El universo en un solo átomo (23 page)

BOOK: El universo en un solo átomo
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Las elecciones vitales y la propia identidad de las personas se verían seriamente afectadas por su percepción de un riesgo genético, aunque esta percepción sea incorrecta y el riesgo no llegue a materializarse nunca.
¿Es
lícito que poseamos este tipo de conocimientos probabilistas? En caso de que un miembro de una familia descubra un trastorno genético de este tipo ¿debería informar a todos los demás miembros que puedan haber heredado el mismo gen? ¿Debería esta información estar al alcance de una comunidad más amplia, por ejemplo, las compañías de seguros médicos? Cabe la posibilidad de que a los portadores de determinados genes se les negara el seguro y, por lo tanto, el acceso a servicios médicos, y todo porque existe el riesgo de que se manifieste una enfermedad particular. Estas cuestiones no son solo médicas sino también éticas y pueden influir en el bienestar psíquico de las personas afectadas.

Cuando se detecta un trastorno genético en un embrión (como ocurrirá con cada vez más frecuencia) ¿deberían los padres o la sociedad tomar la decisión de cortar la vida del embrión? Este tema se complica más por el hecho de que se están descubriendo nuevos métodos de tratar las enfermedades genéticas y nuevos medicamentos con tanta rapidez como se identifican los genes de enfermedades individuales. Podemos imaginar que sea abortado un embrión diagnosticado con una enfermedad que se manifestaría dentro de veinte años, mientras que se descubre la cura de esta misma enfermedad en menos de una década.

Son muchas las personas de todo el mundo, especialmente los profesionales de la disciplina emergente de la bioética, que investigan en detalle estos problemas. Dada mi falta de conocimientos en estos campos, no puedo ofrecer nada concreto en relación a ningún tema específico, sobre todo, teniendo en cuenta que los hechos empíricos varían rápidamente. Desearía, no obstante, reflexionar en algunas de las cuestiones clave que creo que todas las personas informadas del mundo deberían considerar, y sugerir algunos principios generales que guardan relación con estos desafíos éticos. Creo que, en el fondo, el reto al que nos enfrentamos tiene que ver con las decisiones que podamos tomar ante el creciente abanico de alternativas que nos ofrecen la ciencia y la tecnología.

Relacionadas con las nuevas fronteras de la medicina genética surgen una serie de cuestiones que, a su vez, plantean problemas éticos profundos y preocupantes. Me refiero, sobre todo, a la clonación. Ya han pasado varios años desde que el mundo conoció a un ser sensible completamente clonado, Dolly, la famosa oveja. Desde entonces se ha hablado mucho de la clonación humana. Sabemos que se han creado los primeros embriones humanos clonados. Frenesí mediática aparte, el tema de la clonación es muy complejo. Parece que hay dos tipos bien diferenciados de clonación, la terapéutica y la reproductiva. El campo de la clonación terapéutica incluye el uso de esta tecnología para la reproducción de células y la potencial creación de seres semisensibles, destinados únicamente a la donación de órganos para el trasplante. La clonación reproductiva consiste, esencialmente, en la creación de una copia idéntica.

En principio, no me opongo a la clonación como tal, un instrumento tecnológico con fines médicos y terapéuticos. Como en todos estos casos, las decisiones deben obedecer al criterio de la motivación compasiva. No obstante, ante la idea de la creación deliberada de seres semihumanos para conseguir «recambios» siento una inmediata e instintiva aversión. En cierta ocasión, vi un documental de la BBC que simulaba esas criaturas por medio de programas de animación. Poseían algunas características claramente humanas. Me sentí horrorizado. Quizá algunas personas piensen que se trató de una reacción emocional irracional que no se debe tomar en serio. Creo, sin embargo, que deberíamos hacer caso a nuestros sentimientos de repulsa instintiva, porque surgen de nuestra humanidad más básica. Una vez permitida la explotación de esos semihumanos híbridos ¿qué impediría que hiciéramos lo mismo con aquellos semejantes nuestros que por algún capricho de la sociedad han sido tildados de deficientes? La voluntad de cruzar este tipo de umbrales naturales es la que tan a menudo nos conduce al cometimiento de horribles atrocidades.

Aunque la clonación reproductiva no resulte tan horripilante, en algunos aspectos, sus implicaciones pueden ser mayores. Cuando la tecnología correspondiente sea asequible, habrá padres que, desesperados por tener hijos e incapaces de procrear por medios naturales, decidirán tener un niño por clonación. ¿Qué supondrá esta práctica para el futuro reservorio de genes? ¿Para la diversidad, que tan esencial ha sido en la evolución?

Asimismo, habrá individuos que, impulsados por el deseo de vivir más allá de lo que permite la realidad biológica, decidirán ser clonados, pensando que seguirán viviendo en el nuevo ser. En este caso, me cuesta encontrar justificación de sus motivaciones. Desde el punto de vista del budismo, se trataría de un cuerpo idéntico aunque de dos conciencias enteramente distintas. El individuo moriría igualmente.

Una de las consecuencias sociales y culturales de las nuevas tecnologías genéticas es su efecto en la continuación de la especie por su interferencia con el proceso reproductivo. ¿Es lícito que podamos elegir el sexo de nuestros hijos, como creo que ya es posible? En caso negativo, ¿es lícito tomar la decisión por razones de salud, si, por ejemplo, nuestro hijo corre un grave riesgo de padecer distrofia muscular o hemofilia? ¿Es admisible insertar genes en el esperma humano o en los óvulos en el laboratorio? ¿Hasta dónde debemos llegar en la creación de fetos «ideales» o de «diseño», por ejemplo, de embriones seleccionados en un laboratorio para proporcionar determinadas moléculas o componentes ausentes en sus hermanos genéticamente deficientes, para que los niños nacidos de estos embriones puedan donar médula espinal o riñones para curar a sus hermanos? ¿Hasta dónde debemos llegar en la selección artificial de fetos que poseen características deseadas que, se supone, aumentan la inteligencia o la fuerza física, o dan un color específico a los ojos?

Cuando estas tecnologías se emplean por motivos médicos —para la curación de una deficiencia genética determinada— no podemos más que solidarizarnos. La selección de rasgos específicos, sin embargo, sobre todo cuando obedece a motivaciones estéticas, quizá no sea en beneficio del niño. Incluso cuando los padres están convencidos de seleccionar unos rasgos para el bien de su hijo, debemos considerar si su motivación es positiva o se fundamenta en los prejuicios de una sociedad determinada en un momento histórico dado. Es necesario tener en cuenta el impacto a largo plazo de este tipo de manipulación de la especie en general, dado que sus efectos serán heredados por las generaciones venideras. Asimismo, deberíamos considerar los efectos de la limitación de la diversidad humana y de la tolerancia que va con ella y que es uno de los milagros de la vida.

Resulta especialmente preocupante la manipulación de genes para la creación de niños con características realzadas, sean físicas o cognitivas. Sean cuales sean las desigualdades entre individuos en sus distintas circunstancias —de clase, riqueza, salud, etcétera— nacemos todos en la igualdad fundamental de nuestra condición humana y con determinado potencial. Determinadas cualidades cognitivas, emocionales y físicas. Y con la disposición —con el derecho— fundamental de buscar la felicidad y superar el sufrimiento. Puesto que la tecnología genética habrá de resultar costosa, al menos en un futuro previsible, una vez permitida, durante un largo período solo será asequible a un segmento reducido de la sociedad humana, es decir, a los ricos. De este modo, la sociedad acabará transformando una desigualdad de circunstancias —la riqueza relativa— en una desigualdad de naturaleza, por el aumento de la inteligencia, la fuerza y otras facultades adquiridas por nacimiento.

Las ramificaciones de ésta diferenciación son de largo alcance en los niveles social, política y ético. En el nivel social, reforzará —y hasta perpetuará— nuestras disparidades y hará mucho más difícil su superación. En los asuntos políticos, dará lugar a una élite dirigente que reclamará el poder invocando una superioridad natural intrínseca. En el nivel ético, esta especie de diferencias pseudonaturales puede minar gravemente nuestra sensibilidad moral básica, en la medida en que se basa en el reconocimiento mutuo de nuestra condición humana común. Ni podemos imaginar de qué manera este tipo de prácticas podrían afectar el concepto mismo de lo que significa ser humano.

Cuando pienso en las distintas maneras de manipulación de la genética humana, no puedo evitar sentir que nos falta algo muy importante en nuestra apreciación del amor a la humanidad. En mi Tíbet natal el valor de una persona no reside en su aspecto físico ni en sus logros atléticos o intelectuales, sino en su capacidad innata de sentir compasión por todos los seres humanos. Hasta la ciencia médica moderna ha demostrado la importancia crucial del afecto para los humanos, especialmente durante sus primeras semanas de vida. El simple poder del contacto físico es crucial para el desarrollo básico del cerebro. En lo que se refiere a su valor como ser humano, es totalmente irrelevante que el individuo tenga algún tipo de discapacidad —el síndrome de Down, por ejemplo— o cierta disposición genética al desarrollo de una enfermedad, como la anemia drepanocítica, la corea de Huntington o el síndrome de Alzheimer. Todos los seres humanos tienen el mismo valor y el mismo potencial de bondad. Fundamentar nuestra valoración de la humanidad en su composición genética equivaldría a empobrecerla, porque los seres humanos son mucho más que genomas.

Para mí, uno de los efectos más llamativos y alentadores de nuestro conocimiento de los genomas es la asombrosa verdad de que las diferencias entre los genomas de los distintos grupos étnicos que habitan el mundo son tan ínfimas que resultan insignificantes.

Siempre he sostenido que las diferencias de color, lengua, religión, etnia, etcétera, son insustanciales frente a nuestras similitudes básicas. A mi modo de ver, la secuencia del genoma humano lo ha demostrado de manera formidable. Asimismo, ha reforzado mi convicción de nuestro parentesco esencial con los animales, que comparten un altísimo porcentaje de nuestro genoma. Es concebible, por lo tanto, que, si los seres humanos utilizáramos nuestros recién adquiridos conocimientos genéticos apropiadamente, fortale-ceríamos la sensación de afinidad y de unidad no solo con nuestros semejantes sino también con todas las formas de vida. Esta perspectiva sostendría también una conciencia medioambiental más saludable.

En lo que se refiere a los alimentos, si es verdad que necesitamos de algún tipo de modificación genética para alimentar la población mundial en aumento, creo que no podemos rechazar sin más este campo de la tecnología genética. Si, en cambio, como sugieren sus críticos, este argumento no es más que una tapadera, tras la que se esconden motivaciones primordialmente comerciales —producir alimentos que duren más en los comercios hasta ser vendidos, que puedan ser más fácilmente exportados al otro lado del planeta, que tengan un aspecto más atractivo y un consumo más conveniente, o crear granos y cereales diseñados para no producir su propia semilla, de forma que los campesinos se vean obligados a depender de las compañías biotecnológicas para obtenerla— entonces estas prácticas deben ser seriamente cuestionadas.

Mucha gente está cada vez más preocupada por las consecuencias a largo plazo de la producción y el consumo de productos genéticamente manipulados. La brecha que separa la comunidad científica del público en general puede deberse, en parte, al menos, a la falta de transparencia de las empresas que desarrollan estos productos. Le incumbe a la industria biotecnológica demostrar que no habrá consecuencias negativas a largo plazo por el consumo de estos nuevos productos y adoptar políticas de total transparencia frente a todas las posibles implicaciones que las plantas genéticamente manipuladas podrían tener para el medio ambiente.

Es evidente que no podemos aceptar el argumento que, si no existen pruebas concluyentes de los efectos dañinos de un producto en especial, entonces no hay nada de que preocuparse.

La cuestión es que los alimentos manipulados genéticamente no son, sencillamente, un producto más, como un coche o un ordenador portátil. Nos guste o no, desconocemos las consecuencias a largo plazo de nuestra introducción de organismos genéticamente modificados en el entorno. En el campo de la medicina, por ejemplo, el fármaco talidomida fue considerado excelente para el tratamiento de las náuseas matinales de las mujeres embarazadas, pero sus consecuencias a largo plazo para la salud del feto no fueron previstas y resultaron catastróficas.

Dado el ritmo tremendo que sigue el desarrollo de la genética moderna, es ya urgente afinar nuestra capacidad de razonamiento moral, para poder enfrentarnos a los desafíos éticos que plantea la nueva situación. No podemos esperar hasta que las respuestas surjan de forma orgánica. Es necesario que afrontemos la realidad de nuestro futuro potencial y abordemos los problemas de forma directa.

Creo que ha llegado el momento de analizar el aspecto ético de la revolución genética, de una manera que trascienda las posiciones doctrinales de las distintas religiones por separado. Debemos afrontar el desafío ético como miembros de la familia humana, no como budistas, judíos, cristianos, hindúes o musulmanes. Tampoco es suficiente abordar los desafíos éticos desde la perspectiva de los ideales puramente seculares y de política liberal, como la libertad individual, la libertad de elección y la justicia. Es necesario examinar las cuestiones a la luz de una ética global, fundamentada en el reconocimiento de los valores humanos esenciales, que trascienden la ciencia y la religión.

No resulta apropiado adoptar la posición de que nuestra responsabilidad social se limita en ampliar los conocimientos científicos y aumentar el poder tecnológico. Tampoco sería suficiente argumentar que lo que hacemos con estos conocimientos y este poder depende de las decisiones de cada individuo. Si este argumento significa que la sociedad en general no debe interferir con el curso de las investigaciones ni con la creación de nuevas tecnologías basadas en ellas, en esencia, estaríamos imposibilitando cualquier participación significativa con fines humanitarios y éticos en la regulación del desarrollo científico. Es esencial, de hecho, es nuestra responsabilidad tener una conciencia mucho más crítica de lo que hacemos y por qué. Cuanto antes intervengamos en el proceso causativo, más eficaz será nuestra prevención de las consecuencias indeseadas.

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