El templo (53 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Los ocho recorrieron el sendero de la ribera del río y la estrecha fisura de la meseta mientras los
rapas
los seguían de cerca.

Salieron del pasillo a la base del cráter y vieron el lago de poca profundidad que se extendía ante ellos, la torre de piedra que se alzaba en el centro del cráter y la fina pero increíblemente elevada catarata que caía por la parte suroeste del cañón.

En ese momento la lluvia había cesado y la luna llena iluminaba el cráter, bañándolo con una luz azul mística.

Guiado por Van Lewen, el grupo ascendió por el sendero en espiral bajo la luz de la noche.

Los
rapas
subieron por el sendero tras ellos. Con aquellas cabezas negras y esas orejas puntiagudas parecían demonios saliendo de las entrañas del Infierno, listos para arrastrar a Race y a sus compañeros a los confines de la Tierra si daban un paso en falso. Pero seguían manteniendo la distancia, repugnados por el olor de la orina de mono.

Finalmente, el grupo llegó a los dos contrafuertes que habían sostenido el puente de cuerda.

Este colgaba ahora en vertical contra la torre, al otro lado del abismo, exactamente en el mismo lugar donde los nazis lo habían dejado.

Race echó un vistazo a la torre. No había ni rastro de
Buzz
Cochrane.

A continuación, sin embargo, en vez de cruzar a la torre de piedra (cosa que, en ese momento, era imposible hacer), Van Lewen siguió subiendo por el sendero en espiral hacia el borde del cráter.

El sendero se estrechaba bajo la catarata de la parte suroeste, para luego ensancharse cerca del borde del cráter.

Race salió al borde del cráter y miró en dirección oeste. Vio las cimas majestuosas de los Andes descollando sobre él, sombras oscuras y triangulares que se sobreponían en el cielo nocturno. A su izquierda, vio el diminuto río que abastecía de agua a la catarata y, junto a él, una zona de selva frondosa.

Un sendero estrecho y embarrado, que se había formado más por el uso que de forma deliberada, nacía donde Race se encontraba y se perdía por entre el follaje verde y frondoso.

Pero había algo a ambos lados del sendero que captó su atención: un par de estacas de madera clavadas en el barro.

En cada estaca habían colocado un cráneo aterrador.

Race sintió un escalofrío cuando enfocó con la linterna de su M—16 a uno de los cráneos.

Tenía un aspecto terrorífico, magnificado a su vez por las cantidades copiosas de sangre fresca y carne podrida que pendían de él. Tenía una forma rara, no era humana. Los dos cráneos eran muy alargados, con los dientes caninos afilados, orificios nasales con forma de triángulos invertidos y las cavidades de los ojos anormalmente grandes.

Race tragó saliva.

Eran cráneos de felinos.

Cráneos de
rapas
.

—Una señal de «Prohibido el paso» primitiva —dijo Krauss cuando vio los dos cráneos empalados en las estacas.

—No creo que sean para que no pase la gente —dijo Gaby López mientras olía uno de los cráneos—. Han sido impregnados en orina. Los han colocado para mantener a los
rapas
a raya.

Van Lewen siguió andando y se adentró en el follaje. Race y los demás lo siguieron, guiados por la luz de sus linternas.

A menos de treinta metros de los cráneos, Van Lewen y Race se encontraron con un enorme foso no muy distinto del que rodeaba Vilcafor.

Las únicas diferencias entre los dos fosos eran, primero, que este foso no estaba seco, sino que estaba lleno de agua. Y segundo, que estaba habitado por una familia de enormes caimanes.

—Genial —dijo Race mientras los observaba acechando en los alrededores del foso—. Caimanes de nuevo.

—¿Otro mecanismo de defensa? —preguntó Renée.

—Los caimanes son los únicos animales de esta zona que tienen una posibilidad remota de vencer a un
rapa
—dijo Krauss—. Las tribus primitivas no disponen de fusiles ni de cables trampa, así que tienen que buscar otros métodos para contener a sus enemigos felinos.

Al otro lado del foso, Race vio otra zona de follaje, no muy elevado, tras el cual se extendía un grupo de cabañas con tejados de paja guarecidas bajo un grupo de enormes árboles.

Era una especie de aldea o pueblo.

El breve tramo de follaje entre el pueblo y el foso les daba a las cabañas un aspecto pintoresco, casi místico. Algunas antorchas ardían en largos palos, bañando aquella pequeña aldea de un inquietante destello anaranjado. Aparte de las antorchas, sin embargo, la aldea parecía estar totalmente desierta.

Una ramita crujió.

Race se volvió y vio a la manada de
rapas
en el sendero embarrado, a unos diez metros de ellos. Por algún motivo habían logrado pasar los cráneos empapados de orina y ahora estaban a poca distancia entre Race y los demás, observándolos expectantes.

En la zona de la aldea, al otro lado del foso, había un estrecho puente de troncos de madera en el suelo. En uno de sus extremos había atada una cuerda de una manera no muy distinta a la del puente de cuerda de la torre de piedra. Se extendía hasta donde se encontraba Race, atada a una estaca clavada en el suelo.

Van Lewen y Doogie tiraron de la cuerda hasta lograr tender el puente sobre el foso.

Los ocho cruzaron el puente y se adentraron por el follaje que rodeaba la aldea.

Una vez hubieron cruzado todos el puente, Van Lewen y Doogie lo recogieron y volvieron a dejarlo donde estaba para que los
rapas
no pudieran seguirlos.

Salieron juntos del follaje a un claro enorme de forma cuadrangular, una especie de plaza. Apuntaron con la luz de sus linternas a las cabañas con tejados de paja y a los árboles que rodeaban el claro desierto y mugriento.

En el extremo norte de aquel claro había una jaula de bambú, sus cuatro lados hechos con cuatro troncos gruesos de árboles. Tras la jaula, excavado en las paredes de barro del foso, había un hoyo de unos nueve metros de ancho y cuatro metros y medio de profundidad. Una puerta de bambú entrelazado separaba el hoyo del foso.

En el centro, sin embargo, estaba la imagen más deslumbrante de todas.

Era una especie de santuario, una estructura de madera similar a un altar que había sido tallada en uno de los árboles más gruesos de la aldea.

Estaba lleno de huecos y nichos. Dentro de los nichos, Race vio una colección de reliquias espectaculares: una corona de oro con zafiros incrustados, estatuas de oro y plata de guerreros y doncellas incas, varios ídolos de piedra y un rubí gigantesco que tenía fácilmente el tamaño de un puño humano.

Incluso en la penumbra en que se encontraban, el santuario brillaba; sus tesoros relucían a la luz de la luna. Las hojas de los árboles circundantes pendían sobre él, enmarcándolo como el telón de un teatro.

En el centro del altar de madera se hallaba el recoveco más elaborado de todos. Estaba cubierto por una pequeña cortina y era sin duda la pieza central de todo el altar. Pero lo que quisiera que fuera el objeto que se encontraba allí permanecía oculto a nuestra vista.

Nash dio unas zancadas en su dirección. Race sabía en qué estaba pensando. Nash tiró fuertemente de la cortina que cubría el hueco.

Y lo vio. Race también lo vio, y se quedó boquiabierto.

Era el ídolo.

El ídolo auténtico.

El Espíritu del Pueblo.

La visión del ídolo dejó a Race sin aliento. Lo primero que se le vino en mente fue el excelente trabajo que había hecho Bassario. Su ídolo falso era unacopia perfecta. Pero, por mucho que lo hubiera intentado, Bassario había sido incapaz de reproducir el aura que rodeaba al ídolo auténtico.

Era la majestuosidad personificada.

La ferocidad de la cabeza del
rapa
inspiraba terror. El brillo de la piedra negra y púrpura, el tirio, esplendor. Todo el ídolo inspiraba veneración.

Embelesado, Nash se acercó a coger el ídolo. En ese mismo instante, la punta de piedra de una flecha le pasó rozando la cabeza.

La flecha había sido lanzada por un indígena con aspecto furioso que había surgido del follaje, a la derecha del santuario. Preparó el arco para volverles a lanzar una flecha.

Cuando Van Lewen levantó su G-11, la selva circundante cobró vida y de ella salieron no menos de cincuenta indígenas.

Prácticamente todos llevaban arcos y flechas. Los estaban apuntando.

Van Lewen todavía tenía su arma en alto. Doogie no. Estaba a unos cuantos metros de distancia de Van Lewen, completamente inmóvil.

Se hallaban en un callejón sin salida. Van Lewen, armado con un artefacto que podría matar a veinte hombres en un instante contra más de cincuenta indígenas armados con flechas y arcos listos para ser disparados.

Son demasiados
, pensó Race. Incluso aunque Van Lewen lograra efectuar algunos disparos, no sería suficiente. Los indígenas los matarían a todos, pues su superioridad numérica era aplastante.

—Van Lewen —dijo Race—. No…

—Sargento Van Lewen —dijo Nash desde el altar. En este había clavada una flecha, justo a la altura de su cabeza—. Baje el arma.

Van Lewen obedeció. Tan pronto como lo hizo, los indígenas avanzaron y les arrebataron las armas.

Un hombre mayor con una larga barba gris y la piel aceitunada dio un paso adelante. No portaba ningún arco. Parecía el jefe de la tribu.

Otro hombre se puso al lado del jefe. Tan pronto como lo vio, Race pestañeó incrédulo.

El segundo hombre no era un indígena, más bien un hombre latinoamericano de complexión corpulenta. Estaba muy moreno e iba vestido como los indígenas, pero incluso las generosas dosis de pinturas ceremoniales que llevaba en el rostro y pecho no podían ocultar sus rasgos decididamente urbanos.

Cuando el jefe de la tribu miró a Nash, que se encontraba delante del santuario como un ladrón al que han pillado con las manos en la masa, gruñó algo en su lengua materna.

El hombre latinoamericano que estaba a su lado lo escuchó con atención y luego le ofreció algún consejo a modo de respuesta.


Hmph
—gruñó el jefe.

Race estaba al lado de Renée. Los dos estaban rodeados por cinco indígenas que los apuntaban con arcos.

Justo entonces uno de los indígenas dio un paso adelante y le tocó la mejilla a Race, como para comprobar si su piel blanca era real.

Race apartó la cara.

Cuando lo hizo, sin embargo, el indígena gritó de asombro, lo que hizo que todos los demás se volvieran. Corrió hacia el jefe, gritando:


¡Rumaya! ¡Rumaya
!

El jefe se acercó a donde se encontraba Race y su consejero blanco lo siguió. El viejo jefe se colocó delante de Race y lo observó con frialdad al mismo tiempo que el indígena que había tocado el rostro de Race señalaba a su ojo izquierdo y decía:


Rumaya. Rumaya
.

El jefe agarró con brusquedad a Race por la barbilla y giró su rostro hacia la derecha.

Race no se resistió.

El jefe observó su rostro en silencio, examinando la marca marrón triangular de nacimiento que tenía justo debajo de su ojo izquierdo. A continuación el jefe se lamió el dedo y comenzó a frotarle la marca para ver si salía. Pero no.


Rumaya
… —musitó.

Se volvió a su consejero latinoamericano y dijo algo en quechua. El consejero le susurró algo a continuación en voz baja y tono respetuoso, a lo que el anciano jefe negó con la cabeza y señaló con énfasis al hoyo cuadrangular que había sido excavado en las paredes del foso.

Entonces, el jefe se dio la vuelta y gritó una orden a su gente.

Los indígenas metieron a todos dentro de la jaula de bambú excepto a Race.

Por su parte, Race fue conducido a empellones hacia el hoyo embarrado adyacente al foso.

El consejero latinoamericano se colocó a su lado.

—¡Hola! —dijo el hombre con un acento inglés muy marcado que cogió a Race totalmente por sorpresa.

—Hola —dijo Race—. Esto…, ¿podría decirme de qué va todo esto?

—Esta gente son descendientes directos de una tribu inca lejana. Han visto que posee la Marca del Sol, esa marca de nacimiento que tiene bajo el ojo izquierdo. Creen que podría ser la segunda llegada de su salvador, un hombre que conocen como el Elegido. Pero quieren comprobarlo primero para estar seguros.

—¿Y cómo van a comprobarlo exactamente?

—Le meterán en el hoyo y abrirán la puerta que lo separa del foso para que entre un caimán. Entonces esperarán a ver quién de los dos sobrevive a la lucha, o el caimán o usted. Verá, de acuerdo con su profecía…

—Lo sé —dijo Race—. Lo he leído. De acuerdo con la profecía, el Elegido llevará la Marca del Sol, luchará contra grandes lagartos y salvará su Espíritu.

El hombre miró a Race con recelo.

—¿Es usted antropólogo?

—Lingüista. He leído el manuscrito de Santiago.

El hombre frunció el ceño.

—¿Ha venido aquí buscando el Espíritu del Pueblo?

—Yo no. Ellos —dijo Race señalando con la cabeza a Nash y a los demás que se encontraban dentro de la jaula de bambú.

—Pero, ¿por qué? No tiene ningún valor económico.

—Fue tallado en un meteorito —dijo Race—. Y ahora se ha descubierto que ese meteorito es una piedra muy especial.

—¡Oh! —dijo el hombre.

—Entonces, ¿quién es usted? —preguntó Race.

—Oh, sí. Lo siento mucho, olvidé presentarme —dijo el hombre poniéndose derecho—. Soy el doctor Miguel Moros Márquez. Soy antropólogo de la Universidad de Perú y he estado viviendo con esta tribu los últimos nueve años.

Un minuto después, Race fue conducido por un sendero inclinado que descendía por el fango.

El sendero estaba flanqueado a ambos lados por paredes de tierra y terminaba en una pequeña puerta de madera que daba al hoyo. Tan pronto como Race llegó a la puerta, unos indígenas que estaban situados encima del foso tiraron de esta hacia arriba y Race entró vacilante al hoyo adyacente a aquel foso infestado de caimanes.

El hoyo tenía una forma cuadrangular un tanto rudimentaria y era grande, de unos nueve por nueve metros.

Tres de sus lados eran paredes de barro. La cuarta pared, sin embargo, tenía una puerta enorme hecha de «barrotes» de bambú. Race pudo ver a través de ellas las ondas oscuras del foso exterior.

Para empeorar las cosas, el fondo del hoyo estaba cubierto de una capa de agua negra, agua que se filtraba por los barrotes entrecruzados de bambú. En el punto donde se encontraba Race, el agua llegaba por las rodillas. Su profundidad en otras partes del foso era indeterminada.

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