zeth —rió Brador.

—La gente de Val Alorn cree lo mismo. —Garion se volvió hacia el funcionario—. Supongo que ésta no es simplemente una visita personal, Brador. ¿Qué te trae por aquí?

—Majestad —dijo Brador—, es imprescindible que hable con el emperador. Atesca intentó conseguirme una audiencia antes de regresar a Rak Verkat, pero... —Abrió los brazos con expresión de impotencia—. ¿Podrías hablar con él al respecto? El asunto es de máxima urgencia.

—No creo que pueda hacer nada por ti —dijo Garion—. Me parece que ahora mismo soy la última persona a quien querría ver.

—¡Ah!, ¿sí?

—Le dije algo que no quería oír.

—Eras mi última esperanza, Majestad —dijo Brador, y hundió sus hombros en actitud de derrota.

—¿Cuál es el problema?

Brador vaciló un momento y miró alrededor con nerviosismo, como para asegurarse de que estaban solos.

—Belgarion —dijo en voz baja—, ¿alguna vez has visto un demonio?

—Sí, un par de veces, aunque no es el tipo de experiencia que me gustaría repetir.

—¿Qué sabes de los karands?

—No mucho. He oído que están emparentados con los morinds del norte de Gar og Nadrak.

—Pues entonces sabes más que la mayoría de la gente. ¿Y estás informado sobre sus prácticas religiosas?

Garion asintió con un gesto.

—Adoran a los demonios —dijo—, y según he tenido ocasión de comprobar, no es una religión muy segura.

—Los karands comparten las creencias y los rituales de sus parientes de las mesetas árticas del Oeste —dijo Brador con expresión sombría—. Después de convertirse a la religión de Torak, los grolims intentaron desterrar esas prácticas, pero éstas continuaron en las montañas y en los bosques. —Se detuvo y volvió a mirar a su alrededor con temor—. Belgarion —dijo casi en un murmullo—, ¿te dice algo el nombre de Mengha?

—No. ¿Quién es Mengha?

—No lo sabemos, o al menos no estamos seguros de quién pueda ser. Por lo visto salió de un bosque, al norte del lago Karanda, hace unos seis meses.

—¿Y?

—Llegó solo a las puertas de Calida, en Jenno, y exigió a todos los habitantes de la ciudad que se rindieran. Ellos se rieron de él, por supuesto, pero entonces dibujó unos signos en el suelo y ya no volvieron a reírse. —La cara se le puso al funcionario melcene del color de la pared—. Belgarion, ningún hombre había sido testigo antes de una catástrofe mayor que la que él provocó en Calida. Los símbolos que dibujó en el suelo convocaron a una multitud de demonios, no a uno, ni a una docena, sino a un ejército entero. He hablado con supervivientes de aquel ataque. Casi todos están locos, lo cual es una verdadera suerte para ellos, pues lo ocurrido en Calida es indescriptible.

—¿Un ejército? —exclamó Garion.

Brador asintió con un movimiento de cabeza.

—Por eso Mengha es tan peligroso. Como ya sabrás, cuando alguien convoca a un demonio, tarde o temprano éste se libera y mata a aquel que lo llamó, pero Mengha parece tener un control absoluto sobre todos los monstruos que convoca y es capaz de reunir a centenares de ellos. Urvon está aterrorizado, e incluso ha comenzado a experimentar con magia él mismo, con la esperanza de defender Mal Yaska de Mengha. No sabemos dónde está Zandramas, pero sus renegados compañeros grolims también están desesperados intentando convocar a sus demonios. ¡Cielos, Belgarion! ¡Tienes que ayudarme! Esta horrible plaga se extenderá fuera de las fronteras de Mallorea y destruirá el mundo. Todos seremos devorados por furiosos demonios y ningún sitio, por remoto que sea, servirá de refugio a los supervivientes de la raza humana. Ayúdame a convencer a Zakath de que esta pequeña guerra que libra en Cthol Murgos no tiene ningún sentido ante el peligro latente en Mallorea.

Garion lo miró fija y largamente.

—Será mejor que vengas conmigo, Brador —dijo con serenidad—. Creo que debemos hablar con Belgarath.

Encontraron al viejo hechicero en la biblioteca atestada de libros de la casa, leyendo uno muy antiguo encuadernado en piel verde. El anciano dejó el libro a un lado y escuchó con atención lo que Brador acababa de contarle a Garion.

—¿Urvon y Zandramas también están metidos en esta locura? —preguntó cuando el melcene acabó de hablar.

Brador volvió a asentir.

—Eso parece, venerable anciano —respondió.

Belgarath dio un puñetazo en la mesa y echó una maldición.

—¿En qué están pensando? —exclamó mientras se sentaba y se ponía de pie una y otra vez—. ¿No saben que el propio UL lo ha prohibido?

—Tienen miedo de Mengha —explicó Brador con tono de impotencia—. Intentan buscar un modo de defenderse de estas hordas demoníacas.

—Uno no se protege de los demonios convocando a otros demonios —gruñó el anciano—. En cuanto uno de ellos se libere, acabarán haciéndolo todos. Urvon o Zandramas podrían ser capaces de dominarlos, pero tarde o temprano alguno de sus hombres cometerá un error. Vayamos a ver a Zakath.

—No creo que acepte vernos, abuelo —dijo Garion, indeciso—. No le gustó lo que le dije sobre Urgit.

—Peor para él, pero esto no es algo que pueda esperar a que recobre la compostura. Vamos.

Los tres cruzaron a toda prisa los pasillos en dirección a la amplia antecámara donde habían esperado con el general Atesca a que los recibiera Zakath poco después de llegar a Rak Verkat.

—Es absolutamente imposible —dijo el coronel que hacía guardia ante la puerta principal cuando Belgarath le dijo que necesitaba ver al emperador inmediatamente.

—Cuando te hagas mayor, coronel, descubrirás lo poco que significa la palabra «imposible».

El anciano levantó una mano y Garion percibió las vibraciones de su poder.

Varias banderas, trofeos de batallas, se proyectaban montadas sobre fuertes mástiles desde la pared opuesta, a unos cinco metros del suelo. El eficiente coronel desapareció de su silla y apareció a horcajadas en uno de los mástiles, con los ojos desorbitados y las manos desesperadamente aferradas al escurridizo mástil.

—¿Adonde te gustaría ir después, coronel? —preguntó Belgarath—. Creo recordar que fuera hay un mástil mucho más alto. Si te apetece, podría hacerte subir allí. —El coronel lo miró horrorizado—. Ahora, en cuanto te baje de ahí, convence a tu emperador para que nos reciba al instante, coronel. A no ser que quieras convertirte en una decoración permanente de las banderas, por supuesto.

El coronel aún estaba pálido cuando salió por la puerta de la sala de audiencias y se sobresaltaba cada vez que Belgarath movía una mano.

—Su Majestad os recibirá —balbució.

—Estaba seguro de que lo haría —gruñó Belgarath.

Kal Zakath había sufrido una importante transformación desde la última vez que Garion lo vio. Cubierto con la túnica blanca de lino manchada y arrugada, la cara ojerosa, pálido como un cadáver, el pelo enmarañado y con una barba de varios días de no afeitarse, su cuerpo se sacudía con incontrolados temblores espasmódicos e incluso parecía demasiado débil para ponerse de pie.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz apenas audible.

—¿Estás enfermo? —preguntó Belgarath.

—Tengo un poco de fiebre —respondió Zakath encogiéndose de hombros—. ¿Cuál es ese asunto tan importante como para que tengáis que entrar aquí a la fuerza?

—Tu imperio se desmorona, Zakath —le abordó Belgarath sin rodeos—. Es hora de que vuelvas a casa a solucionar tus problemas.

—Eso sería muy conveniente para vosotros, ¿no es cierto? —dijo Zakath con una ligera sonrisa.

—Lo que ocurre en Mallorea no es conveniente para nadie. Cuéntaselo, Brador.

El funcionario melcene transmitió su mensaje con nerviosismo.

—¿Demonios? —preguntó Zakath con escepticismo—. ¡Oh!, vamos ya, Belgarath. No esperarás que crea eso, ¿verdad? ¿Piensas que voy a volver corriendo a Mallorea a perseguir sombras mientras vosotros organizáis un ejército en el Oeste para enfrentaros conmigo cuando regrese?

Garion había notado que los temblores que le daban al emperador parecían cada vez más fuertes desde que entraron en la sala. La cabeza de Zakath se estremecía de un lado a otro del cuello y un hilo de saliva corría inadvertido por una comisura de su boca.

—No nos dejarás detrás, Zakath —respondió Belgarath—. Nosotros iremos contigo. Si la décima parte de lo que cuenta Brador es verdad, tendré que ir a Karanda a detener a Mengha. Si está convocando demonios, tendremos que dejarlo todo para detenerlo.

—¡Es absurdo! —declaró Zakath agitándose. Tenía los ojos desencajados y sus temblores se habían vuelto tan violentos que era incapaz de controlar sus movimientos—. No permitiré que un viejo listo me engañe y...

De repente, el emperador se levantó de la silla, se cogió la cabeza entre las manos y de su garganta brotó como el rugido de un animal. Luego cayó al suelo, agitado por las convulsiones.

Belgarath se aproximó a él y le sostuvo los brazos.

—¡Rápido! —gritó—. Ponedle algo entre los dientes antes de que se muerda la lengua.

Brador cogió unos documentos de una mesa cercana, los dobló y los introdujo en la boca espumosa del emperador.

—¡Garion! —gritó Belgarath—. ¡Ve a buscar a tía Pol! ¡Deprisa!

Garion echó a correr hacia la puerta.

—¡Espera! —dijo mientras olfateaba el aire con expresión de desconfianza—. Trae también a Sadi. Hay un olor extraño. ¡Corre!

Garion corrió como un rayo por los pasillos, pasó junto a atónitos soldados y criados y por fin irrumpió en la habitación donde Polgara hablaba tranquilamente con Velvet y Ce'Nedra.

—¡Tía Pol! —gritó—. ¡Deprisa! ¡Zakath ha tenido un ataque! —Dio media vuelta y corrió unos pasos más por el pasillo hasta llegar a la puerta de Sadi—. Te necesitamos —le dijo al asombrado eunuco—. ¡Ven conmigo!

Pocos minutos después, los tres estaban frente a la maciza puerta de la sala de audiencias.

—¿Qué ocurre? —preguntó el coronel angarak con voz asustada mientras les bloqueaba el paso.

—El emperador está enfermo —explicó Garion—. Sal de en medio —añadió mientras empujaba al oficial y abría la puerta.

Las convulsiones de Zakath se habían calmado un poco, pero Belgarath aún lo sostenía.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Polgara mientras se arrodillaba junto al hombre caído.

—Ha tenido un ataque.

—¿Epilepsia? —preguntó ella.

—No lo creo. No ha sido igual. Sadi, ven aquí y huele su aliento. Creo que tiene un olor extraño.

Sadi se acercó con cuidado, se inclinó y olió su aliento varias veces. Luego se irguió, con la cara pálida.

—Thalot —anunció.

—¿Un veneno? —preguntó Polgara.

Sadi asintió con un gesto.

—Es bastante raro —dijo.

—¿Tienes un antídoto?

—No —respondió él—, no existe ningún antídoto para el thalot. Es un veneno fatal. Se usa poco porque es muy lento, pero nadie se recupera de él.

—Entonces ¿se está muriendo? —preguntó Garion, angustiado.

—En cierto modo. Las convulsiones se calmarán, pero luego se repetirán cada vez con mayor frecuencia, hasta que por fin...

—¿No hay ninguna esperanza?

—Ninguna. Lo único que podemos hacer es aliviarle el dolor en sus últimos días.

Belgarath comenzó a maldecir.

—Haz que se tranquilice, Pol —dijo—. Necesitamos llevarlo a la cama y no podremos moverlo si sigue sacudiéndose así.

Ella asintió con un gesto y apoyó una mano sobre la frente de Zakath. Garion percibió un suave zumbido y el emperador se calmó al instante.

—No creo que debamos hacer pública su enfermedad en estos momentos —advirtió Brador, pálido—. Será mejor decir que es una enfermedad leve hasta que decidamos lo que vamos a hacer. Enviaré a buscar una camilla.

La habitación donde trasladaron al emperador Zakath era tan sencilla que rayaba en la austeridad. La cama del emperador era un camastro estrecho y todo el mobiliario se reducía a una silla vulgar y una cómoda. Las paredes simplemente blancas, sin decoración alguna, y por toda calefacción un brasero de brillantes brasas.

Sadi regresó a su habitación y volvió con el maletín de piel y el bolso de lona donde Polgara guardaba su colección de hierbas y medicinas. Ambos hablaron en voz baja, mientras Brador y Garion despedían de la habitación a los camilleros y a los curiosos soldados. Luego, Polgara y Sadi llenaron una taza de un líquido de olor penetrante. Sadi levantó la cabeza de Zakath mientras Polgara introducía unas cucharadas del líquido sobre la lengua laxa del emperador.

La puerta se abrió despacio y entró Andel, la curandera dalasiana.

—He venido en cuanto me he enterado de lo ocurrido —dijo—. ¿Es una enfermedad grave?

—Cierra la puerta, Andel —dijo Polgara con expresión seria.

La curandera la miró de una forma extraña y después cerró la puerta.

—¿Tan grave es, Polgara?

—Ha sido envenenado —asintió Polgara—, pero no queremos que corra la voz.

—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Andel, atónita, mientras se acercaba a la cama.

BOOK: El señor de los demonios
5.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Traitor's Wife by Higginbotham, Susan
Under Cover of Darkness by Julie E. Czerneda
Toward Night's End by Sargent, M.H.
The Silent War by Pemberton, Victor
Moonshadow by Simon Higgins
The Knight Of The Rose by A. M. Hudson
Spooky Hijinks by Madison Johns