Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Jon estaba sorprendido por la forma como Warda hablaba de sí misma con una inteligencia y una objetividad no sólo poco femeninas —al menos así se lo parecían a él—, sino por completo inesperadas a su edad y dentro de la limitada experiencia que debía tener de la vida. Había algo en ella que comenzaba a fascinar al vasco en forma muy particular. Era esa mezcla de serenidad, de certeza natural, esa sosegada manera de verse y de mirar su futuro, todo ello teñido con algo que, sin alcanzar a llamarse ternura, obraba sobre su interlocutor con un efecto balsámico. No había allí aristas, ni sorpresivos atajos, ni ocultos mecanismos a punto de dispararse. Todo ello expresado a través de esas facciones de una perfección intemporal y de un cuerpo no menos armonioso y firme. Iturri pensaba que durante ese diálogo y otros que habían sostenido en los días anteriores, debió ella divertirse con la cara de atónita admiración, de incredulidad deslumbrada que él debía poner a cada instante y que, al recordarla, lo hacía sonrojarse. Estas condiciones de hermosura y balance de Warda ejercieron en él, desde el principio, una influencia cuya profundidad y ramificaciones se fueron haciendo cada vez más evidentes y decisivas. Aunque podía sonar enfático y exagerado, el mundo había cambiado para Jon. Si el mundo albergaba a alguien así, entonces no era lo que hasta entonces había creído. Iba a cumplir cincuenta años dentro de pocos días y, de repente, todo lo que lo rodeaba tenía un aspecto por completo nuevo y desconcertante. Era muy difícil de explicar. El adjudicarle el término de amor a un fenómeno tan total era caer en una simpleza, en una inaudita superficialidad. Con esa palabra se jugaba casi siempre con cartas marcadas. Aquí algo había despertado que, por ahora, no era posible encerrar en palabras.
Abandonaron el restaurante y él, sin ofrecerlo ni imponerlo, la acompañó hasta el hotel. Al despedirse, ella le dijo con una sonrisa acogedora y levemente irónica: «Bueno, mi capitán, ya tendré noticias suyas. Recuerde que en sus manos descansa mi futuro». Él se quedó un momento absorto frente a la puerta giratoria por la que había desaparecido Warda. Regresó al barco y, sin desvestirse, se tiró en la litera a tratar de reconstruir cada rasgo de este rostro, cada tono de esa voz que lo sumíanen un hipnotismo de filtros que iban a perderse en el pasado de su raza de magos y santones, de guerreros y navegantes sin estrella.
Las noches en la ciénaga, bajo el cielo constelado, de una fosforescencia tibia y palpitante, eran propicias a la larga confidencia de Jon Iturri. Tal como aquí la resumo u ordeno, no permite, desafortunadamente, dar los acentos de retenida emoción que iban creciendo en el relato. La manera como el capitán de navío insistía sobre la belleza de Warda Bashur tenía algo de reiterativo, algo de salmodia o cantinela. Era conmovedor escucharlo luchar con las palabras, siempre tan pobres y tan lejos de un fenómeno como es la belleza en un ser humano cuando ésta alcanza la condición de lo esencialmente inefable. Había, por ejemplo, un afán de describir la forma como, en cada ocasión, aparecía vestida la muchacha. Tal vez Jon pensaba llegar así desde otro ángulo, cuando sentía que la pura descripción del rostro y el cuerpo dejaba flotando, apenas, una imagen inasible y harto confusa. Por otras razones, esta vez atribuibles al natural pudor y reserva de su raza, también tropezaba continuamente en la descripción de las relaciones con Warda y la forma como fueron entrando al
hortus clausus
de una intimidad para él imposible de precisar por los motivos expuestos y por su propio carácter de hombre de mar, poco ducho en moverse entre las representaciones y artimañas propias de estas historias de la gente de tierra. Trataré de seguir una línea más recta y escueta que la seguida por Jon en las noches de la ciénaga, donde me relató su conmovedora experiencia.
Después de recoger en Hamburgo una carga de café y de repuestos de maquinaria pesada con destino a Gdynia y a Riga, regresó a Kiel, donde volvió a tomar carga para Marsella. Este itinerario se lo comunicó a la copropietaria del
Alción
en la forma convenida. Con el
Tramp Steamer
le sucedía un fenómeno muy curioso: se iba acostumbrando al ingrato aspecto del barco que era, como Bashur se lo advirtió en Amberes, bastante engañoso. La maquinaria, si bien databa de los primeros años de este siglo, había sido mantenida con tal esmero y con tan concienzuda prolijidad que funcionaba mucho mejor de lo que sus arritmias y quejosas intermitencias hacían suponer. La falta de pintura, el óxido que ganaba terreno poco a poco hasta los más escondidos rincones del buque y su desafortunada silueta, eran defectos en parte reparables y él se proponía corregirlos en la primera ocasión propicia. Las grúas aún operaban sin mayores tropiezos. Sus lentitudes y vacilaciones hacían rabiar a los descargadores de los muelles, pero nunca llegaban a fallar por completo. Jon terminó sintiendo por su barco una solidaria simpatía y escuchaba de muy mala gana las observaciones, humorísticas unas y otras francamente destempladas, que le hacían sus colegas o la gente de los muelles. Cada vez que esto sucedía, no dejaba de pensar, muy para sus adentros: «Si conocieran a la dueña, qué cara pondrían y cómo verían, de seguro, al
Alción
en forma bien distinta».
Cuando llegó a Marsella lo esperaba un corto recado de Warda anunciándole su llegada al día siguiente. No daba señales de hotel, ni tampoco qué medio de transporte había escogido. Al mediodía siguiente, en plena labor de descargue, con un sol de Junio que ardía en un cielo sin nubes, Jon la vio aparecer al pie de la escalerilla. Había llegado en un taxi que partió en seguida. Lo saludó con un movimiento de la mano, inesperadamente familiar, y comenzó a subir rápidamente los bamboleantes escalones. El estaba en camisa, sin su gorra de marino que rara vez se quitaba, y con parte de la atención puesta en una grúa que se trababa a cada instante. Ella estaba espléndida y de nuevo le sorprendió cómo a cada cambio de atuendo volvía su belleza a lucir como una aparición jamás vista antes. «Hubiera pulverizado esa maldita grúa —me comentó— por distraerme la atención que quería dar por entero a mi bella visitante. Es en tales ocasiones cuando las máquinas se comportan con los caprichos torpes e irritantes de los hombres. El contramaestre vino en mi auxilio y le dejé la responsabilidad de seguir vigilando la operación». Warda propuso que fueran a un restaurante de la
Cannebière
cuyos propietarios, paisanos suyos, conocían a sus hermanos: «Dos cosas le puedo garantizar allí: un vino honesto y una
bouillabaise
como se la servían al mariscal Masséna cuando pasaba por aquí. Al menos eso dicen los dueños. Ellos piensan que Masséna es un mariscal de la Gran Guerra. No los vaya a sacar del error porque sería fatal para la
bouillabaise
». Esperó en cubierta mientras Jon se daba una ducha rápida y se cambiaba de ropa. El sitio resultó realmente excepcional. El vino blanco bajaba con una frescura inteligente, dejando a los aromas del plato en plena libertad de expandirse en el paladar, apenas protegidos por el aura frutal y terrosa del
Clairette de Die
del año anterior. Jon pasó revista somera a sus actividades e informó a Warda del resultado financiero de las operaciones que, sin ser brillante, se ajustaba más o menos a los cálculos que había hecho Warda para independizarse. El tono de la conversación tenía un calor y una espontaneidad que antes no habían existido. Ahora, era como si cada uno hubiera trabajado en la memoria la imagen del otro y esto había establecido un territorio común, no mencionado pero siempre presente en este segundo encuentro. Jon le preguntó cómo iba su experiencia europea y cuáles eran las conclusiones a las que había llegado en esos meses. «Se lo pregunto —le aclaró— porque la sentí muy ilusionada con la experiencia y me abstuve de hacerle comentarios que hubieran podido interferir en forma negativa. Usted es demasiado inteligente para pasar por alto ciertos obstáculos que el contacto con el occidente europeo ofrece a quienes no tienen aún embotadas la sensibilidad y no ven con ojos de turista. Claro que, para ustedes, Europa acaba siendo un continente más o menos reciente, una especie de América un poco más asentada. ¿O, tal vez, me equivoco?». «Sí —contestó ella sonriente—, se equivoca por completo. No sé por qué me adjudica una cuota de inteligencia mayor que la normal. Pero, en fin, nosotros llegamos a Europa con ojos muy ingenuos. Nuestra vejez se volvió hace muchos años una especie de cansancio, de uso y desgaste a través de costumbres e ideas que ni siquiera nos sirven ya para vivir en nuestra propia tierra. Pero si quiere que le cuente lo que voy sintiendo en Europa, le diría que es una lenta pero creciente decepción. Siento que estoy hecha para otros ámbitos, otros climas. ¿Cuáles? No sé, no lo puedo explicar todavía. Pero no es, desde luego, nostalgia inmediata de mi país y de mi cultura. Es como si todo esto que ahora trato de ver y de absorber en Europa ya me fuera conocido y ya me hubiera aburrido antes. Tal vez a usted, que lleva vida de marino, sin asidero en ninguna parte, le parezca obvio que así sea. No sé. Me gustaría que me lo dijera». Una mirada húmeda, densa, se fijó en Iturri en espera de sus palabras. «Yo sabía muy bien qué era lo que debía responder —me comentaba el vasco—, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estábamos hablando ya no sólo como viejos conocidos, sino como cómplices de un sentimiento naciente no explícito aún, pero evidente en el sesgo que iba tomando nuestro diálogo. El vino blanco contribuía no poco a relajar nuestras mutuas defensas y temores. Ya estábamos en otra cosa, en otro orden de relación. Al evocar nuestro primer encuentro nos recordábamos a nosotros mismos como extraños. No lo dijimos. Las palabras no eran necesarias en este caso. Al menos las que pudieran aludir directa y brutalmente a esa mudanza. Nosotros la percibíamos y eso era lo importante. En esas circunstancias, seguir encadenando ideas más o menos generales y sabidas sobre la "experiencia europea' de Warda era bastante inútil y, además, no era eso lo que ella quería oír. Le dije que yo creía que lo importante era conservar esa disponibilidad, esa apertura de espíritu suyas. Las respuestas, las experiencias y las mutaciones vendrían irremediablemente. El
Alción
prometía seguir produciendo para continuar esa "educación sentimental", término que le hizo fruncir un instante las cejas negras que permanecían casi siempre en una tranquila inmovilidad. Le expliqué que el término abarcaba una zona mucho más vasta que el simple territorio amoroso. De repente me hizo una confidencia que significó la entrada definitiva a una historia en común. "Sé a lo que se refiere —me dijo—. En lo que respecta a lo que usted llama 'el territorio amoroso', ya lo tengo recorrido y aún más de lo que pueda suponer por mi edad. No crea mucho en eso de la vigilancia musulmana. He tenido varios hombres en mi vida.
No regrets
. Pero tampoco ningún recuerdo que valga la pena conservar. Dicho esto, sigamos con mi `educación sentimental'. Cuento con su ayuda'. Le dije que ya la tenía desde antes. "Pero no sé —añadí— lo que un cincuentón como yo pueda aportar de válido, de positivo". "Ya lo aportó y ya está contabilizado", me respondió con una mirada, la primera de franca y gozosa coquetería, que me dejó como esos gatos que caen del tejado y, por un momento, no saben bien lo que ha sucedido ni dónde están. Era ya pasada la medianoche cuando abandonamos la taberna libanesa. Ella detuvo de repente un taxi y despidiéndose de mí con cierta precipitación, me dijo: "Voy al hotel a recobrar un poco de sueño. No dormí un instante en el viaje. Supongo que el muelle está a pocos pasos, ¿verdad?". No, el muelle estaba mucho más lejos que su hotel, pero no quise aclarárselo. Era evidente que no quería seguir nuestra charla, se defendía de algo, de un impulso suyo, tal vez de la prolongación de nuestro diálogo en ese tono de intimidad. Ya en el taxi, bajó el vidrio de la ventanilla para preguntarme adónde planeaba viajar después de Marsella. "Voy a Dakar a recoger una carga para las Azores y de allí, también con carga, voy a Lisboa." "Nos veremos en Lisboa', me dijo con los ojos muy abiertos como ponderando algún secreto encanto de la ciudad».
Iturri le hizo una señal de aceptación con la cabeza y esperó otro taxi que lo llevó hasta los muelles. Cuando pagaba al conductor y mientras contaba el dinero de la propina, se dio cuenta de que estaba definitiva y profundamente enamorado. «Como un colegial —comentó—, como un pobre colegial indefenso, desconcertado y temeroso. Hacía muchos años que no me sentía así». No durmió en toda la noche y, al día siguiente, con un dolor de cabeza feroz, puso rumbo a Dakar en medio de uno de esos aguaceros de verano que convierten el Mediterráneo en un baño de vapor. Pensó que había llegado el momento de pintar el
Alción
. La frivolidad de la idea lo hizo ruborizarse. No habría cuándo hacerlo. Todo el año lo tenía comprometido con encargos de viejos conocidos que confiaban en su seriedad y deseaban ayudarle. En Dakar se demoró la operación de carga mucho más de lo previsto. Cuando llegó a las Azores ya estaba entrando el otoño. Recordó que Warda le había comentado que tenía el proyecto de visitar los grandes santuarios de la ortodoxia rusa —Zagorsk, Novgorod, etcétera— al finalizar el otoño. La idea de no verla ya en Lisboa comenzó a torturarlo. Era, otra vez, una sensación que hacía mucho tiempo no sentía. La espera de una dicha que sentimos como inaplazable y que al paso de los días se nos va haciendo menos cierta. Un pequeño infierno que le quitaba el sueño y le impedía trabajar con la mente despejada. En la boca del estómago, un peso muerto, una opresión, le quitaban el apetito. El trayecto de las Azores hasta la capital portuguesa se le convirtió en una verdadera tortura. A veces llegó a pensar que tenía fiebre. Se hacía la vana reflexión de que, a los cincuenta años, cuando pensaba que desde mucho tiempo atrás había cancelado esta clase de experiencias, era un tanto preocupante el caer de lleno en un callejón sin salida en donde sólo conseguiría cosechar, si se arriesgaba a seguir adelante, la ducha helada de un bien merecido rechazo. Al entrar a la desembocadura del Tajo, el corazón le palpitaba como a cualquier adolescente en la banca de un parque público.
No encontró mensaje alguno. Fue a visitar unos clientes con los que tenía que convenir un transporte de aceite de oliva y vinos generosos para Helsinki. El otoño se iba por momentos y Lisboa mostraba su rostro de opacidad y tristeza, tan acorde con los fados que los turistas fingen disfrutar en las tabernas. Regresó al barco con un agobio que le trabajaba por dentro como el comienzo de una enfermedad de los trópicos. Había perdido todo interés en el
Alción
y cuando lo vio, a lo lejos, surto en medio de la bahía, esperando turno para entrar en los muelles, la desgarbada figura del
Tramp Steamer
le despertó una irritación mezclada de fastidio. Cuando iba a bajar a la lancha que lo llevaba de regreso, escuchó una voz de mujer que lo llamaba a lo lejos: « ¡Jon! ¡Jon!, espéreme». Warda venía corriendo por la calle que bajaba al puerto. Traía un pantalón crema y una blusa roja. Con un suéter beige claro le hacía señas para que la viera. Se quedó parado en el muelle mientras, allá adentro, en pleno pecho, se le desencadenaba una dicha incontrolable. Cuando Warda llegó a su lado le dio un beso en la mejilla que él apenas alcanzó a devolver con leve roce en la piel ligeramente húmeda de ese rostro que hacía mucho venía obsesionándolo. Sin decir palabra, la muchacha pasó su brazo por el del capitán y fue llevando a éste hacia el centro de la ciudad. Cruzaron la Avenida Cuatro de julio y tomaron por la Rua do Alecrim. Ella le comentó que seguramente habría algún bar abierto en las callejuelas del Barrio Alto. «Pensé que ya no venía. La imaginé camino a los santos lugares de la ortodoxia eslava». «Por ahora hay otra ortodoxia con la que es preciso ponerse en orden», contestó ella mirándolo con toda intención y divertida con la cara que Jon debía estar poniendo. Iturri tenía esa intrínseca incapacidad de los vascos para disimular sus sentimientos. «Encontramos un bar y allí nos sentamos a descubrir lenta pero implacablemente nuestros sentimientos. Le confesé que si no hubiera aparecido estaba resuelto a partir para Australia y dedicarme allí al cabotaje», me explicaba Jon mientras su voz, tantos años después, aún asomaba una desesperación inusitada, por entero ajena a su carácter reservado y recio. De lo que hablaron recordaba bien poco. Warda, sin perder esa serenidad y balance que daban tanto encanto a su juventud, le confesó que la pretendida educación europea se había ido al cuerno y que, por ahora, sólo le interesaba estar a su lado. Algo había en él que la llenaba de una plenitud hasta entonces desconocida para ella. Eso era todo lo que quería. No creía que el futuro les deparara la menor oportunidad de construir algo juntos. Eso tampoco le importaba. Por lo pronto necesitaba vivir esa experiencia. Instalarse en un presente que precisaba como el aire para respirar. Jon balbuceó algunas reservas sobre la diferencia de edad, de nación y de costumbres. Warda se alzó de hombros y le contestó, con certeza de vidente, que ni él creía en lo que estaba diciendo ni nada de eso contaba para nada. Eran las seis de la tarde y habían consumido varias botellas de Vinho Verde acompañando unos platos de pescado frito de calidad y sabor perfectamente olvidables. Cuando llegaron al hotel, en la Avenida da Libertade, trataban de fingir un paso firme y natural. Jon se registró como esposo de Warda y subieron al cuarto en un abrazo que hizo volver varias veces la cara al ascensorista para ver si aún respiraban. En el trayecto de la puerta hasta la cama dejaron toda la ropa.