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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (3 page)

BOOK: El señor de los demonios
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—Eso no es muy amable por tu parte, Durnik —le reprochó Polgara.

—No intento serlo, Pol. No entiendo por qué tiene que venir con nosotros siendo un traidor. ¿Por qué no se marcha con sus amigos?

El gigante se levantó de la mesa con expresión triste. Levantó una mano, como si fuera a hacer uno de aquellos raros gestos con que solía comunicarse con el herrero, pero Durnik le volvió la espalda de forma deliberada. El mudo Toth suspiró y se sentó en un rincón de la tienda.

—Garion —dijo Ce'Nedra de pronto mirando a su alrededor con una mueca de preocupación—. ¿Dónde está mi pequeño? —El la miró fijamente—. ¿Dónde está Geran? —repitió con voz firme.

—Ce'Nedra... —comenzó él.

—Le oigo llorar. ¿Qué has hecho con él? —De repente se puso de pie y comenzó a recorrer la tienda, tirando de las cortinas que separaban los dormitorios y levantando las mantas de las camas—. ¡Ayudadme! ¡Ayudadme a encontrar a mi bebé!

Garion se acercó a ella y le cogió un brazo.

—Ce'Nedra...

—¡No! —gritó ella—. ¡Lo has escondido en alguna parte! ¡Déjame!

La joven reina se soltó y fue derribando los muebles en una búsqueda desesperada, mientras sollozaba y balbucía palabras ininteligibles.

Garion intentó agarrarla de nuevo, pero ella dio un gemido y extendió sus dedos hacia él como si fueran garras y quisiera sacarle los ojos.

—¡Ce'Nedra! ¡Para ya!

Sin hacerle caso, dio media vuelta y huyó de la tienda. Garion salió tras ella, pero se topó con un soldado malloreano envuelto en una capa roja.

—¡Vuelve dentro! —gritó el hombre cerrándole el paso con una lanza.

Por encima del hombro del malloreano Garion pudo ver a Ce'Nedra cómo luchaba con otro soldado. Sin detenerse a pensarlo, le propinó un puñetazo en la cara al guardia, que cayó hacia atrás. Sin embargo, después de saltar sobre su cuerpo, Garion se encontró rodeado por media docena de hombres.

—¡Suéltala! —le gritó a uno de los guardias que sostenía el brazo de Ce'Nedra cruelmente doblado a la espalda de la joven.

—¡Vuelve dentro! —gritó una voz ronca, y Garion notó que lo empujaban paso a paso hacia la tienda. El soldado que sostenía a Ce'Nedra la alzaba y la empujaba en la misma dirección. Con un tremendo esfuerzo, Garion recuperó el control y comenzó a convocar su poder.

—¡Ya es suficiente! —gritó Polgara desde la puerta de la tienda. Los soldados se detuvieron y se miraron unos a otros dubitativos y temerosos, ante la autoridad de la mujer que estaba en el umbral de la puerta—. ¡Durnik! —dijo Polgara—. Ayuda a Garion a entrar a Ce'Nedra.

Garion logró desasirse de los guardias y entre él y el herrero sujetaron a la reina, que se resistía violentamente, y la obligaron a entrar en la tienda.

—Sadi —dijo Polgara mientras Garion y Durnik entraban en la tienda con Ce'Nedra—, ¿llevas oret en tu maletín?

—Por supuesto, Polgara —respondió el eunuco—, pero ¿crees que es lo más apropiado? Yo, personalmente, me inclinaría por el nadalium.

—Me parece que estamos ante algo más que un simple caso de histeria, Sadi. Quiero algo fuerte para asegurarme de que no se despertará en cuanto me dé la vuelta.

—Lo que tú digas, Polgara.

Sadi cruzó la tienda alfombrada, abrió el maletín de piel y extrajo un frasquito con un líquido azul. Luego se acercó a la mesa, cogió una taza de agua y miró a Polgara con expresión inquisitiva.

La hechicera hizo una mueca de concentración.

—Tres gotas —decidió, por fin.

Él la miró algo sorprendido, pero luego midió la dosis con todo cuidado.

Se necesitaron varios minutos de forcejeo para lograr que Ce'Nedra bebiera el contenido de la taza. La joven continuó sollozando y resistiéndose durante unos instantes, pero luego sus movimientos se volvieron cada vez más débiles y sus gemidos se calmaron. Por fin cerró los ojos con un profundo suspiro y su respiración se volvió regular.

—Llevémosla a la cama —dijo Polgara, acompañándola a una de las habitaciones separadas por cortinas.

Garion cogió en brazos el menudo cuerpo de su esposa y la siguió.

—¿Qué le ocurre, tía Pol? —preguntó mientras la dejaba delicadamente sobre la cama.

—No estoy segura —respondió Polgara mientras la cubría con una rústica manta de soldado—. Necesito tiempo para averiguarlo.

—¿Qué podemos hacer?

—Mientras sigamos viajando, poca cosa —admitió ella con sinceridad—. La mantendremos dormida hasta llegar a Rak Hagga. Cuando estemos en una situación más estable, podré ocuparme de ella. Ahora quédate aquí. Quiero hablar un momento con Sadi.

Garion se sentó a los pies de la cama, preocupado, y cogió con suavidad la mano laxa de su esposa mientras Polgara iba a consultar al eunuco sobre las drogas más apropiadas para el caso. Poco después, la hechicera regresó y echó la cortina.

—Tiene prácticamente todo lo que necesito —le informó en voz baja—. Podré improvisar el resto. —Apoyó una mano sobre el hombro de Garion y se inclinó hacia adelante—. Acaba de venir el general Atesca y quiere verte. Creo que no deberías darle demasiadas explicaciones sobre la conducta de Ce'Nedra. Aún no sabemos de cuánta información dispone Zakath y Atesca le contará todo lo que suceda aquí, así que ten cuidado con lo que dices.

Garion protestó.

—Aquí no puedes hacer nada, Garion, y allí te necesitan. Yo la vigilaré.

—¿Sufre esos ataques a menudo? —preguntaba Atesca cuando Garion pasó al otro lado de la cortina.

—Es muy nerviosa —respondió Seda— y a veces las circunstancias la dominan, pero Polgara sabe cómo actuar en estos casos.

—Majestad —dijo Atesca volviéndose hacia Garion—. No me gusta que arremetas contra mis soldados.

—Él se puso en mi camino, general —respondió Garion—. De todos modos, no le he hecho mucho daño.

—Es una cuestión de principios, Majestad.

—Sí —asintió Garion—, tienes razón. Discúlpame ante él, pero aconséjale que no vuelva a interponerse en mi camino, sobre todo cuando esté mi esposa de por medio. No me gusta hacerle daño a nadie, pero si es necesario puedo hacer excepciones.

Atesca le dirigió una mirada llena de odio y Garion le respondió con otra igualmente siniestra. Mantuvieron la mirada fija durante un largo rato.

—Con todo respeto, Majestad —dijo Atesca, por fin—, no vuelvas a abusar de mi hospitalidad.

—Lo haré sólo si la situación lo requiere, general.

—Ordenaré a mis hombres que preparen una camilla para tu esposa —dijo Atesca—. Mañana, al alba, partiremos. Si la reina está enferma es conveniente que lleguemos a Rak Hagga lo antes posible.

—Gracias, general —respondió Garion.

Atesca hizo una fría reverencia y salió de la tienda.

—¿No crees que has sido un poco brusco, Belgarion? —preguntó Sadi—. Después de todo, estamos en manos de Atesca.

—No me gusta su actitud —gruñó Garion y se volvió hacia Belgarath, que lo miraba con una expresión de reproche—. ¿Y bien?

—Yo no he dicho nada.

—No necesitas hacerlo. Puedo oír tus pensamientos desde aquí.

—Entonces, no tendré que añadir nada, ¿verdad?

El día siguiente amaneció frío y desapacible, pero ya no nevaba. Garion cabalgaba con expresión preocupada en el rostro junto a la camilla tirada por caballos donde yacía Ce'Nedra. El camino que seguían iba hacia el nordeste y pasaba junto a pueblos incendiados y a ciudades devastadas. Las ruinas estaban cubiertas por una gruesa capa de nieve caída el día anterior y en su entorno se veían siniestras cruces y estacas.

A media tarde llegaron a la cima de una colina y desde allí vieron la superficie gris acero del lago Hagga que se extendía hacia el norte y el este. Sobre la orilla más próxima, se alzaba una gran ciudad amurallada.

—Rak Hagga —dijo Atesca con cierto alivio.

Descendieron la colina en dirección a la ciudad. Desde el lago soplaba una brisa que hacía ondear sus capas y enredaba las crines de los caballos.

—Muy bien, caballeros —dijo Atesca a sus hombres—, formemos filas e intentemos parecer verdaderos soldados.

Los malloreanos formaron sus caballos en una doble hilera y se irguieron en sus monturas.

Las murallas de Rak Hagga aparecían con grietas y con las almenas desconchadas por la lluvia de flechas con punta de acero que había caído sobre ellas. Las pesadas puertas, derribadas durante el asalto final a la ciudad, colgaban, rotas y astilladas, de sus oxidadas bisagras de hierro.

Cuando Atesca guió al grupo al interior de la ciudad, los guardias que custodiaban la entrada se irguieron y saludaron marcialmente. El ruinoso estado de las casas de piedra testimoniaba la dura batalla con que había terminado la caída de Rak Hagga. A muchas les faltaba el techo y sus ventanas tiznadas parecían mirar con perplejidad las calles atestadas de escombros. Una cuadrilla de trabajadores murgos, atados con cadenas, quitaban las piedras de las calles cubiertas de lodo bajo la mirada vigilante de un destacamento de soldados malloreanos.

—¿Sabéis? —dijo Seda—, es la primera vez que veo trabajar a los murgos. Ni siquiera imaginaba que supieran hacerlo.

El cuartel general del ejército malloreano en Cthol Murgos era un edificio amarillento, grande y de aspecto imponente, situado en el centro de la ciudad, frente a una amplia plaza cubierta de nieve. Una escalera de mármol, flanqueada por soldados malloreanos vestidos de rojo, conducía a la puerta principal.

—Es la antigua residencia del jefe militar de los murgos de Hagga —señaló Sadi mientras se acercaban al edificio.

—¿Has estado aquí antes? —preguntó Seda.

—De joven —respondió Sadi—. Rak Hagga siempre ha sido el centro neurálgico del comercio de esclavos.

Atesca desmontó y se volvió hacia uno de los oficiales.

—Capitán —dijo—, ordena a tus hombres que entren la camilla de la reina y diles que tengan mucho cuidado.

Mientras los demás desmontaban, varios soldados desataron la camilla de las monturas de los dos caballos que la habían arrastrado hasta allí y comenzaron a subir las escaleras tras los pasos del general Atesca.

Junto a la puerta de entrada aguardaba un hombre de ojos rasgados y aspecto arrogante, vestido con uniforme lujoso, sentado tras una lustrosa mesa. Contra la pared del fondo había una hilera de sillas ocupadas por oficiales con cara de aburridos.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó con brusquedad el hombre que estaba sentado a la mesa. La cara de Atesca permaneció imperturbable mientras miraba en silencio al oficial—. He preguntado qué os trae por aquí.

—¿Han cambiado las reglas, coronel? —preguntó Atesca con una voz engañosamente serena—. ¿Ya no es necesario levantarse en presencia de los superiores?

—Estoy demasiado ocupado para ponerme de pie cada vez que aparece un insignificante oficial melcene de los distritos fronterizos —declaró el coronel.

—Capitán —protestó Atesca a su ayudante con tono firme—, si este coronel no se levanta en dos segundos, córtale la cabeza.

—Sí, señor —respondió el capitán y desenvainó la espada mientras el coronel se ponía en pie de un salto.

—Eso está mucho mejor —dijo Atesca—. Ahora, comencemos otra vez. ¿Por casualidad recuerdas cómo se saluda? —El coronel hizo un saludo formal, aunque su cara estaba pálida—. Espléndido, hasta es posible que podamos convertirte en un verdadero soldado. Ahora escúchame: una de las personas que he traído bajo mi custodia, una dama de alta alcurnia, enfermó durante el viaje. Quiero que se le prepare una habitación cómoda y caldeada inmediatamente.

—Pero, señor —protestó el coronel—, no estoy autorizado para hacer eso.

—Todavía no guardes la espada, capitán.

—General, el personal de la casa de Su Majestad toma todas las decisiones. Se enfurecerán conmigo si yo me excedo en mis funciones.

—Yo se lo explicaré a Su Majestad, coronel —insistió Atesca—. Las circunstancias son poco corrientes, pero estoy seguro de que él lo aprobará. —El coronel vaciló y su indecisión se reflejó en su mirada—. ¡Hágalo en el acto, coronel! ¡Ahora mismo!

—De inmediato, general —respondió el coronel cambiando de actitud—. Seguidme —les dijo a los hombres que llevaban la camilla.

Garion automáticamente se puso a seguir la camilla, pero Polgara lo detuvo cogiéndole de un brazo con firmeza.

—No, Garion, yo iré con ella. Ahora no puedes hacer nada y creo que Zakath querrá hablar contigo. Ten cuidado con lo que dices.

—Veo que siguen existiendo fricciones dentro de la sociedad malloreana —le dijo Seda al general Atesca.

—Angaraks —gruñó Atesca—. A veces tienen dificultades para entender el mundo moderno. Ahora, discúlpame, príncipe Kheldar. Quiero avisarle a Su Majestad que estáis aquí. —Se dirigió a una puerta bien pulida al otro extremo de la habitación e intercambió unas palabras con un guardia. Luego regresó—. Han ido a decirle al emperador que estamos aquí. Supongo que os recibirá dentro de unos minutos.

De pronto se acercó a ellos un hombre regordete y calvo, vestido con una túnica parda lisa, aunque obviamente cara, y con una pesada cadena de oro colgando del cuello.

—Atesca, querido amigo —saludó al general—, me dijeron que te habían destinado a Rak Verkat.

—Tengo asuntos que tratar con el emperador, Brador. ¿Y qué haces tú en Cthol Murgos?

—Hartarme de esperar —respondió el hombre regordete—. Hace dos días que aguardo a que me reciba Kal Zakath.

—¿Quién se ocupa de tus asuntos mientras tanto?

—He arreglado las cosas para que funcionen sin mí —respondió Brador—. El informe que tengo para Su Majestad es tan importante que decidí traerlo personalmente.

—¿Qué puede ser tan trascendental como para que el jefe del Departamento de Asuntos Internos abandone las comodidades de Mal Zeth?

—Creo que es hora de que Su Eminencia Imperial deje de divertirse en Cthol Murgos y vuelva a la capital.

—Ten cuidado, Brador —repuso Atesca con una pequeña sonrisa—. Estás sacando a la luz tus refinados prejuicios melcenes.

—Las cosas van mal en nuestro país, Atesca —dijo Brador muy serio—. Es imprescindible que hable con el emperador. ¿Podrás hacer que me reciba?

—Lo intentaré.

—Gracias, amigo —dijo Brador—. El destino del imperio depende de que convenza a Zakath de que regrese a Mal Zeth.

—General Atesca —llamó uno de los guardias armados con lanzas que custodiaban la reluciente puerta—, Su Majestad os recibirá a ti y a tus prisioneros ahora mismo.

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