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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (59 page)

BOOK: El testamento
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Ahora volvía a llover con fuerza, en brillantes líneas, puntos y rayas plateados, como si alguien estuviese enviando un mensaje en Morse desde el cielo. Se movían de una calle a otra siguiendo un patrón que Bravo intentaba descifrar, pero los giros y cambios laberínticos del bazar derrotaban todos sus esfuerzos.

—Con ese fin, Dexter me proporcionó una enorme cantidad de equipo —continuó diciendo Khalif—. Ojos y oídos electrónicos de la naturaleza más sensible y sofisticada, de modo que yo pudiese registrar para él todas las señales codificadas que vuelan por el éter noche y día.

—¿Todas las señales?

Khalif asintió.

—Cantidades masivas, no te lo puedes imaginar.

—¿Esto no era un asunto oficial de la orden?

—No, sólo de tu padre. —Khalif alzó un dedo—. Ahora te llevaré a ver al representante oficial de la orden, de modo que ni una sola palabra de todo esto. Si hay alguna noticia que tú debieras conocer antes de continuar, él la tendrá.

Habían llegado a una tienda que vendía alfombras. Una joven georgiana, de no más de diecisiete años, estaba a la entrada, vigilando la mercadería. Era delgada y tenía los ojos negros. Llevaba el pelo recogido en una coleta.

—Irema.

La muchacha besó a Khalif en ambas mejillas mientras le presentaba a Bravo.

—Padre está dentro —dijo en turco.

—¿Está ocupado? —preguntó Khalif.

—Siempre —respondió ella encogiéndose de hombros.

Pasaron a través de la estrecha puerta y accedieron a un interior poco iluminado donde sonaba música árabe y el polvo flotaba en el aire. Las paredes estaban cubiertas con alfombras, que también formaban ordenadas pilas en el suelo, de modo que uno se veía obligado a coger un sinuoso y estrecho pasillo para llegar a la parte posterior de la habitación.

Khalif sonrió y sus dientes de oro brillaron en la penumbra.

—Su nombre es Mijaíl Kartli. Te gustará una vez que te acostumbres a él. —Apoyó una mano sobre el brazo de Bravo en un gesto de advertencia—. No importan sus modales, es un hombre que merece tu respeto. Aún lucha contra los terroristas de Chechenia y Azerbaiyán. El gobierno azerbaiyano quiere que grandes extensiones de su territorio sean rebautizadas con topónimos del país, en detrimento de los georgianos. Y lo mismo se aplica a los apellidos de la gente. En cuanto a los terroristas, siguen intentando trasladar sus bases a Georgia. Pasó seis años desactivando bombas chechenas. Lo entenderás cuando le estreches la mano.

No era fácil llegar cerca de Mijaíl Kartli. Con un teléfono móvil pegado a la oreja, estaba rodeado por un compacto grupo de comerciantes que gesticulaban como agentes de Bolsa mientras hablaban en tono suave pero urgente bajo la música ambiental, que servía para ocultar sus transacciones frente a los transeúntes y los extraños. Cuando estuvieron más cerca, Bravo pudo reconocer que hablaban no sólo en georgiano, sino también en ruso, turco, italiano y árabe. No le llevó mucho tiempo darse cuenta de que esos hombres no eran comerciantes de alfombras, sino traficantes de petróleo, gas natural, divisas, metales preciosos, diamantes, armas y toda clase de material de guerra.

El embriagador hedor del dinero flotaba en el aire, la confluencia de sudor y codicia, sangre y mugre, poder y engaño. Allí latía el corazón de la Trabzon moderna, una ciudad que, a pesar de que las apariencias parecían indicar lo contrario, seguía siendo un poderoso punto de unión entre Oriente y Occidente, con las divisas y las mercancías moviéndose sinuosamente como venas y arterias hacia los cuatro rincones del mundo, el flujo de capital bombeado a la velocidad del sonido sin tener en cuenta la filiación racial, política o religiosa.

Mientras esperaban, Bravo estudió detenidamente al georgiano. Era bajo y rechoncho como la goma de un lápiz y tenía el aspecto duro de una bala de alambre de espino. Las piernas separadas de un luchador callejero, y su cabeza, en forma de balón de fútbol americano, se asentaba baja entre los hombros, como si fuese consecuencia de años de defenderse a sí mismo, a su familia y a su país. Su pelo era grueso, negro y alborotado, y crecía desde el borde de la estrecha frente. Como resultado de ello, la claridad de sus ojos, de largas pestañas, era sorprendente.

En medio de aquel caos, Kartli vio a Adem Khalif e inclinó ligeramente la cabeza. Luego sus ojos se desviaron hacia Bravo y se abrieron de un modo tan imperceptible que cualquier otro que no fuese Bravo se habría perdido esa fugaz reacción.

Finalmente, la música cambió y la multitud se redujo lo suficiente como para que Khalif pudiese conducir a Bravo hasta donde estaba el georgiano y presentarlos. Kartli extendió su mano derecha, que consistía sólo en el pulgar y el índice. Bravo la estrechó, sintió la presión de las cicatrices donde antes había habido dedos y pensó en ese hombre desactivando bombas en Chechenia, pensó en el estallido de una de ellas, llevándose parte de la mano con la explosión.

—Su padre era un buen hombre —dijo lacónicamente Mijaíl Kartli en un perfecto turco y, haciendo chasquear los dedos de la mano izquierda, pidió que les llevasen unas bebidas. Luego cogió la botella y vertió el líquido claro en tres vasos de agua. Bravo no preguntó qué bebida era. Era como fuego bajando por su garganta y el sabor que dejaba en la boca no era desagradable, una mezcla de anís y alcaravea.

Kartli se excusó para acabar sus negocios. Luego le entregó el teléfono móvil a una versión más joven de sí mismo —sin duda su hijo mayor—, y los tres se retiraron por una puerta que había en la parte de atrás.

Un corredor largo y estrecho conducía súbitamente a una galería abierta de cemento. Un toldo se agitaba sobre sus cabezas. La lluvia seguía cayendo intensamente sobre la ruinosa ciudad. Kartli estaba parado con las piernas separadas, un luchador contemplando el escenario de sus numerosas victorias. Los pequeños comerciantes, con sus muñecas pintadas a mano y sus sepias asadas a la brasa, sus estanterías llenas de DVD piratas de populares películas norteamericanas, alzaron la vista hacia él como lo harían los traficantes de armas ligeras ante el traficante de armas nucleares.

Kartli descruzó los brazos y encendió un delgado cigarrillo negro con un mechero de oro.

—Éste no es un lugar civilizado —dijo, aparentemente a nadie en particular—. Creer que lo era ha sido el error fatal de muchos a lo largo de los siglos, especialmente los griegos, que fueron los primeros que llegaron para domesticar Trebisonda. Los venecianos, también, aunque fueron más listos que los griegos, porque eran menos confiados. Pero, finalmente, Trebisonda perteneció a los otomanos, y ellos no eran civilizados en absoluto. No hay más que ver en qué se convirtieron. ¡En turcos! Luego, en tiempos más recientes, fueron los codiciosos rusos, que llegaron a través del mar Negro tan de prisa como podían traerlos sus transbordadores.

Kartli meneó la cabeza con una expresión de tristeza, despidiendo la peculiar electricidad del dinero, como si incluso ahora lo estuviese fabricando en alguna parte dentro de su cuerpo.

—Gracias por destinar parte de su tiempo para recibirme —comenzó Bravo.

—El papa se está muriendo —dijo Mijaíl Kartli por encima de las últimas palabras pronunciadas por Bravo—, apenas si queda tiempo.

—Por eso he venido a verlo. Mi situación es cada vez más desesperada.

Kartli se volvió hacia Bravo con el horrible cigarrillo negro entre sus labios rojos y brillantes.

—Ésta es precisamente la clase de situación contra la que la orden decidió protegerse hace mucho tiempo. ¿Cree que Canesi quiere salvar la vida del papa por razones humanitarias? Por supuesto que no. Es el poder y sólo el poder. Él quiere salvar su propio pellejo. Un nuevo pontífice, inteligente y en la flor de la vida, no toleraría el poder de Canesi y su camarilla, los apartaría de inmediato.

Debajo de los pies, Bravo sentía una especie de aspereza, como si fuese arena del desierto, como polvo de oro listo para ser recogido y transbordado.

—¿Cuán actualizada está su información acerca de la salud del papa?

—¿Por quién me toma? Una hora, ni un minuto más. —Los ojos claros de Kartli perforaron los de Bravo—. Amigo mío, corre usted un peligro mucho mayor del que imagina. Han aparecido algunos elementos (nuevos confidentes, los ojos y los oídos del Vaticano) que no puedo identificar ni controlar.

Kartli reparó de pronto en la vaina repujada y la empuñadura de la daga que Bravo llevaba en la cintura y entrecerró los ojos.

—¿Qué es eso? No puede tratarse de la daga de Lorenzo Fornarini.

—Sí, lo es. —Bravo la sacó para mostrársela—. He estado en su sarcófago en Venecia.

—¡Dios mío, la daga de Fornarini! —Kartli dio otra calada a su cigarrillo—. Lorenzo Fornarini fue introducido en la orden a través de los sacerdotes en Trebisonda, fue convertido a su causa, y juró fidelidad para protegerlos, algo que hizo con coraje y disciplina, algo que, como puede imaginar, impresionó mucho a los padres.

»Algunos años más tarde, cuando fueron atacados por los caballeros de San Clemente, él estaba fuera del monasterio de Sumela e intervino en el último instante para salvar a fray Leoni de fray Kent, un traidor dentro de la Haute Cour. Eso ocurrió cuando fray Leoni era el custodio, antes de convertirse en
magister regens
.

»Fray Leoni resultó herido durante su lucha con fray Kent. Para cuando llegó al escondite donde estaban guardados los secretos, su herida se había infectado y no había duda de que se moría. Mediante un arreglo previo, se reunió con fray Próspero, el
magister regens
de la orden, ya que en aquel tiempo tanto el custodio como el
magister regens
poseían las llaves del escondite. Y juntos tomaron una decisión trascendental: se valieron del secreto del Testamento de Cristo. Siguiendo las instrucciones dadas por Jesús, el
magister regens
untó a fray Leoni con la Quintaesencia, el óleo sagrado que Cristo utilizó para resucitar a Lázaro y, según el Testamento, también a otras personas.

»Fray Leoni no sólo se recuperó de sus heridas sino que vivió otros trescientos cincuenta años, y finalmente llegó a ser
magister regens
y guió a la orden a través de tiempos oscuros y difíciles. Algunos creen que murió en 1918, durante la epidemia de gripe que asoló el mundo, aunque naturalmente no hay ningún registro de ello y, por tanto, ninguna forma de saberlo con seguridad.

En ese momento se oyó un fragmento de música electrónica y el georgiano sacó de entre sus ropas otro teléfono móvil y lo abrió. Escuchó durante unos segundos y luego dijo:

—Hazlo. Hazlo ahora.

Cerró el teléfono y le dijo a Bravo:

—Alguien que usted conoce se acerca a la ciudad. Uno de mis hombres ha visto a Jennifer Logan, la traidora. Oh, sí, las noticias corren como la pólvora dentro de la orden. Acabo de ordenar su ejecución. Tengo a alguien que está muy cerca de ella y la matará de un disparo.

Capítulo 24

—N
O —dijo Bravo.

Mijaíl Kartli esbozó una sonrisa.

—Ahora está usted en mi casa.

—Pero si la mata nunca sabrá si Paolo Zorzi y ella son los únicos traidores infiltrados en la orden. ¿Y si hay más, aparte de ellos? Ella es nuestra mejor baza para averiguarlo.

El georgiano sabía reconocer un buen argumento cuando lo oía. Abrió el teléfono móvil, pulsó una tecla de marcación rápida y dijo:

—Quiero que abortéis el plan y traigáis a la mujer aquí.

Su sonrisa se endureció.

—Sólo espero que usted tenga el valor de sus convicciones. Y que tenga estómago para presenciar un interrogatorio. Su padre no lo tenía.

—Hay otros medios —repuso Bravo.

—Dígame uno —dijo el georgiano sin ningún atisbo de amenaza; simplemente quería saberlo.

—Esa mujer está desesperada por hacerme creer que otra persona es el traidor. Quería que yo creyese que alguien le había tendido una trampa en el asesinato del padre Mosto en Venecia, y estuve a punto de creerla, hasta que mató de un disparo a Anthony Rule. —Bravo no mencionó su odio personal hacia Jenny por haberlos seducido a su padre y a él—. Puedo hablar con ella, puedo hacer un trato con ella. Ella me escuchará.

—En ese caso, yo sería extremadamente cuidadoso. ¿Ha pensado cómo ha logrado seguirlo hasta aquí?

Bravo miró al georgiano.

—¿Le dijo al padre Damaskinos que venía a Trabzon?

El sacerdote le había preguntado adonde pensaba ir a continuación, y Bravo se lo había dicho.

—Sí, por supuesto que lo hizo —dijo Kartli, respondiendo a su propia pregunta—. Debió de ser ella quien lo interrogó antes de matarlo.

—¿El padre Damaskinos está muerto?

—Uno de los nuestros lo encontró anoche en su apartamento y se puso en contacto conmigo de inmediato. Tenía el rostro quemado y le habían rebanado el cuello de una manera bastante peculiar.

—¿Qué quiere decir?

—Se lo hicieron con un pequeño cuchillo de remate. ¿Cómo lo sé? Un cuchillo así está hecho para apuñalar, no para cortar, de modo que cuando se lo utiliza para cortar la herida es inconfundible. —Kartli hizo una pausa—. Conozco a alguien que mata de esa manera; es un asesino de los caballeros de San Clemente. Él debe de haberla entrenado. ¿Esa chica lleva un cuchillo de ésos?

—Yo no vi que llevase ninguno —dijo Bravo—, pero esa zorra es una caja de sorpresas.

—¿Crees que es sensato dejar que vaya sola a encontrarse con Bravo? —preguntó Damon Cornadoro mientras observaba a Jenny caminar por las estrechas calles del Mercado Europeo.

Camille estudió su bello rostro, admirándolo como si fuese una estatua esculpida por Miguel Ángel. Luego apoyó un índice delgado, cálido contra su piel fría, sobre sus labios.

—¿Qué ocurre, querido? ¿Acaso crees que ella puede convencerlo de la verdad, en lugar de la mentira mucho más plausible que yo he creado para él?

—El argumento racional no tiene nada que ver con eso. Entre ellos dos hay química, pude sentirlo la noche que llegaron a Venecia. Cuando la alcé para subirla a bordo del
motoscafo
, cuando puse mis manos en su cintura y la acerqué a mí pensé que Bravo iba a matarme.

Camille se echó a reír.

—Mon Dieu, qué imaginación tienes, querido! Ellos folian y tú ves fuegos artificiales.

Cornadoro encogió sus poderosos hombros.

—Ahora que Bravo está aislado, quiero asegurarme de que permanezca así.

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