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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (35 page)

BOOK: El testamento
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—Tengo la sensación de que nos están siguiendo. Normalmente podría comprobar los reflejos en los escaparates de las tiendas o en los espejos laterales de los coches, pero aquí eso es imposible. A esta hora hay pocas tiendas abiertas y, por supuesto, no hay coches. He tratado de usar los canales, pero el hecho de que el agua esté en movimiento la convierte en una superficie reflectante muy poco fiable.

Continuaron su camino envueltos en un velo de ansiedad. Hasta ellos llegaban los olores de materias fermentadas —el sedimento del vino—, la vaharada del perfume de una mujer a la que no veían o el olor característico de la pálida piedra de Istria, transportados por el aire como si volasen en las diáfanas alas de san Miguel sobre las aguas intensamente verdes, de las que emanaba la siempre presente fetidez de la descomposición. Incluso en los días más luminosos, Venecia parecía rodeada de una aguda sensación de misterio. Uno siempre estaba volviendo una esquina, oyendo pasos que se acercaban o se alejaban, viniendo de estrechos callejones hacia antiguos
campi
en los que podían verse grupos de hombres mayores que hablaban en tonos sosegados o una figura oscura que abandonaba furtivamente una plaza.

Su primera parada fue en San Polo, donde el puente de Rialto se extendía sobre el Gran Canal como había hecho desde 1172, cuando se construyó el primer puente. Hasta el siglo xix, el Rialto fue el único enlace entre los dos lados de la ciudad. Cuando lo cruzaban, las tiendas a ambos costados del puente estaban abriendo sus puertas, al tiempo que sus dueños colocaban amables carteles dirigidos a los turistas en los escaparates y junto a las entradas.

El banco Veneziana se encontraba justo después de la Erberia, un mercado al aire libre que se remontaba a la época de Casanova. Allí se vendían hierbas y toda clase de productos agrícolas traídos a diario desde las pequeñas islas que salpicaban la superficie de la laguna. Los intensos aromas de las especias se mezclaban con la fragancia de las naranjas sanguíneas, las
castradme
(alcachofas enanas) y los
spareselle
(espárragos muy finos), así como con perfume de las flores frescas. Mientras se abrían paso a través de la multitud que paseaba conversando animadamente, Jenny, visiblemente incómoda, se mantenía vigilante, tratando de ver si alguien los seguía, una tarea dificultada por el denso bullicio de los vendedores a granel, que se amontonaban para dejar espacio a los minoristas.

El banco estaba en un edificio decorado con arcadas del estilo bizantino —veneciano— el frente era una masa de ventanas ligeramente arqueadas dotadas de columnas— que había sido reconstruido después del devastador incendio de 1514 que lo había quemado hasta los cimientos mientras avanzaba a través de la ciudad. Al igual que muchos edificios en Venecia, la arquitectura estaba llena de filigranas ornamentales, estatuas de piedra de intrincado tallado y estilizadas piedras angulares de estilo gótico. En el interior del edificio, las paredes de mármol se elevaban hasta un techo abovedado en el que se podía admirar un maravilloso mosaico de barcos venecianos navegando a toda vela.

Detrás del alto mostrador encontraron a un hombre delgado, de mediana edad. Bravo habló brevemente con él y el hombre le entregó un formulario en el que debía apuntar sólo el número de cuenta que había descodificado de la libreta de notas de su padre, ni siquiera su nombre.

El banquero cogió el formulario y desapareció durante no más de tres minutos. Cuando regresó, abrió una sección del mostrador. Permitió que Bravo pasara, pero no Jenny. Se mostró educado y le pidió disculpas, pero su actitud era firme.

—Confío en que lo entienda,
signorina
—dijo—. Es la política del banco permitir la entrada sólo al titular de la cuenta. Es una cuestión de posible coacción.

—Lo entiendo perfectamente,
signore
—respondió ella con una sonrisa. Luego se dirigió a Bravo y añadió—: Estaré fuera buscando a nuestro amigo.

Se refería a Michael Berio, de quien sospechaba que los estaba siguiendo.

Bravo asintió.

—No tardaré mucho —dijo.

El banquero lo condujo a través del suelo de mármol y luego por una escalera hasta llegar a una pequeña y tranquila antecámara. Al otro lado estaba la sólida e imponente puerta abierta que daba acceso a las cajas de seguridad. Naturalmente, las bóvedas de los bancos de Venecia estaban en la planta alta, no en el sótano, para protegerlas de las inundaciones periódicas que soportaba la ciudad.

El banquero lo dejó en un pequeño reservado —uno de los seis que se alineaban en el costado izquierdo de la antesala— y, un momento después, regresó con una larga caja de metal gris, que dejó en la mesa delante de Bravo.

—Estaré esperando fuera,
signore
—dijo—. Sólo tiene que llamarme cuando haya acabado.

El hombre se marchó sin mirar atrás.

Por un momento, Bravo permaneció sentado mirando fijamente la caja. Pudo ver mentalmente a su padre sentado en la misma silla que él ocupaba en ese momento, con la caja abierta delante de él, llenándola con la precisión matemática que lo caracterizaba. Bravo rodeó la caja con los brazos, como si pudiese percibir los últimos vestigios de su padre. Luego, con gesto convulsivo, abrió la tapa.

Jenny estaba de pie a la sombra de la arcada del banco, con los ojos fijos en la claridad de la calle. Apoyada contra uno de los arcos, tenía todo el aspecto de estar mortalmente aburrida mientras bebía a pequeños sorbos un zumo de naranja que acababa de comprar a un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Saboreaba el gusto dulce de la fruta pero nada más. Mientras sus ojos escudriñaban a la gente que atravesaba el
campo
, sintió una especie de peso sobre los hombros, además de un sordo dolor de cabeza, como si el fantasma de Dexter estuviera sentado encima de su cabeza.

Cuanto más se comprometía en esa misión, peor se sentía. Volvió a preguntarse por qué diablos la había aceptado, pero la respuesta era tan obvia como frustrante: Dexter le había pedido que la aceptara, y ella jamás le había negado nada. ¿Acaso no había demostrado en más de una ocasión que sabía perfectamente qué era lo mejor para ella? Jenny supuso que eso incluía la misión de proteger a su hijo, pero las suposiciones nunca tenían en cuenta las piedras que la realidad no dejaba de lanzarte. Y Braverman Shaw había demostrado ser una jodida piedra. «No puedo permitir que las cosas continúen así. ¿Cuándo voy a decirle la verdad? —se preguntó—. Tienes que dejar que las cosas continúen como están —se contestó a sí misma—. En el momento en que se lo digas, todo te estallará en la cara y lo habrás perdido.»— ¿Has visto a Berio?

Jenny se volvió, sobresaltada.

—No, pero eso no significa que no esté en alguna parte, espiándonos.

—Él sólo quiere protegernos.

Echaron a andar hacia el Dorsoduro, dejando a la multitud atrás. Sus pasos resonaban en las paredes de piedra y los adoquines de las estrechas callejuelas, cuyos colores se tornaban engañosos debido a los reflejos del agua de los canales.

—¿Qué había en esa cuenta? —preguntó Jenny.

—Cien mil dólares —dijo Bravo.

Jenny silbó por lo bajo.

—Uau.

—Y esto. —Después de una rápida comprobación de los alrededores, sacó del bolsillo la SIG Sauer P220—. Está cargada con munición del calibre 38.

Jenny abrió unos ojos como platos.

—Joder, esa semiautomática podría ganar una guerra.

—Creo que era precisamente eso lo que mi padre tenía en mente —dijo él, guardando nuevamente la pistola en el bolsillo.

—¿Sabes cómo usarla? Tal vez deberías dejar que yo llevase el arma.

—Puedo dispararle a una manzana apoyada en tu cabeza a cien pasos de distancia. —Se echó a reír—. No te preocupes, mi padre se aseguró de que supiese manejar perfectamente una pistola.

Para tratarse de una ciudad que se enorgullecía de sus maravillas arquitectónicas, la iglesia de l'Angelo Nicolò era bastante sencilla. Fundada en el siglo VI por un grupo de genoveses expatriados, el templo reflejaba hasta nuestros días la pobreza de aquellos hombres. Aparte de una más que necesaria renovación llevada a cabo en el siglo XIV, que incluyó las ventanas con triple mirador que se convirtieron en su seña de identidad, y la instalación de un bello pórtico en el siglo xv, en esencia seguía siendo la misma iglesia que en la época de su fundación.

—Al levantarse en este
sestieri
tan apartado, se encontraba tan alejada de la corriente principal de la vida religiosa veneciana que le fueron negadas sistemáticamente las donaciones de parte de los patrones y los feligreses acaudalados —explicó Bravo—. En cambio, l'Angelo Nicolò se convirtió en el santuario de facto para los
pinzocchere
(los fanáticos religiosos), quienes buscaban hacer penitencia dentro de sus muros.

—¿Y cómo logró sobrevivir? —preguntó Jenny.

—Buena pregunta. Una respuesta es Santa Marina Maggiore, el convento de monjas construido justo detrás de la iglesia. Aparentemente, fue el dinero de las monjas el que pagó la restauración del templo.

—Debió de costar una verdadera fortuna —dijo Jenny—. Me gustaría preguntarles a las monjas cómo consiguieron esa asombrosa proeza.

El interior era fresco, gris y hermoso; la pintura de san Nicolò realizada por Tiepolo, realmente impresionante. Estaban debajo del ábside central coronado por una cornisa bizantina del siglo vii. A esa hora eran prácticamente las únicas personas que había en la iglesia, pero de vez en cuando oían el suave eco de unas voces susurradas que sonaba como el chapaleo del agua del canal, una puerta que se abría o se cerraba, suelas de zapatos deslizándose sobre las lajas de piedra.

Bravo vio una pequeña figura que se acercaba a través del ábside, un sacerdote, a quien detuvo.

—Perdón, padre, permítame una pregunta. ¿Esta moneda tiene algún significado para usted?

El sacerdote era un hombre anciano con el rostro surcado de profundas arrugas y la piel quemada por el viento y el sol hasta alcanzar la textura del cuero. Tanto su pelo como su barba blancos y largos necesitaban pasar por el barbero; de hecho, parecía más uno de los mendigos de quienes había tomado el nombre esa parte de la ciudad que no un miembro de la Iglesia. A pesar de su avanzada edad, sus ojos azules —de un color tan eléctrico como los de Bravo— eran tan claros y penetrantes que parecían atravesar a Bravo de lado a lado. Después de una mirada larga y contemplativa, el sacerdote sonrió y cogió la moneda. Sus dedos también desmentían su edad, ya que eran tan rectos como los de cualquier hombre tres veces más joven que él. En realidad, salvo por la piel de su rostro, no exhibía ninguno de los signos que delatan los estragos causados por el paso del tiempo.

El sacerdote desconocido sólo miró superficialmente el anverso de la moneda, luego sus dedos, todavía tan hábiles como los de un prestidigitador, la hicieron girar para estudiar el reverso. Asintió para sí, luego alzó la vista, los ojos brillantes de un conocimiento secreto podrían haber contenido una pizca de humor o satisfacción.

—Espere aquí, por favor,
signore
—dijo, inclinando ligeramente la cabeza.

El sacerdote se marchó con la moneda y desapareció detrás de una columna. Silencio y polvo flotando desde lo alto. La luz se extendía a través del suelo, coloreada por el mármol, evocando los ramos de flores de la Erberia. Tres monjas con las manos hundidas dentro de sus hábitos negros pasaron lentamente en procesión, caminando al unísono, como si lo hicieran en un tempo que Dios hubiese provisto sólo para ellas.

—¿Crees que eso ha sido inteligente de tu parte? —preguntó Jenny—. ¿Darle la moneda?

—Para serte sincero, no lo sé —dijo Bravo—. Pero ya está hecho.

Dos sacerdotes, uno alto y delgado, el otro bajo y grueso como un tonel de vino, aparecieron entonces caminando en su dirección desde el crucero norte del templo, con los rostros envueltos en las sombras, enfrascados en una discusión.

—Voy tras él.

Jenny hizo un movimiento súbito, que sobresaltó a los dos sacerdotes, ya que hicieron una pausa murmurando entre sí. Para entonces, Bravo la había detenido. Los sacerdotes reanudaron su paseo, pero ahora en otra dirección, alejándose de ellos.

—Escucha, Bravo…

El hizo un gesto breve y cortante, interrumpiéndola.

—Cuando se trate de mi protección, tú eres quien manda, dé lo contrario, ésta es mi función, ¿entendido?

Ella se contuvo con el rostro enrojecido por la ira. Bravo se dio cuenta de que se sentía incómoda cediéndole el control y también de que aún albergaba algunas preguntas acerca de sus instintos, sus motivaciones y, lo que era aún peor, su fortaleza mental. No importaba que hubiesen compartido la intimidad en la cama, entre ellos todavía se abría un abismo de desconfianza, que hacía que Bravo se preguntase si su relación física era algo más que una ilusión pasajera. Se había sentido tan feliz cuando llegaron a Venecia la noche anterior; había estado seguro de que se acercaba a algo que había anhelado durante toda su vida, algo tan importante y vital que, finalmente, podría ser absuelto de la culpa que siempre había sentido por la muerte de Junior. Y ahora lo embargaba la súbita sensación de estar observándose desde fuera de su cuerpo, como si hubiese entrado en un sueño sin saber cómo ni cuándo. Ya nada le parecía seguro; había una capa de hielo muy fina bajo sus pies, y sentía que estaba al borde de perder el equilibrio y caer al agua helada que corría debajo.

Para su consternación, comprobó que Jenny y él se estaban mirando con los ojos brillantes de ira.

—Nunca le hablarías de ese modo al tío Tony —dijo ella.

—Lo haría, lo creas o no. Dos personas pueden tomar decisiones, pero sólo si una de ellas está muerta.

La paráfrasis de la famosa frase de Ben Franklin sirvió para disipar la tensión que había entre ambos, como él pretendía, y Jenny se relajó.

—Sólo recuerda quién está cuidando de ti —susurró ella.

Otro sacerdote había aparecido en las sombras debajo de la ventana de triple mirador y les hacía señas para que se acercasen.

—Soy el padre Mosto.

El cura tenía la moneda de oro en la mano. Era de estatura mediana, con el pelo negro y aplastado que le cubría el cráneo como si fuese una gorra. Su piel era oscura, como el cacao mezclado con crema, de modo que era posible que sus antepasados fuesen originarios de Campania, la región del sur de Italia que se extiende alrededor del Vesubio. Su sangre quizá incluyese también algunas gotas turcas o norteafricanas. Aunque no era un hombre grande, ésa era la impresión que daba debido a que era ancho —con el vientre prominente y los hombros encorvados—, con un rostro pesado y meditabundo que contemplaba el mundo con una suspicacia innata desde detrás de la frondosa barba.

BOOK: El testamento
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