Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Por aquel entonces era Marsella el gran núcleo de distribución de la droga en Europa y Asia Menor y, junto con Shanghai, el mayor foco de delincuencia del mundo. Abdul Bashur se había visto obligado a vender, acosado por sus acreedores, el pequeño carguero con el que operaba entre Marruecos y Túnez y los puertos de España y Francia sobre el Mediterráneo. No quiso, esta vez, recurrir a su familia, que seguramente le hubiese ayudado. Los negocios del grupo tampoco estaban particularmente prósperos. Además, en la última ocasión que acudió a ellos, no habían querido hacer efectivos los documentos que Bashur había firmado. Se encontraba en Marsella, alojado en un cuarto de pensión en la Rue Marzagran, a pocos metros de la Canebiére. La dueña del establecimiento, una francesa nacida en Túnez, con un pasado bastante colorido, fue amante de Bashur cuando éste comenzaba a recorrer los puertos de la región, trabajando para los astilleros que entonces tenía su familia. La mujer se había casado, luego, con un comerciante en vinos que murió pocos años después dejándole una modesta herencia que le sirvió para instalar en Marsella esa pensión, frecuentada, en su mayoría, por viejos amigos de la pareja. El lugar era discreto y Arlette, tal era el nombre de la patrona, sabía mantener buenas relaciones con la policía. Parte de sus huéspedes se dedicaba a tratos no siempre comprendidos en los límites que establece la ley. La mujer sabía muy bien, en cada caso, ya fuera brindar su protección, o, simplemente, dejar que actuaran las autoridades. En ese balance de lealtades descansaba la prosperidad de su negocio.
Bashur traía, desde días atrás, un proyecto cuyos detalles venía afinando y andaba en busca de un socio para ponerlo en ejecución. El asunto era delicado y no le parecía prudente compartirlo con alguien que no ofreciera una total confianza. Recorriendo los cafés de la Canebiére y calles aledañas, daba vueltas a la idea, instalado en las terrazas, tratando de limitar sus gastos a un mínimo absoluto. Una noche, en que el calor se había hecho insoportable dentro de su habitación, resolvió salir a buscar un poco de brisa y tomar un café granizado que debía durarle hasta el amanecer. Era experto en esa técnica, aprendida en su juventud, y sabía aplicarla con una impavidez que desconcertaba a los meseros. Hacia las tres de la mañana, cuando ya sólo transitaban en el bulevar algunas prostitutas de edad avanzada, vigiladas por chulos que hubieran podido ser sus nietos, vio que alguien le hacía señas mientras descendía de un autobús en marcha. La inconfundible silueta del Gaviero salió de la penumbra y entró a la terraza iluminada, avanzando hacia Abdul con su bolsa de marino al hombro. Se saludaron como si se hubieran visto el día anterior, Maqroll pidió otro granizado de café y un cognac aparte. Bashur tembló por su magro presupuesto. Cada uno contó en breves palabras los recientes sucesos de su vida y la razón por la que se hallaba en Marsella. Maqroll venía de abandonar su cargo de contramaestre en un pesquero noruego, a raíz de una disputa con el primer oficial, aquejado de una manía persecutoria llevada hasta el delirio. Decretó que Maqroll era un enviado de Belcebú, con la misión de sembrar de nuevo el cólico negro en Europa. Resultaba que el hombre era sobrino del propietario de la flota y no había manera de quitarle de la cabeza esa obsesión, típica de fanático luterano inabordable. Maqroll había llegado esa mañana en tren procedente de Génova y tenía su maleta en la consigna de la Gare du Prado. Bashur lo invitó, sin vacilar, a compartir con él su cuarto en la pensión de Arlette. Pronunció en ese momento una frase sibilina que dejó al Gaviero intrigado:
—No se preocupe por buscar trabajo. Ya tendremos de qué ocuparnos. Dentro de pocas semanas podremos recibir, al fin, todo el dinero que nos debe la vida.
Antes de seguir adelante, me parece útil aclarar algo respecto a la relación de estos amigos: jamás consiguieron tutearse. Alguna vez se lo comenté al Gaviero, quien me dio una respuesta muy suya:
—Cuando nos conocimos, cada uno había vivido ya una porción de experiencias abrumadora. Las que vivimos juntos, luego, han sido de orden tan diverso y fuera de lo común, que tutearse hubiera sido una novedad inusitada, algo como una frivolidad impropia de nuestra edad y condición. Hemos avanzado ya juntos un trecho demasiado denso para cometer una ligereza semejante.
Pero volvamos al diálogo en el Café des Beges, objeto más tarde de tantas y tan animadas remembranzas por parte de sus protagonistas.
La promesa que encerraban las palabras de Bashur despertó en Maqroll una especie de revigorizada disponibilidad sin condiciones, de entusiasmo sin obstáculos, que comunicó de inmediato a su amigo. Con el mentón apoyado en sus manos cruzadas y los codos sobre la mesa, el Gaviero se dispuso a escuchar lo que aquél iba a referirle.
—Hace unas semanas —comenzó Bashur— me llamó Ilona Grabowska desde Ginebra. Sí, está allí tratando de concretar un proyecto que, de realizarse, nos podría dejar a los tres ganancias insospechadas. Gracias a la amistad que tiene con el secretario privado de un emir del Golfo Pérsico, secretario que conoció de niña en Trieste cuando éste era un talentoso abogado en ciernes, Ilona ha recibido el encargo de realizar la decoración del nuevo edificio de la Banque Suisse et du Proche Orient, en Ginebra. Los directores del banco le han exigido que, tanto en los salones de recepción como en la sala de juntas y en las oficinas de los gerentes y jefes de departamento, se coloquen alfombras persas antiguas, de gran valor.
Princess Boukhara, Tabriz
y cosas así. A nuestra querida amiga, lo primero que se le ocurrió, ya la conoce, fue llamarme para que, como musulmán y libanés, la asesore en el negocio. Le expliqué cuál era ahora mi situación. Pasó por encima del problema, como si no tuviera la menor importancia. Me pidió que la llame cuando tenga noticias concretas. Me ha vuelto a telefonear dos veces, presionada por los banqueros, que desean tener todo listo para la próxima visita de varios emires que son sus clientes principales. Yo no he sabido qué responderle. Hace dos semanas se me presentó, de repente, la solución ideal. Sólo me faltaba el socio para llevar a buen término el proyecto. Llega usted y todo se ordena. Eso, en árabe se llama…
—
Baraka
—contestó Maqroll al punto—. Lo que no entiendo es el primer golpe de
baraka
, el que le dio la solución de todo; porque ya estaba por sugerirle que habláramos con Ilona para decirle que busque por otro lado las tales alfombras. Nosotros, tal como andamos ahora, estamos muy lejos de
Princess Boukhara, Tabriz
y demás tapices de Arum-al-Raschid.
—Los tenemos al alcance de la mano. Haga de cuenta que ya son nuestros. Déjeme explicarle —repuso Abdul. Maqroll hizo un gesto con las manos como intentando detener a alguien, e interrumpió a su amigo, diciéndole:
—Un momento, Abdul, un momento. Se da cuenta de que, en ese caso, no podemos intentar ninguna treta con falsificaciones o copias, por fieles que sean, porque está la triestina de por medio y puede ir a parar a la cárcel, lo que no nos perdonaría jamás.
—Y con razón —afirmó Bashur—. Pero el asunto no va por ahí. Ilona y sus emires tendrán las más auténticas, las más originales y certificadas alfombras persas antiguas que hay en el mundo. Eschúcheme con atención para que vea qué golpe de
baraka
más inverosímil. ¿Recuerda a Tarik Choukari, mi paisano con pasaporte francés, funcionario de la aduana, que nos ayudó aquí con lo de las banderolas de señales?
—¡Por Dios! —exclamó el Gaviero llevándose las manos a la cabeza—. Que si lo recuerdo. Todavía lo sueño. No me diga que en él está la solución.
—Sí, en él. Un tipo así es, precisamente, lo que nos hace falta ahora. Pues bien, el otro día me lo encontré en un antro del Vieux Port donde se puede ver a las mejores bailarinas del vientre de esta parte del Mediterráneo. Ya sabe el poder tranquilizante que sobre mí tiene esa danza erótica y ceremonial, cuando la ejecutan auténticas profesionales de un arte mucho más difícil de lo que suponen los europeos. Allí estuvimos hasta la madrugada tomando un té de yerbabuena infecto. Cuando se cerró el local, fuimos a desayunar pescado frito recién desembarcado. Le comenté a Tarik la pérdida de mi barco en manos de los bancos y, de paso, sin darle importancia y más bien para subrayar la ironía de la vida, le conté que andaba buscando antiguas alfombras persas de gran clase. Se quedó mirándome con la patente sospecha de que había mencionado esto en forma intencional y como si estuviera en antecedentes de algo.
»"No sé por qué te extraña tanto —le dije—. Te lo menciono con toda inocencia, créemelo. ¿Qué pasa? No entiendo."
»Tarik se convenció de mi ignorancia y, mientras regresábamos por la Canebiére hacia la pensión, me puso al corriente de todo. Tarik sigue trabajando en la aduana. Ahora es jefe de los celadores nocturnos en las bodegas de la policía aduanal y mantiene con algunos de sus jefes las mismas conexiones y arreglos que aquella vez de las banderolas nos fueron tan útiles. Pues bien, y aquí viene la parte increíble del asunto: en esas bodegas descansa desde hace varios meses una colección de veinticuatro alfombras, llegadas directamente de Bushehr, en Irán. Es el puerto, ya lo sabe, que comunica con Shiraz.
—Lo conozco —comentó el Gaviero—, un hueco donde uno puede morirse de tedio.
—Ése mismo —prosiguió Abdul—. Pues esas alfombras tienen la antigüedad y las características de las que busca Ilona. Descansan allí, no porque hayan intentado pasarlas de contrabando, sino porque su propietario murió inopinadamente en una riña de burdel donde había droga de por medio. El crimen no ha podido aclararse. Hasta hoy, nadie se ha presentado para reclamar las alfombras. Pero allí no termina el cuento. Un revisor de la aduana, amigo de Tarik, con el cual ha realizado algunas operaciones, ya imaginará de qué orden, le informó que el dueño de las alfombras, en su declaración aduanal, clasificó aquéllas como corrientes y de fabricación actual, valuándolas muy bajo para reducir los impuestos de entrada. Por un descuido, raro pero explicable, ningún inspector ha caído en la cuenta del timo. Tal vez porque el misterio que rodea la muerte del propietario ha desviado la atención. Pues bien, las alfombras están allí. Basta cambiarlas por otras que, más o menos, correspondan a la descripción del manifiesto aduanal y ya está. Se trata, pues, de hacer el cambio, sacar las alfombras auténticas en una operación relámpago por si algo se descubre, llevarlas a Rabat y de allí reexpedirlas a Ginebra. Eso es todo. En caso de que algo saliera a la luz, es fácil demostrar que todo sucedió hace mucho tiempo y las sospechas recaerán sobre empleados que hoy están en la cárcel purgando otros delitos. La historia de Tarik me dejó en la situación que podrá imaginar. Me faltaba un socio para poner en marcha los varios movimientos que requiere el asunto. Yo lo hacía en Malasia sumergido en inciensos funerarios y por eso ni pensé en usted. Ahora se me aparece aquí, en Marsella, y ése ha sido el segundo golpe de
baraka
en el que hay que ver la mano del Profeta.
—No exageremos, Abdul, no exageremos. Es mejor dejar al Profeta al margen de estas operaciones —comentó Maqroll sonriendo. Permaneció luego un rato en silencio, concentrado en digerir lo que Bashur acababa de exponerle y, finalmente, dijo:
»—Bueno. Manos a la obra. Lo primero es comprar las alfombras ordinarias. Eso puede hacerse en Marruecos o en Túnez. Yo me ofrezco a hacerlo. Conozco en ambos países las personas que pueden orientarme fácilmente. Lo segundo es sacar las auténticas de Francia y, pasando por Marruecos, hacerlas llegar a Suiza con todos los papeles en orden. De esto se debe encargar usted. Suena mucho más lógico, por su nacionalidad y los antecedentes comerciales de su familia. No se sonría, Abdul. Hablo en serio. Usted lo sabe. Me parece que sólo falta una cosa: el dinero para los viajes y para comprar las alfombras corrientes. También vamos a necesitar algo para adelantarle a Tarik y que éste unte la mano de sus colegas, a tiempo de reemplazar la mercancía. Arreglado esto, estaremos listos para actuar. Cuente conmigo.
—Ilona —aclaró Bashur— tiene el dinero suficiente para cubrir los gastos que usted menciona. Los del banco le adelantaron ya una suma importante y ésa es una de las razones de su prisa. Sobre el resto, estoy en pleno acuerdo con usted. Sólo que se le ha escapado un detalle: alguien tiene que ir a Ginebra para explicar a Ilona los pasos de la operación. El teléfono hay que descartarlo, como es obvio. Yo creo que esa misión debe correr por su cuenta.
—Estoy de acuerdo. Mañana hablamos con Ilona para que envíe el dinero necesario para mi viaje a Suiza. Le diremos que todo está arreglado y que voy a explicárselo personalmente.
Eran las siete de la mañana y les quedaban un par de horas para poder dormir con relativa frescura, antes de que tornara el calor. Se dirigieron a la pensión con el ánimo repuesto. A cada uno, allá adentro, le comenzaban a vibrar esas alas que se despiertan ante la emoción de lo desconocido y la cercanía de la aventura y que anuncian algo como una recobrada juventud, un mundo que se antoja recién inaugurado. La dueña aceptó gustosa la llegada de Maqroll, de quien tenía noticias a través de su antiguo amante. Al día siguiente hablaron con Ilona desde la pensión. Arlette autorizó la llamada de larga distancia. Algún rescoldo quedaba de sus pasados amores. Al escuchar la voz del Gaviero, Ilona exclamó, sin poder contenerse:
—¡De dónde sales, vagabundo ingrato! Ya me imagino que algo deben estar tramando juntos. ¡Qué pareja, Dios mío!
Les prometió enviar un giro ese mismo día y quedó devorada por la curiosidad de escuchar a Maqroll en persona explicar la inesperada y, al parecer, milagrosa solución urdida por los dos compadres al problema de las alfombras cargadas de antigüedad y de vaya a saberse qué riesgos.
Esa tarde fueron en busca de Tarik al antro de las
bellydancers
, que era el lugar donde despachaba sus asuntos durante el día. Choukari se quedó mirando al Gaviero.
—Ya nos conocíamos, ¿verdad? Claro, ya lo recuerdo…
—Cuando el negocio de las banderolas de señales. Hace años de eso.
Algo más iba a decir Maqroll, pero en ese momento apareció la primera bailarina haciendo resonar los crótalos y meciendo las caderas con una lentitud soñolienta que iniciaba la danza. Él era, también, un ferviente espectador de ese ritual al que atribuía, además, una virtud propiciatoria de la buena suerte y la salud mental. Abdul se apresuró a informarle: