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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (33 page)

BOOK: El testamento
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En todos los momentos del día, Venecia daba la impresión de estar suspendida entre el cielo y el mar, pero era al caer la noche cuando realmente semejaba una ciudad sacada de un cuento de hadas, con su diseño parecido a una gigantesca concha marina. Mientras cruzaban las aguas quietas de la laguna a alta velocidad, Venecia era una gemela de sí misma, su reflejo perfecto extendiéndose sobre el agua como si de un espejo se tratara. La luna, que parecía pintada por Tiepolo en el pigmento nocturno del cielo, estallaba en el agua en diez mil diminutas cimitarras, como si quisiera recordarles a esos nuevos huéspedes las raíces orientales de la ciudad, el fabuloso comercio con Constantinopla que, en los siglos pasados, había forjado las fortunas de los mercaderes y los duques de la República Serena.

Aquí y allá, las estrellas unían su luz a la de la luna, congelando cada detalle de los campanarios góticos, la basílica bizantina, las bibliotecas del Renacimiento, los ostentosos palacios góticos.

Jenny, sentada junto a él, podía sentir cómo Bravo se relajaba. Era como si la capa más exterior que él había consumido durante el vuelo hubiese sido mondada por el viento suave de la laguna.

—Me siento como en casa. —Su voz estaba teñida de asombro, como si estuviese llena de la misma luz estelar que hacía que la ciudad, el cielo y el mar brillasen como uno solo. Bravo inspiró profundamente y dejó escapar el aire—. ¿Lo hueles, Jenny? Todos estos siglos, año tras año, descansando debajo del agua, esperando a ser resucitada.

Se volvió hacia ella y advirtió su expresión inquisitiva.

—¿No lo entiendes? Venecia ha sido el hogar de la orden durante siglos. Es lógico que el escondite de los secretos se encuentre aquí.

Al internarse en aguas menos profundas, la embarcación había reducido considerablemente la velocidad. El canal estaba señalizado mediante los clásicos postes rayados de Venecia. Delante de ellos se encontraba el primer gran recodo del Gran Canal, que atravesaba la ciudad como si fuese el índice del disoluto Casanova haciendo señas, en una época, uno de los más famosos residentes de La Serenissima.

A su izquierda se alzaba la magnífica basílica de Santa Maria della Salute. Bravo siempre había pensado que era muy apropiado que fuese la primera estructura importante con la que uno se topaba al acceder al Gran Canal. Venecia desplegaba a su alrededor una belleza inquietante teñida de melancolía. La grandiosa Salute, por ejemplo, había sido encargada en 1622, en los últimos días de la terrible peste negra que había asolado Europa. La iglesia había sido construida en gratitud a la Virgen por haber puesto fin a la terrible plaga que había diezmado a los habitantes de la ciudad.

Pero, en verdad, era la propia naturaleza de Venecia la verdadera fuente de su particular melancolía. Construida como si surgiese del
caranto
—la base de arcilla y arena— de la laguna, la inefable belleza de sus canales creaba una sensación de temporalidad, como si en cualquier momento pudiese derrumbarse y hundirse en las pacientes aguas. Ello era especialmente cierto durante el
acqua alta
, cuando la laguna invadía la ciudad, inundando las
piazettas
y los primeros pisos de los
palazzi
—. A su izquierda, blanco como un velo de encaje, el Palacio Ducal surgía de entre las sombras, como si la luz de la luna le hubiese insuflado vida. Más que cualquier otra estructura, esta magnífica proeza de la arquitectura gótica representaba las vertiginosas inversiones de perspectiva de cielo y mar de Venecia. La planta baja parecía más ligera que el aire, la vaporosa confección de sus numerosos y delicados arcos, galerías y arcadas abiertas sosteniendo una estructura sólida como una fortaleza, completada con torres y capiteles en las esquinas.

Cada vez que entraba en el Gran Canal, pasando entre La Salute y el Palacio Ducal, Bravo tenía la extraña sensación de atravesar un espejo hacia otro mundo donde siempre había existido la magia y aún existía.

El
motoscafo
, su elegancia casi siniestra mientras se deslizaba junto a la piazza de San Marcos, pasó junto a la escultura del león alado de la República, uno de los catorce que se hallaban representados de diferentes maneras en la plaza. Cuatro de estas criaturas se le habían aparecido al profeta Ezequiel, y el león fue adoptado como símbolo del evangelista Marcos, bajo cuya protección se había puesto Venecia.

Un poco más adelante, la embarcación se detuvo en un pequeño muelle, donde un grupo de mozos, ataviados con el uniforme azul y dorado del hotel d'Oro, esperaban para descargar el equipaje. Parecieron ligeramente desconcertados al comprobar que no llevaban equipaje alguno, y más que ligeramente decepcionados hasta que Berio les deslizó unos cuantos euros en las manos. Aquí el visitante también podía ver que se encontraba en un cruce entre Oriente y Occidente. Mientras que Venecia era una de esas ciudades en las que podía conseguirse cualquier cosa por la cantidad adecuada de dinero, también era cierto que no se podía obtener nada si los euros no llegaban a la mano correcta.

Después de haber sido generosamente recompensados por haber estado perdiendo el tiempo en el muelle, la falange de mozos acompañó a los tres visitantes al interior del hotel. El vestíbulo tenía dos niveles (para que los huéspedes no fuesen importunados por el
acqua alta
) y estaba iluminado por el resplandor de extravagantes arañas de luces de peces dorados, lámparas de tritones turquesa y candelabros de pared de conchas de plata concebidos y fabricados por los maestros sopladores del vidrio de la isla de Murano, que se hallaba a escasa distancia en medio de la laguna. También había un par de enormes hogares coronados por mantos tallados en mármol sobre los cuales descansaban relojes de porcelana cocida y similor estilo Luis XIV. Los canapés y sillones hacían juego con ellos en cuanto a estilo y ornato, adornados con oro afiligranado, patas de madera curvas y cojines de seda.

Jordan les había reservado una sola habitación, pero, como ya habían pasado antes por esa situación, ni Bravo ni Jenny hicieron ningún comentario. Tal vez sólo había conseguido reservar una estancia, ya que el hotel estaba lleno. Una vez que se hubieron registrado, Berio se marchó prometiéndoles que pasaría a recogerlos por la mañana para llevarlos a cualquier lugar al que necesitasen ir. Cuando Bravo intentó decirle que no iban a necesitarlo, Berio insistió.

—Son órdenes del señor Muhlmann —dijo, abriéndose la chaqueta sólo lo justo para que pudiesen ver la culata de la pistola que llevaba en una funda sobaquera. Les dedicó una amplia sonrisa antes de volver sus anchos hombros y alejarse con su peculiar andar hacia el muelle.

—¿Qué opinas de ese tío? —preguntó Bravo mientras subían en el ascensor.

—¿Es peligroso, o simplemente piensa que lo es?

Las puertas se abrieron y ambos salieron del ascensor.

—No te quitaba los ojos de encima —dijo Bravo.

—Estás imaginando cosas.

—No. Era la forma en que te miraba, la forma en que te tocaba.

Bravo introdujo la llave de aspecto antiguo en la cerradura.

—¿Y cómo me miraba, cómo me tocaba? —preguntó Jenny.

—Como si estuviese dispuesto a comerte.

Los ojos de ella relampaguearon.

—No estarás celoso, ¿verdad?

Bravo hizo girar la llave, abrió la puerta y ambos entraron en la habitación. Era un lugar amplio, que parecía el interior de una concha de ostra. No sólo los lujosos muebles, sino también las paredes estaban cubiertos de muaré. A la izquierda, subiendo un par de escalones, estaba el cuarto de baño; los peces nadaban a través de los azulejos. Bravo se dirigió hacia una de las ventanas de formas bizantinas que daban al canal y a la basílica de La Salute. El canal parecía hecho de luz de luna y sombras enjoyadas, imitando el dibujo de la seda de la habitación.

Jenny se dejó caer en la cama alta y lujosa.

—Creo que estás celoso.

Bravo la miró.

—¿De Vin Diesel?

Ella se echó a reír, observándolo furtivamente cuando él entró en el baño.

—No sé tú —dijo Bravo—, pero yo siento que necesito una excavadora para quitarme de encima todas las capas de sudor y suciedad.

La luz se encendió, un resplandor amarillento, y luego comenzó a correr el agua. La puerta tenía un espejo de cuerpo entero fijado a ella y, desplazándose ligeramente sobre la cama, Jenny se las ingenió para ver el reflejo de Bravo en el cristal mientras se quitaba la ropa. No quería mirar, sabía lo que sentiría al ver su cuerpo desnudo, pero no podía evitarlo. Su imagen, el sonido del agua corriendo en la ducha, la devolvió con notable fuerza al encuentro erótico que habían mantenido en la bañera en el hotel del mont Saint Michel.

Sus ojos lo contemplaron con deleite, las líneas y formas, el juego de luces y sombras sobre su musculatura. Había algo en su carne —los contornos, la textura, el color, incluso la constelación de marcas de nacimiento en la parte superior de su muslo izquierdo— que la atraía como si fuese un imán. Sentía calor y frío, la sensación viajaba a través de ella con la asombrosa energía de un rayo, dejándola debilitada. Una gota de sudor rodó lentamente por el ensombrecido valle que se abría entre sus pechos. De pronto pudo sentir toda la suciedad que llevaba encima —el hedor penetrante y dulzón del viaje y la ansiedad—, como una escarcha de sal. Sus muslos se movieron sobre la cama y apoyó las palmas de las manos con fuerza entre ellos.

—Bravo —dijo, pero él no podía oírla, se había apartado de su campo de visión hacia el lavamanos. Daba igual, pensó. No estaba en completa posesión de sus facultades. No se la podía hacer responsable…

De pronto, ya no pudo soportar seguir en la cama un segundo más. Atravesó la habitación descalza en dirección a una cómoda de madera taraceada. Allí había una botella de vino sobre una bandeja de plata, junto con dos vasos y una nota. Abrió el sobre y leyó las líneas escritas a máquina.

Al oír que Bravo salía de la bañera y cerraba los grifos, dijo en voz alta:

—Un regalo de tu amigo Jordan, qué considerado.

Alguien había olvidado incluir un sacacorchos, aunque para ella eso no era un inconveniente. Buscó un estuche redondo que había hecho fabricar especialmente. Tenía un forro de plomo para evitar los rayos X. Abrió el estuche y sacó una pequeña navaja con escamas de madreperla. Con una leve presión del pulgar, la hoja se abrió de golpe. Jenny hizo girar hábilmente la muñeca, descorchó la botella y sirvió un poco de vino en ambas copas. Cuando alzó la vista, Bravo estaba en la puerta del cuarto de baño envuelto en una nube de vapor.

—Excelente.

Ella sonrió y dejó a un lado la navaja y el estuche.

Él la miraba con una extraña intensidad.

—¿Qué? —Sus manos estaban suspendidas en el aire—. ¿Qué ocurre?

—Me preguntaba —dijo él lentamente— si vendrás hacia aquí.

Estaba cubierto sólo con una toalla y la humedad insinuaba los contornos que había debajo de la tela esponjosa.

—Esperas que mantenga las distancias.

—¿Acaso tendría alguna razón para pensar lo contrario?

La expresión de Jenny era muy seria mientras se acercaba a él con las dos copas y le tendía una.

—No he tenido tiempo de lavarme.

—Tanto mejor —dijo él.

La toalla cayó a los pies de Jenny.

Cuando Damon Cornadoro —el hombre que se había presentado como Michael Berio— regresó al muelle del hotel d'Oro, señalizado con postes rayazos en azul y dorado, éste estaba desierto. Pero no así su
motoscafo
. En su interior, Camille estaba sentada fumando, con sus largas, desnudas y bien formadas piernas cruzadas. Estaba recostada, con un codo apoyado en el banco de cuero blanco que flanqueaba los escotillones a ambos lados de la cabina.

—¿Has dejado a tus protegidos sanos y salvos? —preguntó al ver a Berio.

—Que yo sepa, sí. —Fue hasta el bar y se sirvió una copa sin preguntarle a ella si quería beber algo—. No me dijiste que la mujer era tan atractiva.

Camille dio una profunda calada al cigarrillo con los ojos brillantes.

—¿Ya estás excitado?

Él bebió medio trago.

—Esa mujer podría hacer que se le empinase a un cadáver.

Camille se levantó y se acercó a él, colocando su mano ahuecada entre sus piernas.

—Veamos, hum —enarcó las cejas en un gesto de fingida sorpresa—. Creo que tienes razón.

Él dejó caer el vaso y, mientras éste se rompía sobre la cubierta, la estrechó entre sus brazos haciendo que Camille dejara escapar un leve gemido. Luego colocó una mano debajo de sus rodillas, la alzó y la depositó en el extremo de proa de la cabina. Era su lugar favorito, donde los asientos se curvaban hasta formar una erótica V.

Camille, sentada sobre la suave superficie de cuero, se estiró hasta apoyar una pierna sobre cada asiento. Luego se levantó la falda, aunque con un movimiento tan lento que él se quedó paralizado. Cuando la parte inferior de su vientre fue visible bajo la tenue luz de las lámparas de latón que se mecían suavemente, Cornadoro sintió un nudo en la garganta y, un momento después, estaba arrodillado delante de ella.

Permitió que Camille le cogiese un mechón de su pelo grueso y rizado y tirase su cabeza hacia atrás, dejando el cuello expuesto.

—Qué fácil sería.

Él no le preguntó qué quería decir; lo sabía.

Camille sacó entonces un pequeño cuchillo plegable del corpiño de su blusa. Una leve presión de su pulgar hizo que éste se abriese, revelando una fina hoja de acero inoxidable y aspecto temible. Ella lo manejó como una experta.

Inclinándose hacia adelante desde la cintura, apoyó la parte plana de la hoja sobre el hombro de Cornadoro.

—¿Crees que es la visión de la sangre o su sabor a cobre lo que hace que la gente se desmaye?

—No sabría decirte —dijo Cornadoro—. En lo que a mí respecta, fui criado con ella. La sangre es como la leche materna para mí.

Ella se echó a reír y, con un hábil movimiento de la muñeca, invirtió la posición de la hoja y la apoyó en su piel desnuda al tiempo que las manos de Cornadoro se ceñían contra su cuerpo. Ella profirió un leve grito. Por supuesto, nunca utilizaría el cuchillo con él, en realidad no lo haría. Sólo un ligero pinchazo aquí y allá para que brotase un poco de sangre a la superficie, ya que el hecho de sentirla y olería formaba parte de su trama erótica.

La embarcación se mecía de un lado a otro, aunque resultaba imposible decir si ello se debía al oleaje producido por el paso de otro barco o bien por sus rítmicos movimientos a bordo. La lujuria crecía entre ambos como siempre. El deseaba vivamente entrar en ella.

BOOK: El testamento
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