Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (80 page)

Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online

Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
9.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Rompe espejos
se le quedó mirando por un instante, que le pareció a Abdul un siglo, y luego habló con voz que deseaba ser ecuánime y no acababa de lograrlo:

—No creo que ésa sea su última palabra. Si lo es, debo confesarle que me equivoqué lamentablemente. Los paisanos suyos que he conocido tenían más agallas para enfrentar el azar. Pero, está bien. Supongamos que ésa es su determinación final. Pero yo quisiera que me respondiese a esta pregunta: ¿ha pensado, así sea por un momento, que yo voy a ser tan ingenuo en creer que usted, que ha transitado todos los mares y conocido, sin duda, las innumerables maneras que existen para burlar la ley, no sabe en qué consisten mis negocios y que, sabiéndolo, va a callarlo para el resto de su vida? Por Dios, amigo Bashur, no estamos, ni usted ni yo, en edad de, como dicen los brasileros, engullir semejante sapo. ¿Desea más té? —preguntó mientras estiraba el brazo para alcanzar la tetera y servirle. Bashur hizo un gesto afirmativo a tiempo que se daba cuenta de que Tirado alargaba el pie para tocar algo en el suelo. Éste acabó de servir el té y encendió un cigarrillo cuyo humo aspiró profundamente.

Instantes después se escucharon pasos en el sendero que llevaba hasta el muelle. Dos negros atléticos salieron del naranjal y se dirigieron a la terraza. Abdul dedujo que venían del lugar donde el dueño dormía. Pertenecían, como el de la lancha, a esa raza sudanesa que pobló las costas del Pacífico Ecuatorial, y cuya ferocidad era legendaria. Cuando la pareja de sicarios estaba a pocos pasos, se escuchó a lo lejos el golpe característico de una embarcación contra el muelle de cemento. A un gesto de Tirado, los negros dieron media vuelta y corrieron hacia allá. Bashur y Tirado se quedaron un instante en silencio, tratando de entender algunas palabras que se escucharon en dirección del desembarcadero. Tirado se puso de pronto en pie y partió corriendo hacia donde se oyeron las voces. Abdul fue tras él, pensando que se trataba de alguna acechanza que le tenían preparada en el sitio donde estaban desayunando. Llegó al muelle tras
El Rompe espejos
quien, con las manos en alto, al igual que los guardaespaldas, miraba a Vincas y a dos colosos polacos contratados en Gdynia, que apuntaban desde la lancha con sus rifles. Vincas apoyaba su pistola en la cabeza del guardián del
Thorn
que miraba con ojos desorbitados y llorosos a su patrón. El lituano hizo a Bashur señal de que saltara a la lancha. Bashur no obedeció de inmediato. Volviendo hacia Tirado, le dijo en voz baja:

—Ustedes dicen que los caminos de Dios son insondables. Nosotros pensamos que los de Allāh lo son más aún. Gracias por su hospitalidad y hasta nunca. Aunque no lo crea, nada quiero saber de sus asuntos que para nada me interesan.

Saltó a la lancha. Ésta dio la vuelta a todo motor y se dirigió caño abajo entre la tupida vegetación de las orillas que, al unirse por encima, apenas dejaba espacio para una embarcación. Los polacos seguían apuntando hacia el muelle, con esa impasibilidad eslava de la que todo puede temerse y casi nada se adivina. Al pasar frente a la lujosa lancha de Tirado le dispararon dos ráfagas en la línea de flotación que la hundieron en pocos segundos. Se escuchó poco después el ruido de un cuerpo al caer al agua. Era el vigilante del
Thorn
. Uno de los marinos, tras de soltarle las manos, lo había arrojado al caño de un puntapié. La lancha, conducida por Vincas, llegó al Mira y, conservando su velocidad, se encaminó hacia la desembocadura en un zig-zag vertiginoso destinado a evitar cualquier disparo que viniera de la orilla. Bashur le preguntó al capitán cómo había logrado llegar en forma tan oportuna. Vincas le repuso que ya se lo explicaría en el barco. Era preciso llegar a la mayor brevedad porque aún podían tener una sorpresa.

Siguieron río abajo, a toda la velocidad que permitía el motor fuera de borda instalado en la barca de remos del
Princess Boukhara
. Salieron al estuario y, al pasar junto al
Thorn
, Abdul se le quedó mirando. «Otro barco que se me va —pensó—. Extraña maldición la que me persigue. También puede ser que el destino insista en evitarme algo fatal que se esconde en estos saurios de otros tiempos». Vincas miraba el viejo barco con los ojos desorbitados de pánico. Abdul no entendió esa expresión que se advertía también en la pareja de polacos que observaban al venerable despojo inmóvil, reflejado en las aguas del estuario. Cuando llegaron al
Princess Boukhara
, que tenía los motores encendidos y estaba listo para partir, izaron deprisa la barca con todo y ocupantes. Cuando ésta se niveló con la cubierta y la gente saltó al piso, el barco había comenzado a desplazarse en dirección al mar. Bashur estaba intrigado por la premura con la que estaban actuando. Vincas lo tomó del brazo y lo llevó rápidamente a proa. Allí permanecieron observando el
Thorn
. Abdul, sin entender lo que sucedía, se quedó absorto mirando uno más de los tantos barcos que habían poblado sus insomnios. De repente una explosión atronadora conmovió la bahía y una llamarada infernal, coronada por un humo negro que subía hacia el cielo, se levantó del
Thorn
que comenzó a inclinarse suavemente a babor. Cuando el casco se volteó del todo, mostró sus lomos invadidos de algas y fucos de mar. Había una impudicia lastimosa en ese vertiginoso agonizar de la augusta pieza de museo. Lo vieron desaparecer en un remolino de aguas sucias de óxido y aceite y algunos trozos de madera carbonizada que giraban tristemente en atropellado vértigo. Fue todo lo que quedó del
Thorn
. La mancha se fue extendiendo como un último signo de infortunio y descomposición.

Vincas se llevó a Bashur hacia el puente de mando. Éste no salía de su pasmo y estaba como atontado. El capitán ordenó al timonel que saliera de la cabina y él tomó los mandos, después de cerrar la puerta con seguro. El relato de Vincas no duró mucho tiempo. Las cosas habían ocurrido en una veloz secuencia de pesadilla, pero dentro de una lógica muy simple. Cuando Abdul partió con
El Rompe espejos
, Vincas se quedó intranquilo, acosado por presentimientos nacidos, en buena parte, por la desapacible impresión que le causó el personaje. Ya sabían que el vigilante tenía comunicación por radio con la residencia de Tirado. Avanzada la noche, Vincas resolvió visitar el
Thorn
. Lo acompañaron los dos colosos de Gdynia, armados de fusiles automáticos de gran poder. Él llevaba una Walter 45. Subieron al barco sin mayores explicaciones y el negro no se atrevió a oponer resistencia. El infeliz tenía en el rostro tales signos de consternación, que apenas lograba pronunciar algunas palabras deshilvanadas. Temblaba como una hoja y les pedía que abandonaran el barco de inmediato. Más le aterraba el castigo del
Rompe espejos
que las armas de los visitantes. Vincas ordenó que lo encerraran con llave en un camarote sin muebles, contiguo al cuarto de la radio, y dejó a uno de los marinos vigilando la puerta. Fue luego a examinar el transmisor y, cuando se colocó los auriculares, coincidió con una conversación del
Rompe espejos
con un lugar al que aludía como puesto dos. Era notorio que evitaban mencionar nombres propios. La comunicación duró poco más de quince minutos y siguió de inmediato otra con el llamado puesto tres. Una frase repetida por Tirado en ambas conversaciones puso a Vincas al corriente del peligro mortal que corría Abdul: «Al dueño del barco lo tengo aquí. Da igual si entra o no por el aro. De todos modos es necesario liquidarlo, ahora o más tarde, después de que nos haya servido para lo que necesitamos. Ha visto demasiado y, además, no es ninguna mansa paloma». Vincas se dispuso a actuar sin demora. Lo que había escuchado le permitió saber que Tirado tenía varias toneladas de hoja de coca listas para enviar a un puerto de la costa colombiana en el Pacífico, muy cerca de la frontera con Panamá. Allí, el cargamento sería trasladado tierra adentro por cuenta de los que él mencionaba, como «la fábrica». Si Abdul aceptaba el trato, lo liquidarían después de que entregase la hoja de coca. Si no aceptaba, sería ejecutado esa misma mañana y su barco tomado por asalto. El
Thorn
debía ser volado al día siguiente. Existían sospechas de que la policía tenía ya ubicada la señal de la radio. Las cargas estaban colocadas y Tirado daría la señal para activar los explosivos a control remoto desde la orilla. Los tales «puestos» eran plantíos de coca de propiedad, por partes iguales, del
Rompe espejos
y de los dueños de «la fábrica». Tirado tenía participación en la venta final de la droga. Vincas ordenó bajar al negro con ellos para que le indicase el camino a la casa donde tenían a Bashur. Partirían de inmediato y esperarían a la madrugada para tratar de rescatarlo. El vigilante seguía temblando y le escurrían por las mejillas gruesos lagrimones que le empapaban la camisa. «Me va a matar —repetía entre sollozos—. Ese hombre me va a matar. Ustedes no lo conocen. ¡Dios mío, de ésta no me salvo!». No conseguía escuchar a Vincas cuando le decía que, antes de llegar al sitio, lo dejarían escapar. Se internaron por los manglares. Más tarde entraron al caño guiados por el negro. Allí apagaron el motor y siguieron a remo hasta divisar la casa de Tirado. En espera del alba se escondieron en la vegetación de la orilla. Cuando oyeron voces que venían del fondo del naranjal, se dirigieron hacia el desembarcadero. La barca chocó con el borde de cemento y una pareja de negros corrió hacia ellos. Los fusiles de los polacos que les apuntaban los detuvieron en seco. Después llegaron Tirado y, tras él, Bashur. El resto, Abdul ya lo sabía. El negro no había querido saltar a la orilla en la zona de los manglares. «Escapar adónde, ¡Virgen Santa! —se quejaba—. Pero ustedesno saben quién es
El Rompe espejos
. No duro vivo ni un día». Por eso tuvieron que arrojarlo, después de rescatar a Bashur. Si lamentaba la pérdida del
Thorn
, era bueno que supiera que el barco carecía de motores y estaba totalmente desmantelado. Lo tenían allí únicamente para comunicarse entre las diferentes bases de la instalación montada por Tirado y sus socios. El comando costero había ubicado la señal y su voladura era inevitable. El vigilante debía perecer con el barco, no valía la pena rescatarlo.

Cuando Vincas terminó su historia, Abdul ordenó poner rumbo a Panamá. En pocas palabras expresó al capitán su gratitud y encomió la rapidez con la que supo actuar. Sencillamente, le había salvado la vida. Vincas transmitió a los marinos de Gdynia estas palabras. Ellos sonrieron satisfechos y expresaron su contento en un dialecto que sólo Vincas lograba entender a medias. Desde luego, los dejó a oscuras sobre en qué consistían las actividades del
Rompe espejos
. En las interminables borracheras con las que celebraban su arribo a los puertos, podía írseles la lengua a pesar de su fidelidad a toda prueba.

Anclaron en Panamá para esperar turno en el Canal y esa tarde llegó una lancha de la policía con dos inspectores y cuatro agentes armados de metralletas. Subieron al barco y pidieron hablar con Bashur. Éste los recibió y contestó sereno a las preguntas que le hicieron. Todas estaban relacionadas con la voladura de un barco en el estuario del río Mira. Las respuestas de Bashur se concretaron a su interés en la adquisición del barco y a la imposibilidad que se le presentó de hablar con el supuesto dueño. El vigilante del barco no quiso ponerlos en contacto con él. Esperaron hasta el día siguiente y, cuando estaban partiendo, el
Thorn
explotó envuelto en llamas. Era todo lo que podía decirles. El interrogatorio de los inspectores no fue más allá. Parecían mostrar muy poco —empeño en saber más de lo que Abdul les informaba, Se trataba de una operación rutinaria para salvar las apariencias. En esto se advertía hasta dónde alcanzaban los tentáculos de
El Rompe espejos
.

El
Princess Boukhara
cruzó el Canal y viajó hasta Fort de France en Martinica, en donde recibiría carga para El Havre. Cuando llegaron a este puerto, los esperaba Maqroll, quien subió al barco en compañía de un singular personaje a quien presentó como su gran amigo el pintor Alejandro Obregón, compañero de andanzas por el sureste asiático y la costa canadiense del Pacífico, sobre las cuales, por cierto, algo se ha escrito en su momento. Mientras daban cuenta de tres botellas del espléndido ron de las islas Trois Riviéres, compradas por Bashur en Martinica para agasajar a sus huéspedes, escucharon el relato de éste y su providencial rescate gracias a una conversación escuchada por radio y la diligencia de Vincas Blekaitis. Terminado el relato, Maqroll se concretó a comentar:

—Mis premoniciones sobre las virtudes del
Rompe espejos
se cumplieron generosamente. No pensé que el personaje fuera tan colorido. Tampoco su foto al lado de Lena permitía vaticinar mucho más. Me hubiera gustado encontrarme con él. Esos señoritos descarriados representan una de las más acabadas personificaciones del mal. Del mal absoluto que carcomía las entrañas de Gilles de Rais y de Erzsébet Báthory.

Obregón, moviendo la cabeza, objetó:

—No crea. Esos tipos no dan para tanto. Conozco a unos pocos que se ajustan al modelo del
Rompe espejos
y no dan el ancho. Les faltada grandeza de los ejemplos históricos que usted acaba de citar. Siempre esconden, allá, en el último rincón del alma, a un pobre diablo. Yo creo que el mal puro es un concepto abstracto, una creación mental que jamás se da en la vida real.

El resto de la última botella de Trois Riviéres se consumió mientras ellos, a su vez, daban cuenta a Bashur y a Vincas de sus correrías por Malasia, nada ejemplarizantes por cierto.

IV

H
A llegado el momento de relatar el suceso que cambió por completo el curso de la vida de Abdul Bashur, suceso sobre el cual muy poco sabemos por él mismo. En su correspondencia con Fátima, cita el hecho de paso sin agregar comentario alguno. Todos los detalles a este respecto los conocí por Maqroll el Gaviero, ya en forma verbal directa, ya por carta. Si bien es cierto que por esta última vía también fue bastante escueto, como si quisiera respetar un tácito deseo de su amigo. Se trata de la trágica muerte de Ilona Grabowska en Panamá, en circunstancias que jamás lograron aclararse del todo. Después de ocurrido el desastre, Maqroll acompañó a Bashur hasta Vancouver. Pocos meses después encontré al Gaviero, quien me contó la tragedia de la cual había sido no sólo testigo, sino, en cierta forma, protagonista. Todos estos detalles, junto con otros hechos que los antecedieron, fueron relatados por boca del Gaviero en un libro que anda por el mundo, dedicado, en su mayor parte, a Ilona, la amiga triestina de los dos camaradas. Me limitaré entonces, en esta ocasión, a resumir brevemente lo sucedido en Panamá. Ilona y Maqroll habían establecido allí un próspero negocio, consistente en una casa de citas adonde concurrían mujeres que se decían aeromozas de conocidas líneas aéreas que tocaban en Panamá. Bashur pasaba en esa época por una mala racha. A pesar de ello, se había ingeniado entonces la manera de enviar algunas libras esterlinas a Maqroll, quien se encontraba al cabo de la cuerda en Panamá, antes de su encuentro con Ilona y la genial idea del burdel de falsas aeromozas. Las ganancias del original y productivo negocio fueron enviadas en buena parte a Bashur. Con las pingües contribuciones de sus dos amigos, éste compró un barco cisterna acondicionado para el transporte de productos químicos. Lo había bautizado
Fairy of Trieste
, en honor de Ilona. Por cierto que a la homenajeada no le hizo mayor gracia el detalle que encontró demasiado dentro del ampuloso gusto oriental. Maqroll y su socia se cansaron de la vida en Villa Rosa, que era el nombre de la casa de citas, y de manejar a las pupilas que la frecuentaban y a su clientela abigarrada y siempre conflictiva. Tomaron la determinación de salir de Panamá. Irían al encuentro de Bashur, quien iba rumbo a Vancouver y había anunciado su próximo paso por el Canal. No le dirían nada, para darle la sorpresa. En los últimos días, antes de partir, una de las asiduas asistentes a Villa Rosa comenzó a mostrar un extraño apego hacia Ilona, interés que nada tenía de erótico, al menos superficialmente. Se llamaba Larissa y era natural del Chaco. La mujer vivía en un barco abandonado en un malecón de la Avenida Balboa. Allí citó a Ilona una tarde, con el propósito de implorarle que no se fuera. Nadie ha podido saber lo que sucedió, pero lo cierto es que el barco saltó en pedazos a causa de una explosión ocasionada por un escape de gas butano que alimentaba la pequeña estufa de Larissa. Las dos mujeres quedaron semicarbonizadas y Maqroll partió para Cristóbal a encontrarse con Bashur, quien llegó en el
Fairy of Trieste
al día siguiente de la explosión. Hasta aquí lo ya narrado en ocasión anterior.

Other books

Killer in the Hills by Stephen Carpenter
The Amateurs by John Niven
A Kind of Grief by A. D. Scott
A Lonely Death by Charles Todd
The Hemingway Thief by Shaun Harris
Vegan Diner by Julie Hasson
Sex and the Psychic Witch by Annette Blair