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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (73 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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De pronto, el ministro rompió el largo silencio en el que se hallaba absorto, para ordenar al chofer que se detuviera porque necesitaba orinar. El chofer obedeció y el ministro abandonó el auto sin decir palabra. El gerente comenzó a conversar con nosotros y se lanzó a nostálgicas remembranzas de su vida y experiencias en el Oriente Medio. Barajaba con Bashur nombres de lugares y personalidades de la política y los negocios y se fue creando entre ellos esa especie de
hortus clausus
en el que se confinan quienes comparten la añoranza de sitios en donde creen haber sido felices. Tuve que interrumpirles, pasado cierto tiempo, para hacerles caer en la cuenta de que el ministro Garcés se estaba tomando un tiempo un tanto exagerado para aliviar su vejiga. Me parecía prudente salir a buscarlo. Al descender del coche nos dimos cuenta de que nos hallábamos a un par de metros escasos del abismo. El gerente se volvió para increpar al chofer, pero yo lo detuve para explicarle que detenerse al pie del talud hubiera sido más peligroso debido a las rocas que solían caer con frecuencia a causa de la lluvia. Nos dedicamos a recorrer la orilla del precipicio, pero el doctor Garcés no daba muestras de vida. El chofer nos ayudó en la pesquisa y, finalmente aventuró una sugerencia: era preciso ir palpando las orillas para ubicar el sitio donde el ministro había orinado. El lugar debía estar aún tibio, pese a la llovizna que continuaba cayendo sin piedad. Nos resignamos a la tarea, pero no obtuvimos ningún resultado. Resolvimos, por fin, llamar al ministro a voces. A nuestros gritos de: «¡Doctor Garcés! ¡Doctor Garcés!» sólo respondía el lejano y sordo estruendo de las aguas en su raudo chocar contra las rocas. De repente, el blanco fantasma del coronel de la guardia presidencial cayó sobre nosotros dando gritos desaforados y blandiendo una pistola 45:

—¡Oigan, carajo! ¡Qué demonios hicieron con el doctor Garcés! ¡Aquí me los voy a quebrar a todos si le pasó algo! —nos increpaba con vozarrón tartajoso de quien despierta de un empacho de vino, champaña y langosta mal digeridos.

Fue entonces cuando se me reveló una faceta del carácter de Bashur. Mientras los demás permanecíamos paralizados ante el energúmeno militar y su pistola que nos apuntaba con mano insegura, Abdul se le fue acercando hasta quedar frente a él y en voz baja pero audible se limitó a decirle en tono de quien habla con un subordinado:

—Oiga, amigo. Guarde esa pistola y no grite más. A lo mejor es contra usted mismo que va a tener que usarla si no aparece su ministro.

El hombre se quedó un instante sin saber qué responder y, luego, guardando su pistola debajo del uniforme, regresó al coche con aire de mastín regañado.

Seguimos llamando al doctor Garcés durante un buen rato hasta cuando, en medio de un silencio creado por un cambio de viento, escuchamos un leve gemido que venía del borde del abismo. El chofer fue de inmediato al automóvil y lo orientó para iluminar las tinieblas de donde llegaba el sordo quejido. Por fin divisamos el cuerpo del doctor Garcés, muellemente acogido por las frondosas ramas de un árbol que había crecido en la pared del barranco, un poco debajo del borde de éste, junto al lugar donde se había detenido la limusina. Con las cadenas que ésta traía para poner en las llantas, en caso de tener que avanzar por el lodo, logramos rescatar el funcionario milagrosamente ileso, fuera de algunos pequeños rasguños en el rostro. Una vez en tierra, se quedó mirándonos con el asombro de quien aún no entiende lo que ha sucedido. Luego, en tono mesurado y oficial, nos dijo:

—Muchas gracias, señores. Regreso en un momento. Con permiso —se dirigió al pie del talud y allí orinó larga y pudorosamente.

Regresamos a la limusina y seguimos el camino sin hacer mayores comentarios al accidente ministerial. El coronel tornó a roncar sin compasión. El ministro aludió brevemente al milagro de la providencia que dispuso que ese árbol creciera justamente en ese sitio improbable. El gerente comentó algo en árabe al oído de Bashur. Se le notaba un tanto excedido ya por el conspicuo representante del gabinete. Si había comentado con Bashur, en un idioma que los demás no comprendíamos, algo a todas luces referido al incidente, era que, o poco esperaba del doctor Garcés, o ya había conseguido de él lo que quería. El viaje continuó sin más contratiempos y seis horas después llegamos a la ciudad en un estado de cansancio y abatimiento que pedía la cama a gritos. El gerente, Abdul y yo nos alojamos en el hotel en cuyo bar atendía León. El ministro y el coronel partieron hacia la capital del país en el avión de la empresa. Las despedidas fueron más bien escuetas y con la dosis apenas suficiente de urbanidad como para mantener en el futuro relaciones que nos eran necesarias. Antes de subir cada uno a su habitación, el gerente dijo a Bashur, poniéndole una mano en el hombro:

—Cuente con el contrato de sus buques cisterna. Desde la capital enviaré a Gordon un télex en ese sentido. No sé si aquí volvamos a vernos. Me esperan dos días de juntas y deliberaciones con las autoridades departamentales. Si no nos vemos, le deseo mucha suerte. Lamento que haya tenido que padecer este viaje en automóvil, pero me dio la grata oportunidad de conocerlo. Créame que ha sido un placer —volvió a mirarme mientras me guiñaba un ojo. Era la manera de despedirse cuando estaba satisfecho de mi trabajo.

Al día siguiente, después de una noche de sueño reparador, nos encontramos Abdul y yo en la veranda del hotel a eso de las once de la mañana. León nos recibió, fresco y sonriente, con un
Tom Collins
de su cosecha que hubiera resucitado a un húsar. Había llegado esa madrugada. En el camión que trajo la vajilla y los implementos de cocina, había dormido a pierna suelta. «J'ai trouvé votre ministre type très malin», me comentó refiriéndose, claro está, al de Obras Públicas que lo había felicitado tan calurosamente. El mismo León nos sirvió luego una comida deliciosa, dentro de los cánones de la cocina belga.

Salimos, luego, a dar una vuelta por la ciudad, justamente famosa por la belleza de sus mujeres. En el puente sobre el río que la cruza, esperamos la entrada del personal de las oficinas y almacenes del centro comercial. Desfilaban las más bellas muchachas, en una suerte de ritual que se repite desde hace años. En verdad, el espectáculo era deslumbrante. La elegancia del andar, la esbelta proporción de esos cuerpos jóvenes y elásticos, los grandes ojos oscuros y la piel mate y tersa que invita al tacto, hacen de las mujeres de esa región una suerte de raza aparte, venida de quién sabe dónde. Como si hubiese adivinado mi pensamiento, Abdul pronunció su juicio:

—Tienen mucho de andaluzas y también de levantinas. Pero, al verlas, uno sabe que la edad no producirá en ellas los estragos que convierten a nuestras mujeres, a los treinta años, en una ruina. Es como si su esqueleto estuviera hecho de una substancia más dúctil y, al mismo tiempo, más duradera. Son mutantes.

Al caer la tarde regresamos al hotel. Abdul contrató un taxi para salir en la madrugada siguiente hacia Urandá. Tomamos algunos aperitivos en el bar de León y éste nos sirvió una cena frugal e impecable. Subimos a nuestras habitaciones y me despedí de Abdul en la puerta de la suya.

—Estoy seguro —le dije— que nos vamos a encontrar de nuevo más de una vez. Cuando vea al Gaviero dígale, por favor, que siempre espero noticias suyas y no deje de contarle la caída del doctor Garcés y su increíble rescate. Yo sé que le va a divertir —me repuso que Maqroll debía estar a esas alturas en un barco danés, viajando de Java a la costa Malabar. Por allá tenía una amiga que fabricaba incienso para ritos funerarios y recalaba en su casa cuando resolvía descansar.

—Ya nos veremos —agregó Bashur—, y antes, seguramente, de lo que usted supone. Mis barcos cisterna van a comenzar su servicio en la compañía dentro de algunas semanas y para esa fecha espero estar en Aruba.

Se despidió con un firme apretón de mano en el que me confirmaba la mutua simpatía que nos iba a unir por mucho tiempo, nacida en ese primer encuentro en Urandá de indeleble memoria. Otros iban a seguir a lo largo de muchos años, pero no el que me pronosticó en Aruba. Los dioses dispusieron otra cosa y, para entonces yo recorría otras tierras y conocía nuevas experiencias, no todas ellas placenteras.

Abdul Bashur entró a formar parte de la restringida legión de amigos cuya vida se ha cumplido bajo el signo del azar y la aventura y al margen de códigos y leyes creados por los hombres con el objeto de justificar, a la manera de Tartufo, la menguada condición de su destino. Durante los días de Urandá y en la ciudad de las mujeres inconcebibles, pude familiarizarme con algunas de sus particularidades de espíritu más singulares. Poseía un sentido de la amistad en extremo delicado y profundo; sabía sacrificar por el amigo toda consideración hacia su propio bienestar. Su manejo de las secretas leyes del azar alcanzaba a menudo extremos rituales; sólo lo desconocido despertaba su interés —en esto se hermanaba con el Gaviero—. Pero, allá en el fondo, Bashur preservaba un núcleo inexorable, donde iba a estrellarse todo atentado contra su independencia, la inclinación de sus sentimientos o sus muy personales caprichos. Sabía ser, en este caso, de una ferocidad implacable y gélida. Ésta surgía siempre que se trataba de someterlo a la más ligera servidumbre, no aceptada de antemano por él por razones del corazón o puramente pragmáticas. Cuando lo vi someter al frenético coronel de la guardia presidencial, supe hasta dónde iban los límites de su tolerancia. La complicidad con Maqroll, sobre la cual ya tenía de antes más de una noticia, se explicaba fácilmente al conocer a Bashur. Estaba cimentada en un doble juego de rasgos de conducta opuestos y otros complementarios o afines que terminaba creando una armonía inquebrantable. Maqroll partía de la convicción de que todo estaba perdido de antemano y sin remedio. Nacemos ya, decía, con vocación de vencidos. Bashur creía que todo estaba por hacer y que quienes en verdad acababan como perdedores eran los demás, los necios irredentos que minan el mundo con sus argucias de primera mano y sus camufladas debilidades ancestrales. Maqroll esperaba de las mujeres una amistad sin compromiso ni tráfico de culpas y siempre acababa abandonándolas. Bashur se enamoraba con infalible regularidad, como si fuera la primera vez, y aceptaba, sin examen ni juicio, como un don inestimable caído del cielo todo lo que de ellas viniese. Maqroll en raras ocasiones enfrentaba a sus adversarios; prefería que la vida y las vueltas de la fortuna se encargaran de la lección y el castigo correspondientes. Abdul respondía de inmediato y brutalmente, sin calcular riesgos. Maqroll olvidaba las ofensas y, por lo tanto, la venganza. Bashur la cultivaba durante el tiempo que fuese necesario y la cobraba sin piedad, como si la ofensa hubiera ocurrido en ese instante. Maqroll carecía por completo de todo sentido del dinero. Abdul era generoso sin medida, pero en el fondo, mantenía un balance de pérdidas y ganancias. Maqroll no tuvo jamás lugar sobre la Tierra. Abdul, lejano descendiente de beduinos, añoró siempre el aduar que lo acogía con el calor de los suyos. Maqroll fue un lector devorante, sobre todo de páginas de la historia y de memorias ilustres; le gustaba así confirmar su pesimismo sin salida sobre la tan traída y llevada condición humana, de la que tenía un concepto más bien desencantado y triste. Abdul jamás abrió un libro, ni entendió cuál era la utilidad de tal cosa en la vida. No creía en los hombres como especie pero daba siempre a cada uno la oportunidad de probarle que estaba equivocado.

Es así como estos dos compadres lograron andar juntos por el mundo, emprendiendo las más inusitadas tareas y sembrando a su paso un recuerdo familiar y legendario a la vez. Dejar testimonio de esta saga impar es lo que he venido intentando, si no con cabal fortuna, al menos sí con la ilusión de retardar en la parca medida de mis posibilidades su caída en el olvido.

Después de aquel primer encuentro ha corrido mucha agua por los ríos. Abdul ya no está entre nosotros. De Maqroll el Gaviero hace casi dos décadas que no tengo mayor noticia. Después de una larga carta enviada desde Pollensa, en Mallorca, las cosas han cambiado tanto que muchas de las empresas de los dos amigos son hoy inconcebibles. De los
tramp steamers
en los que navegaron y de los que derivó la familia de Bashur su mediocre fortuna, sólo quedan en el mar dieciséis, convertidos en objetos de museo. Se enseñan en los libros como si se tratase de exóticos supervivientes de un remoto pasado.

Seleccionados los papeles que me envió Fátima y los que he ido guardando de Maqroll, me encamino ahora a la tarea de revivir con su ayuda algunos pasajes de la vida de Abdul Bashur. Confieso mi reparo sobre el interés que pueda tener para mis lectores esta secuencia de andanzas, muchas de ellas anacrónicas en el deslucido presente que nos ha tocado en suerte. Sin embargo, me he propuesto hacerlo, ya lo dije, con la ilusión de que, al rescatar el pasado de mis dos amigos, cumpla, quizá, con un acto de somera justicia hacia ellos, a tiempo que tal vez me ayude a prolongar mis nostalgias que, a esta altura de mis días, representan una porción muy grande de las razones que me asisten para continuar mi camino.

II

E
N otro lugar queda relatada la forma como se conocieron Maqroll y Bashur en Port Said, si bien es verdad que quien cuenta el asunto es el mismo Gaviero en su Diario del Xurandó, cuyas páginas encontré refundidas en un viejo libro sobre el asesinato del Duque de Orleáns que me vendió un librero en Barcelona. En el episodio, tal como lo registra Maqroll, hay ciertos puntos nada claros. Siempre he creído que el judío de Tetuán que salió maldiciendo de los dos compadres fue víctima de algo más serio que la compra de unas piedras a un precio que no era el que previamente había calculado. En el pormenor de Maqroll hay puntos que se prestan a serias dudas. El Gaviero, por ejemplo, habla al judío en castellano y a Bashur en flamenco. ¿Cómo sabía que Abdul hablaba ese idioma? El judío acaba maldiciéndolos con tal furia que es lógico pensar en otra clase de trastada sufrida por el pobre hijo de David de manos de la pareja. Cabe preguntarse si ellos no se habían conocido antes y si las piedras en cuestión no tenían un dueño diferente de Bashur. Nunca quise aclararlo con ellos, porque tal clase de imprecisiones y remiendos en sus anécdotas es una constante en las cartas de ambos amigos. Pasemos, pues, por encima de este pretendido primer encuentro y entremos en materia ocupándonos del que parece ser el capítulo más remoto de sus correrías mediterráneas.

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