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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (69 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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El que creo haberle visto siempre y que llevaba en uno de los grandes bolsillos de su chaquetón de marino era las
Mémoires du Cardinal de Retz
. Por cierto que se trataba de la bella edición hecha en 1719 en Amsterdam por J.E. Bernard y H. de Sauzet en cuatro volúmenes. Uno de ellos iba siempre con Maqroll y los demás reposaban en su eterna bolsa de viajero. La primera vez que hablamos del famoso libro de Jean Francois Paul de Gondi, arzobispo de París y cardenal de Retz, fue en Baltimore. Hallamos de milagro un bar abierto y allí entramos para celebrar nuestro encuentro. Maqroll había ido a comprar repuestos para la draga que, junto con Abdul Bashur, tenía en el río San Lorenzo. Como de costumbre, esperaban ganar una fortuna trabajando para la municipalidad de Montreal. La bendita draga sucumbió finalmente en un embargo, debido a la demora en el pago de los trabajos de la misma. Descuido imputable a las desaprensivas lentitudes burocráticas de los
quebequois
, como los llamaba Maqroll con notoria inquina. Para reforzar no sé qué argumento que esgrimía sobre el crimen en política, el Gaviero sacó esa noche el tomo que llevaba de las
Mémoires
de Retz. Creo que era el cuarto. No pude menos de preguntarle cómo había llegado a sus manos semejante joya bibliográfica y si no era arriesgado andar con ella por el mundo así, sin mayores precauciones. A la primera pregunta me contestó con sonrisa sibilina:

—Hay amigas, no muy frecuentes, por desdicha, que insisten en que no las olvidemos y para ello son capaces de desprenderse de maravillas como ésta.

No agregó más y siguió hablando del tema que nos ocupaba. Poco después, se interrumpió de repente y me soltó la siguiente declaración:

—Los únicos libros que uno pierde son los que no le interesan. Éste del Cardenal estará siempre conmigo. Es el libro más inteligente que se ha escrito jamás.

Debí poner cara de asombro ante tamaño juicio, porque me repuso en seguida:

—Nadie ha mentido con tanta lucidez para defenderse ante la historia y, al mismo tiempo, relatar las más desvergonzadas y peligrosas intrigas con una claridad y distancia que hubiera envidiado Tucídides. ¡Qué lección la del señor de Gondi, Arzobispo de París, hundido hasta el cogote en las delirantes conspiraciones de la Fronda que estuvieron a punto de dar al traste con Francia y con la augusta herencia de los Capeto!

Otro libro que le vi con regularidad que indicaba ser uno de sus favoritos de siempre, era
Mémoires d'Outre-Tombe
de Chateaubriand. Se trataba de la edición corriente en tapas amarillas de los Classiques Garnier. Daba la impresión de que se iba a desencuadernar en cualquier instante. Su entusiasmo por la prosa del vizconde era tema favorito en la alta marea de sus libaciones. Una noche, en Bizerta, en una tabernucha del puerto, me recitó, casi completa, la escena del encuentro en Córdoba de René con Natalie de Noailles. Al terminar la parrafada no hizo comentario alguno. No hacía falta. Su exaltación se asomaba al rostro, nacida de la prosa ondulante y regia del Vizconde.

Es sabido, gracias a alusiones en sus cartas y a relatos hechos de viva voz, que la obra de Émile Gabory sobre las guerras de la Vendée fue una de sus más asiduas lecturas. En la mina de Amirbar y, muchos años más tarde, en sus travesías con el capitán Olrik por las costas australes del Pacífico, el libro de Gabory fue su compañero inseparable. Valga aquí el recuerdo de una anécdota que me relató el pintor Alejandro Obregón y que está relacionada con esa lectura del Gaviero. Una noche, en Vancouver, Alejandro y Maqroll fueron a parar a una delegación de policía a raíz de una trifulca fenomenal que tuvieron en una cantina, cuando los agredió un puñado de chinos que se declararon ofendidos por algunas palabras del Gaviero dichas en un tono que les pareció hiriente. Cuando el encargado de turno en el puesto de policía llenaba la declaración de Maqroll y le preguntó cual era su oficio, éste repuso altanero en su premioso inglés con acento levantino: «Yo soy un chuan extraviado en el siglo XX». No dijo más y el exabrupto le costó veinticuatro horas de cárcel.

Finalmente, el libro que le servía a Maqroll para salir con mayor eficacia de sus caídas de ánimo en las horas negras, cuando todo parecía conspirar contra él, era el de las cartas y memorias del Príncipe de Ligne, en una bella edición hecha en Bruselas en 1865. Sobre el gran aristócrata belga, el Gaviero era simplemente inagotable. Un día, en que nos hallábamos juntos en Amberes, cada uno por circunstancias tan opuestas como difíciles de exponer, tuvimos que refugiarnos en un restaurante de comida flamenca. Había estallado una refriega general entre valones y flamencos y la policía estaba repartiendo golpes sin detenerse a preguntar por nacionalidades ni papeles. Frente a un majestuoso
waterzooi
de salmón, que ordenamos para reponer nuestras fuerzas, el Gaviero opinó en tono admonitorio:

—Yo no sé si los belgas sean un país o una diabólica pesadilla de Talleyrand. Lo que sí sé es que pueden contar siempre con mi irrestricta simpatía, porque entre ellos nació el más cumplido ejemplo de gran señor que haya dado Europa: el Príncipe de Ligne. Su entierro en Viena, el 13 de diciembre de 1814, en pleno Congreso, fue seguido por emperadores, reyes, ministros y grandes nombres de la nobleza europea. Acompañaban hasta su última morada al perfecto
honnête-homme
del Antiguo Régimen, una de las pocas épocas de la historia en las que hubiera valido la pena vivir.

Para rematar estos recuerdos sobre las lecturas de nuestro amigo el Gaviero, no creo que desentone la tesis que le escuché en una ocasión, mientras aguardábamos el tren a Nápoles en la Stazzione Términi. Maqroll traía consigo una novela de Simenon,
L’Ecluse n.° 1
, si mal no recuerdo. Cuando vi el libro en el café donde esperábamos que nos sirvieran, dando con ello muestras de un optimismo rayado en la malsana ignorancia, me dijo con naturalidad desconcertante:

—Es el mejor novelista en lengua francesa después de Balzac.

No pude menos de recordarle que algo parecido le había escuchado decir sobre L.F. Céline.

—No —repuso sin inmutarse—. Céline es el mejor escritor de Francia después de Chateaubriand; pero el mejor novelista es Simenon. Y créame que menciono a Balzac haciendo de lado ciertas reservas que tengo sobre su detestable francés.

Ésta fue una de las muy escasas opiniones literarias que le escuché durante nuestra relación de tantos años.

Creo que con estas noticias sobre Maqroll el Gaviero como lector se completa útilmente el retrato que me he propuesto dejar de mi amigo para una posteridad que, infortunadamente, reposa en la más que discutible difusión que puedan tener mis libros dedicados a sus empresas y tribulaciones.

A
BDUL
B
ASHUR, SOÑADOR DE NAVÍOS

A la memoria de mi hermano Leopoldo Mutis, quien, antes de

dejarnos, escuchó con interés el proyecto de este libro y

comentó con voz que ya no era de este mundo: «Qué bien.

Apenas justo con Abdul».

Years, years spent pouring words we couldn't

fathom. Only through death we speak

in honest fashion
.

P
ETER
D
ALE,
He addresses himself to reflection

Monody shall not wake the mariner
.

This fabolous shadow only the sea keeps
.

H
ART
C
RANE,
At Melvilles's Tomb

D
ESDE hace tiempo vengo con la intención de recoger algunos episodios de la vida de Abdul Bashur, amigo y cómplice del Gaviero a lo largo de buena parte de su vida, y protagonista, en modo alguno secundario, de no pocas de las empresas en las que Maqroll solía comprometerse con sospechosa facilidad. En muchas de ellas Bashur desempeñó el papel de salvador, rescatando a Maqroll en los momentos críticos, gracias a esa astuta paciencia que constituye uno de los rasgos predominantes del carácter levantino. Ahora he resuelto emprender esa tarea de cronista, que iba aplazando indefinidamente. La razón para hacerlo surgió de un hecho característico de los altibajos y sorpresas que poblaron la existencia del Gaviero.

En un cambio de trenes en la estación de Rennes, cuando iba camino a Saint-Malo para asistir a una reunión de amigos dedicados a preservar la tradición de los libros de aventuras y de viajes, perdí la conexión y tuve que esperar el paso del próximo tren con destino al ilustre puerto bretón. Caía una lluvia insistente y helada y resolví quedarme tranquilo en la sala de espera, leyendo un libro de Michel Le Bris sobre la Occitania medieval. Estas salas son semejantes en el mundo entero. Un ambiente de tierra de nadie, el gastado mostrador donde nos ofrecen el consabido café chirle con su indefinible gusto a desamparo y los hostigantes licores de la región, de color y sabor harto improbables; su puesto de periódicos y revistas, viejos de varias semanas, que no atraen ya la atención de nadie por lo atrasado de sus noticias y las imágenes locales insulsas y desteñidas. Los afiches de turismo pegados en las paredes sugieren siempre estaciones balnearias con un relente de enfermedad y decadencia o muestran picos nevados cuyo nombre nada nos dice y para nada invitan a la necia proeza de escalarlos. Las bancas, siempre duras y tambaleantes, acogen a los anónimos pasajeros que esperan su tren con esa resignación fatal del que ha perdido ya la esperanza de dormir esa noche en su hogar. Todo el mundo se encuentra allí resignado a lo que suceda, sin importar lo que sea.

Alguien pronunció mi nombre de repente, allá desde una esquina de la sala, en donde una estufa de gas intentaba en vano luchar contra el frío y la humedad ambientes. No vi quién me llamaba y me acerqué, entre curioso y molesto, intrigado de que alguien, en la estación de Rennes, donde jamás había estado antes, supiera de mí. Junto a la estufa, sentada y con un niño de aproximadamente diez años en brazos, una mujer que conservaba la belleza de las mujeres del Oriente Medio me sonreía con curiosidad y cierto temor. Sus facciones, su acento libanés, algo en sus gestos despertaron en el fondo de mi memoria una ola de recuerdos imprecisos.

—Soy Fátima. Fátima Bashur. ¿No se acuerda? Nos vimos en Barcelona, cuando llevé el dinero para sacar a Maqroll de la cárcel —me dijo, entre sonriente y contrita. Me incliné para besarla en las mejillas y me senté a su lado, musitando no recuerdo qué atropellada excusa por mi vacilación en reconocerla.

Fátima Bashur. ¿Por qué, a menudo, el azar se empeña en adquirir el acento de una sobrecogedora llamada de los dioses? Todo el episodio de nuestro encuentro me vino a la mente, con la desordenada precipitación de lo que teníamos relegado al olvido para resguardar el precario equilibrio de nuestros días. En efecto, Fátima, la hermana que antecedía en edad a Abdul, apareció en Barcelona con la suma que enviaba su hermano para enfrentar los gastos de un proceso que estuvo a punto de llevar a la cárcel por largos años a Maqroll el Gaviero. Cuando descargaba, en el pequeño puerto de la Escala, un lote de armas y explosivos ocultos en cajas de repuestos para una planta de refrigeración de pescado, llegó la policía portuaria, informada, sin duda, por algún anticipado soplón. Abdul y Maqroll habían convenido el transporte del cargamento con una pareja que simulaba estar pasando la luna de miel en Túnez. En realidad, se trataba de una banda de anarquistas que hizo de Barcelona, por aquella época, su centro de operaciones. Habían venido siguiendo los viajes del carguero chipriota que operaban los dos amigos en el Mediterráneo y coligieron que eran los tipos ideales para llevar el cargamento a la Costa Brava. Bashur se había quedado como rehén en Bizerta. Cuando se supo la captura del barco con Maqroll y el armamento, la pareja se esfumó como por arte de magia. Bashur partió para Beirut y allí logró reunir el poco dinero que pudo para tratar de salvar a su socio, que insistía ante la policía española en ser víctima de un engaño e ignorar lo que, en verdad, contenían las cajas que llevó a la Escala. Abdul pensó, con razón, que era más prudente mandar a una de sus hermanas en lugar de ir en persona y encargó de la misión a Fátima, cuya seriedad y ponderación se ajustaban perfectamente a ese cometido. Eran tres las hermanas de Abdul; Yamina, ya casada, con un hijo que sufría una extraña enfermedad que los médicos insistían en diagnosticar como leucemia; Fátima, soltera entonces, cuya belleza serena y un tanto hierática solía pasar de momento desapercibida, para tornarse, luego, como fue mi caso, en una imagen obsesiva y enigmática y Warda, de una hermosura fresca y deslumbrante, cuya historia ya tuve ocasión de narrar en parte.

La prisión de Maqroll me la comunicó Bashur a París, en donde estaba de paso, de regreso de Hamburgo y camino a casa. Cambié mis planes de inmediato y partí para la ciudad condal, para ver qué se podía hacer por nuestro amigo. Cuando lo visité en la cárcel, se hallaba sumido en una extraña apatía, cosa que solía sucederle de ordinario en circunstancias semejantes. Le expliqué los planes de Bashur y el próximo arribo de Fátima con el dinero necesario para pagar un abogado que llevase el caso. Se alzó de hombros sonriendo vagamente.

—No creo —comentó— que valga la pena gastar esa suma que buena falta les hace. O la policía resuelve creer en mi historia, que hay que reconocer como dura de tragar, o aquí me sepultan por quién sabe cuántos años. Ya estoy harto de ir dando tumbos de uno a otro lado y de meterme en líos que, en el fondo, poco me atraen. En estos días he estado pensando en que tal vez ya sea tiempo de parar la ruleta y de no provocar más a la suerte. En fin, no sé. Ya veremos —no quise recordarle que, en ocasiones anteriores, le había escuchado las mismas o parecidas palabras.

Sin embargo, siempre regresaba a sus andanzas. No estaba él de humor para tales reflexiones. Me limité a informarle que yo permanecía en Barcelona hasta la llegada de Fátima y enterarme de cómo se encaminaban las gestiones para conseguir su libertad. Hizo un gesto de resignado asentimiento, se puso de pie y, despidiéndose con un movimiento de la mano, se llevó la cazadora al hombro y se perdió por la puerta de la sala de visitas de la Cárcel Modelo.

Dos días después, Fátima me llamaba desde el aeropuerto. Había adelantado su viaje y se olvidaron de hacérmelo saber. Le indiqué la dirección de mi hotel y llamé a la recepción para cambiar la fecha de su reserva. Más tarde, unos tímidos golpes en la puerta me sacaron de la siesta en la que estaba entrando sin darme cuenta. Fui a abrir y me encontré con una mujer alta, de miembros firmes y esbeltos, hombros rectos que le daban un ligero aire marcial, sobre los cuales descansaba una cabeza cuya proporción y facciones me recordaron las esculturas indohelénicas. La hice pasar y tomó asiento con sencilla familiaridad que me pareció, no sé por qué, conmovedora. Hablaba un francés correcto, como ya casi ningún francés suele hablarlo y sí, en cambio, algunos libaneses y sirios de la alta burguesía comerciante Le conté mi diálogo con Maqroll y ella comentó simplemente:

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