El universo en un solo átomo (22 page)

BOOK: El universo en un solo átomo
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Aprendí mucho de Paul acerca de los últimos conceptos científicos relacionados con las emociones. Entiendo que la ciencia cognitiva moderna establece ciertas distinciones entre dos categorías principales de emoción: las emociones básicas y lo que algunas personas denominan «emociones cognitivas superiores». Con «emociones básicas» los científicos aluden a aquellas emociones que son consideradas universales e innatas. Como ocurre en las listas budistas, la enumeración precisa difiere según los criterios de cada investigador, aunque Ekman menciona diez, que incluyen la ira, el miedo, la tristeza, la repulsión, el desprecio, la sorpresa, el disfrute, la turbación, la culpa y la vergüenza. Como sucede con los factores mentales budistas, cada una de estas emociones es considerada representativa de una familia de sentimientos. Con «emociones cognitivas superiores» los científicos se refieren a una serie de emociones que son también universales pero cuya expresión está sujeta a considerables variaciones culturales. Los ejemplos incluyen el amor, el orgullo y los celos. Los investigadores han observado que, mientras las emociones básicas parecen ser procesadas, en gran medida, por las estructuras subcorticales del cerebro, las emociones cognitivas superiores están más relacionadas con el neocórtex, aquella parte del cerebro que más se ha desarrollado a lo largo de la evolución humana y participa mucho de las actividades cognitivas complejas, como el razonamiento. Soy consciente de que todo esto representa los primeros resultados preliminares de una disciplina en rápida evolución, que bien podría sufrir un cambio de paradigma radical antes de alcanzar un consenso.

El budismo acepta la universalidad de las aflicciones mentales de todos los seres sensibles. Las aflicciones cruciales son consideradas expresiones del apego, la ira y la ilusión. En algunas especies, como los seres humanos, las expresiones de estas aflicciones son más complejas, mientras que en determinadas especies animales sus manifestaciones son más rudimentarias y claramente agresivas. Cuanto más simples, más instintivas y menos dependientes del pensamiento consciente. En cambio, las expresiones complejas de la emoción son más susceptibles a los condicionamientos, incluidos los derivados del lenguaje y los conceptos. La posibilidad de que las emociones básicas, según la clasificación de la ciencia moderna, estén relacionadas con partes del cerebro mucho más antiguas en términos de evolución y similares a las animales, ofrece un potencial paralelismo con la concepción budista.

Desde el punto de vista empírico, una de las diferencias entre las emociones aflictivas, como el odio, y los estados puros, como la compasión, consiste en que las aflicciones tienden a fijar la mente en un objeto concreto, la persona con la que nos unimos, o un olor o sonido que deseamos evitar. Las emociones sanas, por contraste, son más difusas y no se centran en una persona u objeto. La psicología budista, por tanto, contiene la noción de que los estados mentales más sanos tienen un componente cognitivo más elevado que las aflicciones negativas. De nuevo, estamos ante una posible área de comparación e investigación compartida con la ciencia moderna.

Puesto que la ciencia moderna de las emociones se fundamenta en la neurobiología, la perspectiva evolucionista probablemente seguirá constituyendo el marco conceptual prevalente. Es decir, además de la explotación de la base neurológica de las emociones individuales, habrá intentos de comprender la emergencia de emociones específicas en términos del rol que desempeñan en el proceso de selección natural. De hecho, existe una disciplina especial denominada «psicología evolucionista». Hasta cierto punto, entiendo cómo se pueden ofrecer explicaciones evolucionistas de la emergencia de emociones básicas como el apego, la ira y el miedo. No obstante, como ocurre con el proyecto neurobiológico que intenta asociar emociones particulares con áreas específicas del cerebro, no veo cómo la perspectiva evolucionista puede hacer justicia a la riqueza del mundo emocional y a la cualidad subjetiva de la conciencia.

Otro tema interesante que surgió de mis conversaciones con Paul Ekman es la distinción entre emociones, por un lado, y estados de ánimo y rasgos de carácter, por otro. Las emociones son instantáneas, mientras que los estados de ánimo pueden durar más tiempo —incluso un día entero— y los rasgos de carácter son aún más perdurables, hasta abarcar una vida entera. La alegría y la tristeza, por ejemplo, son emociones que a menudo nacen de un estímulo particular, mientras que la felicidad y la infelicidad son estados de ánimo, cuyas causas directas podrían no ser tan fáciles de identificar. De forma similar, el miedo es una emoción, la ansiedad, su estado de ánimo correspondiente, al tiempo que un individuo puede mostrarse muy propenso a la ansiedad, hecho que la convertiría en un rasgo de su carácter. Aunque la psicología budista no establece una distinción formal entre los estados de ánimo y las emociones, sí reconoce las diferencias entre los estados mentales, tanto los instantáneos como los perdurables, y las propensiones subyacentes hacia ellos.

La idea de que emociones particulares pueden surgir de cierta propensión natural, de que emociones específicas pueden dar lugar a ciertos tipos de comportamiento y, en particular, la suposición de que las emociones positivas son más sensibles a los procesos mentales, es crítica para la práctica contemplativa budista. Prácticas clave, como el cultivo de la compasión y del amor-bondad o la superación de emociones destructivas como la ira y el odio, están enraizadas en los descubrimientos de la psicología y dependen de ellos. Un aspecto crucial de estas prácticas es el análisis minucioso de la dinámica causativa de procesos mentales específicos, sus condiciones externas, los estados mentales internos precedentes y subsiguientes, y su relación con otros eventos cognitivos y emocionales. En varias ocasiones, he tenido oportunidad de conversar con psicólogos y psicoanalistas de una amplia gama de disciplinas terapéuticas, y he observado un interés paralelo en la causalidad de las emociones. En la medida en que estas disciplinas de psicología aplicada se ocupan del alivio del sufrimiento, creo que comparten un objetivo fundamental con el budismo.

El propósito primordial de la práctica contemplativa budista es el alivio del sufrimiento. La ciencia, como hemos visto, ha contribuido mucho a la disminución del sufrimiento, especialmente en el ámbito de lo físico. Es un empeño maravilloso del que, espero, todos seguiremos beneficiándonos. Pero con el avance de la ciencia entran en juego elementos nuevos. Ha crecido enormemente el poder de la ciencia de influir en el medio ambiente, de hecho, de cambiar el curso de la especie humana en general. Como resultado, por primera vez en la historia, nuestra propia supervivencia exige que empecemos a considerar nuestra responsabilidad ética, no solo en las aplicaciones de la ciencia sino también en la dirección que sigue la investigación y en el desarrollo de nuevas realidades y tecnologías.

Una cosa es utilizar el estudio de la neurobiología, la psicología y hasta la teoría budista de la mente para intentar ser más felices, para cambiar nuestras mentes con el cultivo deliberado de estados mentales positivos. Cuando empezamos a manipular los códigos genéticos, sin embargo, los nuestros tanto como los del mundo natural en que vivimos, habrá que establecer un límite. Es un problema que deberían considerar los científicos pero también el público en general.

9. LA ÉTICA Y LA NUEVA GENÉTICA

Muchos de los que hemos seguido el desarrollo de la nueva genética somos conscientes de la profunda inquietud que siente el público frente a este tema. Esta preocupación gira en torno de todo, desde la clonación hasta la manipulación genética. Ha habido una protesta mundial contra la ingeniería genética de los alimentos. Actualmente es posible crear nuevas especies de plantas, que producen mucho más y son mucho más resistentes a las enfermedades, para maximizar la producción de alimentos en un mundo cuya población va en aumento. Los beneficios son evidentes y maravillosos. Sandías sin pepitas, manzanas que perduran más tiempo en las fruterías, trigo y otros cereales que son inmunes a las plagas de su época de crecimiento. Esto ya no es ciencia ficción. He leído que los científicos están experimentando con nuevos productos de huerto, como tomates, que serán inyectados con genes de diferentes especies de arañas.

Con estas actuaciones, sin embargo, estamos alterando la composición genética de las especies. ¿Sabemos, realmente, cuál será el efecto a largo plazo en las plantas, en el suelo, en el medio ambiente? Las ventajas comerciales son obvias pero ¿cómo juzgar qué es verdaderamente útil? La compleja red de interdependencia que caracteriza nuestro entorno sitúa esta decisión fuera de nuestro alcance.

Los cambios genéticos se han venido produciendo lentamente, a lo largo de centenares de miles de años de evolución natural. La evolución del cerebro humano ha requerido millones de años. Con la manipulación activa de los genes estamos a punto de imponer un ritmo anormalmente rápido a los cambios experimentados por las plantas, los animales y nuestra propia especie. No pretendo decir que deberíamos dar la espalda al desarrollo en este terreno, únicamente quiero destacar que debemos ser conscientes de las terribles implicaciones de este nuevo campo de la ciencia.

Las cuestiones más urgentes tienen que ver más con la ética que con la ciencia en sí, con aplicar correctamente nuestros conocimientos y poder en el terreno de las nuevas posibilidades que abren la clonación, el desciframiento del código genético y otros avances. Estos temas están relacionados con las posibilidades de manipulación genética no solo de los seres humanos y los animales sino también de las plantas y del entorno del que todos formamos parte. En esencia, se trata de la relación entre nuestros conocimientos y poder, por un lado, y nuestra responsabilidad, por otro.

Cualquier descubrimiento científico que abre nuevas perspectivas comerciales atrae enorme interés y grandes inversiones, tanto del sector público como de las empresas privadas. El volumen de conocimientos científicos y el alcance de las posibilidades tecnológicas son tan grandes que, tal vez, la única limitación de nuestro avance sea la falta de imaginación. Es esta adquisición sin precedentes de conocimientos y de poder la que, precisamente, nos coloca en una posición crítica.

Cuanto más amplios nuestros conocimientos y poder, mayor ha de ser nuestro sentido de la responsabilidad.

Si examinamos la base filosófica que sostiene la ética humana, vemos que le sirve de fundamento el principio de un claro reconocimiento de una mayor responsabilidad ante el aumento del conocimiento y del poder. Podríamos decir que, hasta hace poco, este principio resultaba muy eficaz. La capacidad humana de razonamiento moral seguía el ritmo del desarrollo de los conocimientos y aplicaciones científicas. Con el advenimiento de la nueva era de la ciencia biogenética, sin embargo, la brecha entre el razonamiento moral y nuestra capacidad tecnológica ha alcanzado un punto crítico. El rápido aumento de los conocimientos humanos y las posibilidades tecnológicas que surgen de la nueva ciencia genética son tales, que ya casi resulta imposible que el pensamiento ético siga el ritmo de los cambios. Mucho de lo que pronto será factible tiene menos que ver con nuevos descubrimientos o paradigmas científicos y más con el desarrollo de nuevas opciones tecnológicas, combinadas con los cálculos financieros de las empresas y con las previsiones políticas y económicas de los gobiernos. Ya no se trata de si debemos o no ampliar nuestros conocimientos y explorar su potencial tecnológico. Es más una cuestión de cómo emplear estos conocimientos y este poder de la manera más expediente y éticamente responsable.

El campo de la medicina es donde más se puede notar el impacto inmediato de la revolución en la ciencia genética. Creo que actualmente muchos médicos piensan que la secuencia del genoma humano dará entrada a una nueva era, en la que nos será posible dejar atrás los modelos bioquímicos de terapia, sustituyéndolos con modelos basados en la genética.

Ya se están modificando las definiciones de muchas enfermedades por descubrir que están genéticamente programadas en los organismos humanos y animales desde el momento de su concepción. Aunque aún no podamos tratar con éxito algunas de estas aflicciones por medio de la genética, este logro ya no parece imposible. El tema de las terapias genéticas y la cuestión de la manipulación de los genes, estrechamente relacionada con aquel, sobre todo en el nivel del embrión humano, plantean un grave desafío a nuestra capacidad de reflexión ética.

Uno de los aspectos más profundos del problema, según creo, es la cuestión de qué hacer con nuestros nuevos conocimientos.

Antes de descubrir que genes específicos son los causantes de la demencia senil, el cáncer e, incluso, el envejecimiento, pensábamos, como individuos, que estos problemas no nos afectarían y respondíamos a ellos cuando lo hacían. Ahora, sin embargo, o, en todo caso, dentro de poco tiempo, la genética podrá decir a individuos o familias enteras que tienen genes destinados a matarles o dejarles impedidos en la niñez, la juventud o la mediana edad. Este conocimiento cambiaría radicalmente nuestras definiciones de lo que es salud y enfermedad. Por ejemplo, una persona sana de momento pero con una predisposición genética a una enfermedad concreta, podría calificarse de «enferma próxima». ¿Qué deberíamos hacer con estos conocimientos y cómo podríamos darles un uso compasivo?

¿Quién debería tener acceso a ellos, dadas sus implicaciones personales y sociales en relación con los seguros, los empleos, las relaciones y hasta la procreación? ¿Tendrían las personas poseedoras de tales genes la responsabilidad de revelar su condición a sus potenciales compañeros de vida? Estas son solo algunas de las cuestiones que plantea la investigación genética.

Para complicar todavía más una serie de problemas ya intrincados, imagino que la predicción genética de este tipo no podrá garantizar al cien por cien su corrección. A veces, es verdad que un trastorno genético particular detectado en el embrión dará lugar a una enfermedad en la niñez o en la madurez [ del individuo afectado pero, a menudo, es una cuestión de probabilidades relativas.

Entran en juego el estilo de vida, la dieta y otros factores medioambientales. Aun sabiendo que un embrión en concreto lleva el gen de una enfermedad, no podemos estar seguros de que esta se manifestará.

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