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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (72 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Así que éste es el famoso Abdul Bashur, pensé, camarada inseparable de Maqroll el Gaviero en sus más audaces correrías, el hombre con quien compartía el amor de Ilona, historia de la que me enteré una vez en Marsella por boca del mismo Gaviero, que andaba en un improbable negocio de alfombras antiguas. Lo primero que se me ocurrió preguntarle, ya sentado frente a mí en el pringoso patio del Hotel Pasajeros, era qué lo había traído hasta ese infecto hueco del Pacífico, donde creía que nada se le hubiese perdido.

—Vine para conocerlo personalmente y hablarle de un asunto que me interesa mucho —me contestó conservando una sonrisa afable como si tratase de aplacar cualquier prevención de mi parte.

Pasó a explicarme, luego, que venía de Nueva Orleans donde lo citó el director de la flota marítima de nuestra compañía. Resultó que ese funcionario estaba invitado a la inauguración del muelle petrolero de Urandá. Comentó a Bashur que me conocía muy bien porque habíamos viajado varias veces juntos por las islas del Caribe. Le instó a venir con él y Abdul tuvo —fueron sus palabras— dos razones para aceptar: conocerme —el Gaviero le contó que yo seguía sus pasos desde hacía mucho tiempo, porque me proponía relatar su agitada existencia— y explorar las posibilidades de que nuestra empresa tomase en arriendo dos buques cisterna de propiedad de su familia que ahora operaban en el área del Caribe. Pensó que yo podía ser la persona para orientarlo en ese sentido y presentarle a mi gerente. De éste dependía la decisión, como se lo confirmó el director de la flota, su amigo. Había llegado con él esa mañana en el buque tanque que iba a descargar el primer combustible en el terminal de oleoducto. Venía a buscarme, para conocerme en persona y conversar un poco conmigo, antes de comenzar a tratar de negocios.

Tenían sus palabras y, sobre todo, su acento, una familiaridad de viejo amigo, entreverada con un inconfundible matiz comercial, muy característico de su gente. Desde luego, le ofrecí que lo pondría en contacto con mi gerente y me adelanté a advertirle que era persona muy celosa de sus atribuciones y responsabilidades, y la injerencia de funcionarios de la empresa en áreas ajenas le causaba siempre cierto recelo. Le prometí que hablaría con él para preparar el terreno y limar cualquier desconfianza. En cuanto a Alastair Gordon, el director de la flota en las Antillas, éramos viejos amigos y, en efecto, habíamos consumido incontables litros de
scotch
viajando entre Aruba, Curazao y el continente. Era un escocés amable, de carácter a menudo excéntrico y explosivo, pero buen amigo y con sus bordes de sentimental reprimido.

Luego, nos lanzamos, Abdul y yo, a hacer reminiscencia de nuestra amistad con el Gaviero y allí hubiéramos pasado el resto de la noche de no haber aparecido, horas más tarde, el mismo Alastair Gordon en persona, con su eterna pipa de cerezo, su pedregoso acento escocés, donde las erres rodaban como cantos en una pendiente llena de obstáculos y su sed inagotable. Con él convinimos el enfoque que debía darse a la oferta de Bashur, y Gordon estuvo de acuerdo en que se anduviera con suma precaución. Cuando Abdul, cerca ya de la medianoche, propuso que pasáramos al comedor, agotada, entre Gordon y yo, la segunda botella de whisky, tuve que explicarle que era aconsejable evitar esa experiencia, por ahora. Iríamos a la colina, a casa de una
madame
, nacida en Toulon y buena amiga mía. Ella nos prepararía una macedonia de mariscos de su invención, poco ortodoxa, es cierto, pero digna de confianza. Tendríamos, eso sí, le expliqué, que tener cierta comprensión con el mediocre vino blanco chileno que nos ofrecería, porque era el único potable en Urandá. Estuvieron de acuerdo y partimos hacia la colina en un jeep de la compañía, que debió participar en la invasión de Sicilia por Clark, tan desvencijado estaba. Suzette accedió a prepararnos su plato favorito. Una vez liquidado éste, junto con el vino que toleramos con paciencia, convencí a mis amigos de que nos quedáramos a dormir allí. Ellos no sabían lo que podría esperarnos en el hotel. Las pupilas de la casa circulaban a nuestro alrededor y nos lanzaban miradas invitadoras, despertando en el rostro de Abdul una expresión de pánico conmovedora. Yo ya le había prevenido sobre las sorpresas que podrían reservarle las secuelas del pian. Suzette puso en orden al personal y yo le expliqué a Bashur que no estábamos obligados a irnos a dormir acompañados.

—He frecuentado y vivido —comentó Abdul— en los peores antros de Tánger, Marsella, Trípoli, Alejandría y Estambul. Pero jamás pensé en que algo parecido a esto pudiera existir.

En vista de la reacción de Bashur, Alastair propuso que fuéramos a dormir al barco. Accedí a su invitación. Pagamos largamente a la dueña del establecimiento, dejamos para las muchachas algunos dólares y partimos hacia el muelle. En el rostro de Abdul se reflejó un alivio evidente.

Durante los días que siguieron, mi relación con Abdul se fue haciendo más cercana y las aficiones y experiencias comunes, más evidentes. Él no acababa de creer que la suerte me hubiera deparado en forma tan milagrosa al
maître
luxemburgués y seguía paso a paso las peripecias de la inverosímil hazaña gastronómica de León. Por ese lado, todo iba cumpliéndose sin tropiezos, tal como lo habíamos planeado. Lo que continuaba ofreciendo obstáculos, al parecer invencibles, era el problema de la
météo
, como lo llamaba Abdul, siempre con un dejo de ansiedad. Los controladores que pedí a la refinería me daban, sin embargo, un cierto margen de confianza en comparación con los de Urandá que vegetaban allí en condiciones infrahumanas. De todos modos, la incógnita planteada por los bruscos cambios del clima en la región seguía allí como una espada de Damocles pendiendo sobre nuestras cabezas. Ordené aplanar la pista y construir algunos desagües de emergencia, para tratar de mantener la firmeza del' piso. La aplanadora se dedicó a rellenar la pista con cascajo y restos de los edificios que se derrumbaban por la acción del clima y las mareas. Pero nada de esto era lo principal. «Cette putain météo», como la increpaba Abdul, era nuestra auténtica preocupación y a este respecto no había nada que hacer, porque no dependía, como es obvio, de nosotros. La llegada y la partida de los seis DC3 con los invitados debía calcularse dentro de las horas de menor riesgo de mal tiempo. Pero, por otra parte, la comida debía servirse ajustada a ese intervalo.

El día en cuestión llegó— sin incidentes. El tiempo era bueno y los aviones fueron llegando con toda regularidad. La bendición del muelle y los discursos del ministro de Obras Públicas y del gerente tomaron el tiempo que habíamos previsto. Cuando se sirvió el
buffet
, ya nos dolía la nuca a Abdul y a mí de tanto levantar la vista al cielo para descubrir el menor cambio en las nubes que corrían apaciblemente por un firmamento de un azul de sospechosa inocencia. Bashur se había solidarizado por entero conmigo y seguía las etapas del evento con tanto interés y ansiedad como yo. Conseguí conversar un instante con mi gerente y éste, ya advertido por mí, lo trató amablemente pero le dijo que prefería hablar con él en la capital del departamento, donde pensaba permanecer un par de días. Ahora tenía que atender a toda esa gente y no tenía cabeza para otra cosa. Bashur lo entendió muy bien y acordamos que viajaría con el personal de la empresa en el avión de la gerencia, que llevaría también a los ministros y a sus ayudantes.

El
buffet
fue un éxito y León fue felicitado por el propio ministro de Obras Públicas, quien daba la casualidad de que también había estudiado en Bruselas y se dirigió al
maître
en francés para decirle que jamás olvidaría la exquisita calidad de los platos, servidos y degustados en el último lugar de la Tierra imaginable para hacerlo. Ya nos disponíamos a subir a los coches que debían llevarnos al aeropuerto, cuando escuchamos el primer trueno anunciador de la tormenta, que nos sonó con estruendo apocalíptico. Nuestro regocijo se esfumó al instante y con él la prestigiosa hazaña del banquete.

El gerente se me acercó y, en voz baja, me dio instrucciones para llevar de inmediato al aeropuerto a las comitivas extranjeras. El avión de la compañía saldría también al instante con los ministros locales y el obispo. Nosotros viajaríamos en una limusina de las tres que había preparado para esa eventualidad. Partí al campo aéreo con el grupo de extranjeros dejando a Bashur que departía con el gerente y sus colaboradores, entre desconcertado y divertido. El último avión salió con la tormenta ya en la cabecera de la pista. Los pasajeros tenían una expresión de pánico que intentaban dominar con bromas tan sosas como inútiles. El piloto de nuestro avión, un antiguo as del Transport Air Comando, me dijo que estaba seguro de poder salir sin riesgo. Todos estuvieron de acuerdo en partir con él, menos el ministro de Economía y el jefe de la guardia presidencial, quienes decidieron venir con nosotros por carretera. Como es obvio, me abstuve de hacer objeción alguna, pensando, además, que el gerente quisiera aprovechar la ocasión para tratar algunos asuntos con el ministro, durante el interminable trayecto por tierra. El doctor Aníbal Garcés, que así se llamaba el ministro, era uno de esos sujetos de corta estatura, regordetes, sonrosados y de calvicie avanzada, con rojizos bigotes meticulosamente recortados un tanto más arriba del borde del labio, cuyos ojos en forma de almendra, algo femeninos, acostumbran fijarse con insolente autoridad, como intentando suplir la falta de estatura y la redondez abacial de la silueta. Suelen ser personas que todo lo saben, todo lo explican, todo lo objetan y a todo se anticipan, con prisa cortante que atropella sin admitir réplica. La carrera política de estos personajes siempre culmina en los gabinetes ministeriales. Su presencia en las plazas públicas, indispensable para alcanzar la presidencia, es inimaginable.

Sin esperar a que cayera la noche, partimos en la limusina. Nos acomodamos, el ministro y el gerente en el asiento trasero, Abdul y yo en los banquillos intermedios y el flamante coronel de la guardia presidencial, al lado del chofer. Era de ver a ese representante de las fuerzas armadas cuya presencia, además, nadie acababa de entender con su uniforme de ceremonia de un blanco deslumbrante y el pecho cargado de condecoraciones imposibles de identificar. El gerente insistió a última hora en que Bashur viniera con nosotros. Era evidente que existía ya entre ellos una corriente de simpatía. Luego, durante el trayecto, recordé que mi gerente había sido jefe de operaciones de la empresa en Ras-Tanurah y se ufanaba de haber aprendido el árabe y de hablarlo con relativa propiedad. De allí, quizá, su inclinación por Bashur. Nos despedimos de Alastair, quien se acercó al auto en el último momento para recordar a Abdul que tres días después el barco saldría una vez descargado el combustible en el muelle terminal recién inaugurado. Abdul le aseguró que no faltaría a la cita y dejamos al escocés, que se despedía de nosotros moviendo la cabeza en un gesto de franca desaprobación, que sólo el chofer y yo entendimos cabalmente.

La carretera que une al puerto de Urandá con la capital de la provincia ha sido un venero de historias, la mayoría de ellas macabras y otras de un absurdo delirante, sólo comprensibles cuando se ha hecho ese viaje, no importa en qué época del año. Al salir del puerto, el camino atraviesa primero, durante una veintena de kilómetros, por una monótona planicie sembrada de plátanos y algunos otros árboles frutales de nombres difícilmente pronunciables. Comienza, luego, a subir en un cerrado zig-zag hasta alcanzar los tres mil metros de altura. Allá, arriba, entre una espesa niebla que se viene encima de repente y hace casi imposible avanzar, comienza el lento descenso, bordeando precipicios de una profundidad que la vista no logra calcular a causa de la misma niebla que corre encajonada en el abismo, impelida por un viento que no cesa. Abajo, el río caudaloso que desciende golpeando contra las grandes piedras que siembran el cauce, deja oír el fragor de la corriente en un bramido que llena de espanto. Ha sido imposible, para los ingenieros encargados de mantener transitable esta vía, la única que comunica con el mar a una de las regiones azucareras más ricas del mundo, evitar los perpetuos derrumbes y grandes deslizamientos causados por las lluvias incesantes. En incontables ocasiones, es preciso, para abrir una nueva ruta y mantener el tráfico, pasar los
bulldozers
por encima de caravanas enteras de camiones, sepultados bajo tierra con sus tripulantes. Los vehículos que esperan para continuar su camino corren el peligro de quedar, a su vez, enterrados y por esta razón no hay tiempo para rescatar ni las víctimas ni la carga. Una fila de cruces, colocadas por los deudos en el sitio del desastre, son el único recuerdo que queda de quienes yacen allí. En ocasiones, pasados algunos meses o años, la tierra sigue rodando hacia los precipicios y las aguas del río acaban por arrastrar hasta el valle restos anónimos que se hunden lentamente en el limo de las orillas, formado por arenas movedizas intransitables.

La limusina avanzaba por entre las tinieblas de una noche que cayó de repente, al comenzar la subida de la cordillera. El ministro y el gerente conversaban en voz baja, mientras Abdul y yo tratábamos de conservar el equilibrio en los precarios banquillos intermedios, guardando un discreto silencio. Adelante, junto al chofer, el coronel roncaba estruendosamente. Lo habíamos visto acosar a los meseros durante el banquete, exigiéndoles que llenaran su copa con vino blanco y, luego, con champaña, con la insistencia de quien desea aprovechar una ocasión que parece no habérsele presentado con mucha frecuencia en la vida. Así pasaron las primeras horas del viaje hasta cuando alcanzamos la cima. Nuestros compañeros del asiento trasero habían suspendido su charla y guardaban un silencio cargado de esa densidad característica que emana de quienes se internan en una meditación sobre problemas suscitados durante el diálogo y que no acaban de encontrar solución. Comenzamos a descender, otra vez en un apretado zig-zag que forzaba al conductor a avanzar con una lentitud que se antojaba fantasmal, entre la niebla iluminada por los faros con resplandor lácteo que cegaba la vista. A menudo teníamos que detenernos. De vez en cuando, en una curva tomada con extrema prudencia, las luces mostraban el borde del abismo por el que corría la bruma que se escapaba trepando monte arriba como si quisiera huir de las profundidades en las que había estado presa. Siempre que recorría esa ruta me venían a la memoria los grabados de Doré para la
Divina Comedia
.

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