Elminster. La Forja de un Mago (60 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—¿Y eso qué significa exactamente, si se me permite preguntar? —Elminster unió las manos, y la mujer apoyó la estrecha y flexible puntera de la bota en ellas, y se dio impulso para subir a la silla.


Esta
aventura no ha finalizado del todo aún, me temo —repuso Myrjala en un tono admonitorio.

Elminster la miró pensativamente, pero ella no añadió más y azuzó a su montura en dirección a la puerta del establo. Salieron al exterior, envuelto en la neblina matinal, y se encontraron con Mithtyn, que los estaba esperando apoyado en su bastón. Alzó la vista hacia ellos, tragó saliva y se las arregló para esbozar una sonrisa.

—Alguien de Athalantar debería daros a ambos las gracias de forma adecuada. Me temo que me faltan las palabras, pero no quería que partieseis sin despediros al menos.

Myrjala hizo una leve inclinación de cabeza, en lo alto de la silla de montar.

—Gracias, Mithtyn —dijo—. Pero veo que algo te incomoda... y me gustaría saber qué es, si no te importa.

Mithtyn la contempló un instante en silencio y luego habló deprisa, como si no pudiera contener las palabras.

—¡La profecía de Alaundo, señora! Sus predicciones se han cumplido siempre, y dijo: «El linaje Aumar durará más que el Trono del Ciervo». Eso sólo puede significar que Athalantar no sobrevivirá sin un Aumar de rey, ¡y aun así insistís en partir!

Elminster dedicó al inquieto anciano una sonrisa maliciosa.

—Mientras yo viva, el linaje Aumar perdurará. Dejemos que este país crezca en poder y felicidad, como yo espero, en los días venideros.

Mithtyn no respondió; la expresión de su semblante seguía siendo preocupada, pero hizo una profunda reverencia. Los dos jinetes levantaron la mano en un gesto de despedida y partieron al trote calle arriba, en silencio. Mientras se alejaban, los primeros rayos del sol naciente tocaron los tejados, otorgándoles un tono rojizo. El viejo heraldo los siguió con la mirada, fijamente, inmóvil y en silencio.

Se pararon en lo alto de la vía. El joven de nariz aguileña miró hacia el antiguo cementerio y le dijo algo a la bella dama que cabalgaba a su lado, señalando. El heraldo dirigió la vista hacia allí, intentando atisbar lo que señalaba el príncipe que había renunciado a su reino... y sólo alcanzó a ver un bulto de ropa.

Era una capa que cubría a un hombre y una mujer dormidos. Mithtyn carraspeó, turbado, pero para entonces ya había reconocido a la pareja: el hombre sonriente llamado Farl, y su dama, la bella mujercita. Sí, Tassabra, se llamaba. Y detrás de ellos había alguien sentado, ¡alguien que miraba directamente hacia él! ¡Un elfo! Un elfo alto, silencioso, con un cayado de madera cruzado sobre las rodillas... Mithtyn tragó saliva, levantó una mano en un torpe saludo, y vio que se lo devolvía.

Después, el elfo volvió la cabeza. Mithtyn miró en la misma dirección a tiempo de ver al príncipe y a la hechicera —si era así como quería que se la identificara— desaparecer tras la esquina de una orgullosa y vieja casa de piedra. Cuando se hubieron perdido de vista, Mithtyn sintió un escalofrío. Luego regresó al castillo, con los ojos húmedos de lágrimas. Sabía que no volvería a ver algo tan importante en lo que le quedaba de vida. Este convencimiento era un peso demasiado oneroso para cargar a primeras horas de la mañana.

Quizá lo hicieran más llevadero una buena fritada matutina y unas cuantas jarras de cerveza caliente. Ojalá tuviera aún a su esposa para poder contárselo todo. Mithtyn esperaba —y no por primera vez— vivir el tiempo suficiente para que su hija se hiciera lo bastante mayor para escuchar con atención y apreciar lo que le contaba. Su intención era relatarle lo ocurrido esta mañana un centenar de veces por lo menos.

Mientras cruzaba el patio, uno de los caballeros de Helm se acercó y le contó al viejo heraldo, vacilante, lo que la dama Myrjala le había dicho mientras bailaban la noche anterior. Mithtyn miró al hombre a los ojos y comprobó que, después de todo, sí tenía alguien con quien hablar. Condujo a Anauviir hacia las cocinas, sintiéndose mucho mejor.

—¿Hacia dónde, ahora? —preguntó Elminster mientras Myrjala frenaba su montura en donde el sendero cruzaba la cima de un pequeño cerro, al oeste de la ciudad. El joven miró a su alrededor con curiosidad; desde Hastarl no se distinguía que éste era un túmulo funerario. Un plinto de piedra se alzaba dentro de un muro bajo; la maleza y las ramas bajas de los árboles lo habían cubierto, ocultando la piedra a los ojos de cualquiera que no estuviese tan cerca.

—En toda la batalla, no has obtenido ninguno de los conjuros ejecutados por los señores de la magia —contestó Myrjala—. Da la casualidad que sé dónde guardaba el mago real una reserva de cosas mágicas: libros de hechizos, pócimas curativas y objetos preparados en caso de que vinieran acosándolo desde Hastarl, o incluso si encontraba la ciudad levantada contra él. Aquí, en este antiguo santuario de Mystra, donde ningún ladrón ha puesto los pies por miedo a los espectros guardianes de magos muertos, está ese depósito.

—¿Estará guardado? —preguntó, cauteloso, Elminster mientras desmontaban en medio de los árboles.


¡Por supuesto que lo está, necio hechicerillo!
—bramó alguien a su espalda.

Elminster giró sobre sí mismo velozmente, a tiempo de ver cómo el cuerpo encabritado de su caballo ondeaba y se retorcía... hasta adoptar la familiar apariencia de Undarl, mago real de Athalantar. La montura de Myrjala relinchó de terror, y la pareja oyó el trapaleo frenético de sus cascos al huir desbocada.

Elminster tragó saliva y tanteó su cinturón buscando las cosas que necesitaría para realizar los ínfimos hechizos de combate que aún le quedaban. La sonrisa de regodeo de Undarl le hizo comprender que no acabaría ninguno a tiempo. El jefe de los señores de la magia levantó una mano y empezó a murmurar algo, pero Myrjala saltó, en un remolino de faldas, y se interpuso entre ellos. El rayo que saltó desde Undarl con un chisporroteo se partió en dos delante de las manos levantadas de la hechicera y se desprendió, inofensivamente, a ambos lados.

El mago real rugió de rabia. Cuando la ira le permitió recobrar el habla, gruñó como un animal:

—¡Tú! ¡Siempre tienes que ser tú! ¡Muere, pues!

Sus siguientes palabras siseantes fueron un encantamiento, y de las puntas de sus dedos salieron disparados chorros de fuego en una ardiente red que chisporroteó y desgarró el aire, pero que fue rechazada por el escudo conjurado por Myrjala. A Elminster no le quedaban hechizos que igualaran este despliegue mágico; todo cuanto podía hacer era quedarse a la expectativa, a resguardo de la barrera de Myrjala.

La red de fuego que Undarl había creado empezó a emitir un apagado resplandor rojo. El mago real arremetió contra el escudo con las llamas que se consumían, y pronunció un nombre que resonó en las piedras del santuario.

Su llamada la respondió un bestial rugido. Algo inmenso y de color rosa oscuro salió de detrás de los árboles que el mago real tenía a la espalda... ¡Un dragón rojo! Extendió las alas semejantes a las de los murciélagos y siseó, con un brillo de crueldad en los ojos. Entonces se impulsó y se remontó en el aire, en dirección al príncipe y a la hechicera de negros ojos. Escupió un chorro de fuego al tiempo que se aproximaba, y el rugiente torrente fluyó sobre el escudo de Myrjala, pero no logró consumirlo.

La hechicera dijo una frase larga y complicada, y las llamas escupidas por el dragón se doblaron sobre sí mismas, enroscándose y pasando del color rojo a un extraño azul brillante que, posteriormente, se tornó en ardiente blanco. A la vista de mago de Elminster parecía aún más brillante; Myrjala lo había transformado en algo sobrecogedor, que se precipitó sobre el dragón como un hambriento vendaval. Elminster atisbó unas oscuras alas batiendo frenéticamente en medio de las rugientes llamaradas durante un breve instante, y luego, con una explosión que sacudió el cerro y lanzó a El al suelo, el dragón estalló en pedazos.

Escamas y trozos de carne ennegrecidos pasaron volando junto al último príncipe de Athalantar mientras éste intentaba ponerse de pie con esfuerzo, y veía a Undarl rugir de rabia y azotar a la hechicera con su látigo de llamas, buscando romper el escudo. El fragor del rugiente fuego se intensificó.

Myrjala aguantó firme el furor de las llamas, y pronunció una sola palabra, sosegadamente. Los bordes de su escudo empezaron a crecer, y se alargaron hasta formar unas puntas semejantes a lanzas que se dirigieron hacia Undarl, vibrando de poder.

El hechicero rió desdeñosamente. También sus brazos crecieron, convirtiéndose en tentáculos. Las puntas de sus extremidades serpentinas se endurecieron y adoptaron la forma de unas largas y afiladas garras rojas. Las puntas de lanza del escudo lo alcanzaron y pasaron a través de él inofensivamente. Las risas de Undarl se hicieron más estridentes y su rostro empezó a alargarse de una forma horrible, formando un gran hocico. Las garras de sus manos terminaban ahora en unas pequeñas cosas bulbosas, cada una de ella con su correspondiente boca chasqueante.

—¡Mi conjuro no puede tocarlo! —exclamó Myrjala, asombrada.

El mago echó la cabeza atrás, y su risa demencial levantó ecos en el plinto de piedra que estaba tras él.

—¡Por supuesto que no! No soy un insignificante mortal de Faerun para que me afecte tu magia. Camino a voluntad por las sombras de muchos mundos. ¡Muchos se creen más poderosos que yo, pero acaban por descubrir la enormidad de su estupidez instantes antes de perecer!

Las cabezas de tentáculos de Undarl, cada vez más grandes, se lanzaron en picado alrededor del escudo y se cernieron sobre la maga, propinando mordiscos y latigazos como serpientes retorciéndose. Myrjala gritó cuando una de ellas le mordió la mano levantada, pero su grito se cortó bruscamente un instante después, cuando la cabeza del hechicero, ahora como la de un dragón, expulsó un chorro continuo de fuego que atravesó el escudo. El cuerpo de la hechicera se consumió de cintura para arriba, y se desmoronó en un revoltijo de cenizas y huesos ennegrecidos.

—¡No! —chilló Elminster al tiempo que saltaba sobre aquella especie de dragón en que se había convertido el señor de la magia. Le clavó los dedos en los ojos mientras daba patadas y sollozaba.

Undarl se lo quitó de encima con una sacudida que lanzó a Elminster al suelo, donde aterrizó con un fuerte golpe. Al ver el hocico de afilados dientes volverse hacia él para escupir desde arriba su fuego devorador, rodó por el suelo por debajo de la criatura con la rapidez de la desesperación y se incorporó de golpe, justo debajo de aquellas fauces chasqueantes.

El chorro de fuego salió disparado hacia el cielo, inútilmente, cuando el príncipe sacó de un tirón el fragmento de la Espada del León y le apuñaló repetidamente la garganta, obligando al monstruo a retroceder. Todavía la cabeza se arqueaba hacia atrás, siseando, para evitar su arma, cuando las garras mordientes de Undarl se cerraron y desgarraron la carne en la espalda y el rostro de Elminster. El príncipe rodeó con un brazo el cuello de la criatura y, dándose impulso, se encaramó a su espalda y luchó por mantenerse en equilibrio. Aquellas chasqueantes garras se echaron sobre él como un enjambre, pero el joven clavó profundamente el trozo de cuchilla de su arma en los dorados ojos del dragón.

Undarl se sacudió convulsamente, estremecido, y se libró de un tirón. Su recién crecida cola apartó a El con un seco golpe. El joven rodó por el polvo mientras el monstruo dragón chillaba y se sacudía de dolor. Elminster se incorporó con esfuerzo y luego, con sumo cuidado, lanzó una descarga, una especie de relámpago; era un conjuro muy débil que seguramente sólo serviría para chamuscar las escamas a un dragón. Pero Elminster no lo arrojó contra Undarl, sino sobre la empuñadura de la Espada del León, que seguía cimbreándose en el ojo de la bestia.

El relámpago zigzagueó y centelleó. El monstruo dragón se puso rígido, sacudió la cola y se desplomó, desmadejado, sobre el bajo muro de piedra, con el cerebro abrasado. De los ojos y la nariz le salía humo, que ascendía en perezosas volutas.

Llorando de rabia, Elminster recopiló hasta el último conjuro de combate que le quedaba. Ante sus ojos llorosos, el cuerpo escamoso de su enemigo fue cortado en pedazos y luego, congelado. Se quedó plantado junto al destrozado cadáver hasta que consiguió que sus labios temblorosos articularan las palabras de su último hechizo de combate. Unos rayos mágicos, punzantes y pequeños, se descargaron sobre los restos de Undarl, haciéndolos saltar en el aire. Elminster no se detuvo hasta que sólo quedó un revoltijo de pedazos informes de carne y sangre... Sangre por todas partes.

Todavía sollozando, se dirigió hacia donde había caído Myrjala. Donde había caído defendiéndolo... otra vez. Intentó abrazar sus huesos calcinados, pero se desmoronaron y en sus manos sólo quedó polvo, y después... nada.

—¡No! —sollozó desgarradoramente, postrado de rodillas ante el santuario de Mystra, bajo la creciente luz de la mañana—. ¡No! —Se puso de pie, abriendo y cerrando la boca como si le faltara el aire, y gritó al sol indiferente—: ¡La magia sólo trae muerte! ¡Jamás volveré a utilizarla!

El suelo tembló y retumbó al terminar de pronunciar estas palabras, y algo se deslizó entre sus pies. Elminster bajó la vista y se quedó petrificado, mirando en silencio, estupefacto. Las cenizas empezaban a brillar y a deslizarse por encima de la piedra cubierta de maleza, levantándose y configurando una persona: ¡Myrjala!

El cabello castaño dorado ondeó cuando el resplandor dio forma a su cuerpo marfileño, tendido sobre las piedras. El pelo se agitó como si lo hubiera movido una ola, y cayó hacia un lado para dejar a la vista el rostro familiar, impertinente, de su maestra, y aquellos enormes ojos negros, que se abrieron y se alzaron hacia él.

Elminster se había quedado boquiabierto por la impresión.

—Por favor, Elminster —dijo suavemente Myrjala—. No vuelvas a decir algo así, ¿quieres? Hazlo por mí, por favor.

Aturdido, el joven volvió a caer de hinojos y extendió las manos para tocar sus hombros. Eran sólidos, y suaves, como también lo eran las manos que se alzaron hacia él para hacerle bajar la cabeza y unir su boca a la de ella. Había un fuerte olor a cabello quemado en torno a los dos cuando Elminster se echó hacia atrás, alarmado, receloso de algún otro truco del señor de la magia, y miró fijamente los ojos de la hechicera.

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