Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
El encuentro de los dos amigos fue, como era de esperarse, desgarrador, en particular para Bashur, para quien la noticia tuvo consecuencias imprevisibles. El Gaviero subió a bordo y, tomando a su amigo del brazo, lo llevó al camarote de éste, diciéndole que tenía que comunicarle algo en privado. El rostro de Bashur, quien, en ese instante, intuyó que algo había sucedido a Ilona, cobró un tono gris y rígido como de quien espera un golpe y no sabe de dónde va a venir. Ya en el camarote, Maqroll le relató en breves palabras la tragedia. Bashur, anonadado, pidió al Gaviero con voz sorda que, por favor, lo dejara un rato solo. Maqroll salió para hablar con el capitán del
Fairy of Trieste
. Se trataba, una vez más, de Vincas Blekaitis, inseparable de Abdul y, como siempre, incapaz de pronunciar correctamente el nombre del patrón.
—Qué le pasó a Jabdul. ¿Una mala noticia? ¿Ilona no vino acaso con usted? —preguntó mientras lo acompañaba para indicarle el camarote que le tenían reservado.
—Ilona murió, Vincas —le dijo Maqroll con voz opaca.
—¡Dios mío! ¿Y usted lo dejó solo? —exclamó el capitán alarmado.
—No se preocupe. Él mismo me lo pidió. Bashur no es de los que busca escaparse por la puerta que usted está pensando. Le hará bien estar solo unas horas para acostumbrarse a vivir con el vacío que le espera. Las consecuencias vendrán después. Pienso que serán fatales, pero en otro sentido —explicó el Gaviero.
—Bueno. Usted lo conoce mejor. Me angustia pensar en el dolor que lo debe estar torturando ahora. Estaba tan ilusionado de ver a su amiga y de mostrarle el barco, bautizado en su honor. ¿Pero cómo sucedió eso? ¿La mató alguien? —la desolación de Vincas era conmovedora.
Maqroll lo puso al corriente de lo sucedido y el pobre lituano entendía aún menos el absurdo pero fatal ordenamiento de los hechos. Ya en su camarote, el Gaviero meditó largamente sobre el destino nefasto que parecía marcar a quienes llegaban a compartir con él algún trecho de su vida. Para Abdul, la muerte de Ilona era un desastre abrumador. Su relación con ella, con ese cariz fraterno y, al mismo tiempo, una fuerte dosis de erotismo, había creado un vínculo mucho más sólido de lo que el itinerante libanés sospechaba. Para Ilona, por su parte, Abdul era ese hermano menor que nunca tuvo y cuya vida le producía secreta satisfacción orientar. Había en ella una mezcla de complicidad sensual y de sutil dominio ejercido con destreza esencialmente femenina. En cambio, la relación con Maqroll significaba para Ilona un perpetuo reto y una continua sorpresa. Nunca había conseguido asir, así fuera por un instante, alguien por quien sentía evidente atracción y cuyo enigma superaba la eficaz y apretada red de su inteligencia premonitoria de hechicera. Con Maqroll todo quedaba pendiente y nada se cumplía a cabalidad. Los cabos sueltos tornaban a intrigarla, despertando su curiosidad por el personaje. De allí que su trato con el Gaviero estaba siempre sazonado de un humor entre irónico y cariñoso que a ella le permitía conservar siempre una salida de escape. Con Abdul, en cambio, todo se formalizaba dentro de un orden cuyo escueto diseño, que no excluía la aventura y el riesgo, la mantenía dentro de cauces que jamás escapaban a su amorosa inteligencia. Que los celos no hubieran asomado jamás su tortuosa silueta para separar al trío, era fácilmente explicable para quienes conocían esos distintos matices de su relación. La desaparición de Ilona dejaba un vacío que, sin separar a los dos amigos, les despojaba de un intermediario que había facilitado y hecho más amable el manejo de situaciones cuya gravedad siempre acababa disolviéndose por obra del saludable sentido común y el indeclinable amor a la vida de su común amiga y amante.
El viaje a Vancouver estuvo, así, teñido por la turbia torpeza que deja la muerte de alguien a quien hemos amado sin reservas y que formaba parte de la más firme substancia de nuestro existir. Maqroll cuidó, desde el comienzo, en dejar muy claro ante Abdul la condición de inevitable que marcó la tragedia. Larissa escondió hasta el último instante las armas que tenía preparadas, e Ilona se lanzó de cabeza en la celada, de la chaquena sin dejar a Maqroll la menor oportunidad de intervenir. Bashur insistía en darle al asunto una explicación erótica y morbosa de parte de Larissa. El Gaviero insistió muchas veces en que Ilona fue a este respecto de una claridad absoluta. En otras ocasiones, cuando ella había tenido una pasajera aventura de ese orden, solía comentarla sin reservas. El hacer el amor con otra mujer era para Ilona una suerte de juego sin consecuencias, una gimnasia de los sentidos en donde sólo éstos participaban, jamás los sentimientos. Lo de la chaqueña había tenido que ver, más bien, con una piedad mal entendida y con una oscura culpa gratuitamente asumida. Larissa se había aprovechado de esto con el cinismo tenebroso propio de cierta clase de insania bien definida por la psiquiatría. Maqroll insistía en que, al dejar escapar el gas y, una vez Ilona presente, encender el cerillo que causó la explosión, Larissa se había vengado, en la persona de la triestina, de la amarga serie de humillaciones que conformaron esa vida de perpetua servidumbre y de sórdida dependencia. No fue posible aclarar los hechos, ni a la policía de Panamá le interesó sobremanera hacerlo. La explicación de los secretos móviles de Larissa debía andar muy cerca de la tesis del Gaviero.
Ya sin Ilona y su amorosa pero sutil vigilancia, Abdul Bashur, con el paso del tiempo, se fue inclinando cada vez más a seguir los pasos del Gaviero, asumiendo su deshilvanada errancia y el gusto por aceptar el destino sin medir el alcance de sus ocultos designios. Por este camino, Abdul, movido por el secular atavismo de su sangre trashumante, descendió, si no más hondo, al menos a las mismas tinieblas abismales visitadas por Maqroll. Era como si hubiese perdido un freno, un asidero quelo detenía en lo pendiente de su querencia al desastre. Esto me ha llevado a veces a pensar en que la cita con
El Rompe espejos
sucedió después de la muerte de Ilona. Cuesta creer que ella no hubiese intervenido en semejante aventura, en la que iba de por medio la vida de su amante. Pero si nos atenemos a las fechas de la correspondencia, esa suposición debe descartarse. Habría que decidir, entonces, que la influencia de Maqroll había comenzado a ejercer su dominio aun antes de la desaparición de Ilona, lo que tampoco es muy creíble.
S
EA como fuere, cuando llegaron a Vancouver, Bashur ya había soltado todo lastre y, sin pensarlo dos veces, aceptó la sugerencias de Maqroll de vender el
Fairy of Trieste
y, con ese dinero, comprar un carguero que acondicionarían para el transporte de peregrinos a La Meca. Así lo hicieron y, como pasajeros en un venerable carguero turco, viajaron hasta el Pireo, donde se encontraba el barco que deseaban adquirir. El motor diésel de la nave necesitaba una reparación a fondo ya que se trataba de un D11, Scania Saab, fabricado en Suecia en 1920. La conversión del
Hellas
, que así se llamaba el carguero, se realizó en el mismo Pireo a tiempo con el ajuste del motor. Y su registro se hizo en Chipre.
El negocio de transportar peregrinos a La Meca era ya conocido de los dos amigos y algo de esto se menciona en el relato dedicado a Ilona y Maqroll y a sus andanzas en Panamá. Las ganancias en esa clase de actividad son bastante alentadoras, pero el manejo de los pasajeros trae inconvenientes y riesgos fáciles de imaginar. En esa nueva etapa de sus actividades en el Medio Oriente, Abdul y Maqroll anduvieron juntos algunos años. Aunque poco digno de contar les sucedió durante dicho período, sí vale la pena consignar un hecho que pone en evidencia los cambios en el carácter de Bashur. En el tercero o cuarto viaje que hicieron con peregrinos a los santos lugares del Islam, toparon con un contingente que estuvo a punto de acabar, no sólo con el negocio, sino también con sus vidas.
Habían recogido a un grupo de familias de una pequeña comunidad musulmana instalada en Jablanac, en la costa croata de Yugoslavia. Se trataba de sobrevivientes de los tiempos de la ocupación otomana, que habían resistido con inquebrantable entereza, durante generaciones, todos los intentos de disolución promovidos por las autoridades de Croacia. El primer incidente del viaje no pasó a mayores y fue oportunamente sofocado por Maqroll. Un contramaestre recién enganchado por el Gaviero y que respondía al nombre de Yosip, conocido suyo de años atrás, hombre de ánimo un tanto desorbitado y susceptible, nacido en Irak, de ancestros georgianos, fue el detonador de esta primera riña. Yosip sentía por Maqroll un afecto probado ya en ocasiones anteriores. Era el encargado de instalar en la cala del barco, convertida en dormitorio común, a las familias de los peregrinos. Apenas entendía Yosip el arduo dialecto que hablaba esa gente y, de pronto, se suscitó una riña por un lugar que había asignado a una familia y que otra insistía en ocupar. Yosip trató de poner orden en la disputa cuando, de repente, los dos grupos contrincantes se unieron para irse contra él con el propósito de matarlo. En ese momento el Gaviero descendía para supervisar la instalación de los pasajeros. Conociendo el ánimo conflictivo y feroz de los croatas, traía siempre consigo un revólver calibre 38 en el bolsillo de su chaquetón de marino. Cuando vio lo que sucedía hizo dos disparos al aire y, apuntando a los rijosos, los conminó a guardar el orden, mientras hacía a Yosip señas de que abandonara el lugar. El que figuraba como jefe de la comunidad, un anciano imponente de luengas barbas entrecanas y ojos de iluminado, se destacó del fondo de la cala y se acercó para calmar a sus feligreses. Luego se dirigió a Maqroll en turco para explicarle que Yosip representaba para ellos una disidencia religiosa especialmente ofensiva. Era, por lo tanto, más prudente evitar, en lo posible, todo contacto del contramaestre con la comunidad. Maqroll asintió, en principio, a la solicitud del Imán y todo pareció tornar a la normalidad. Por cierto que, muchos años después, me iba a encontrar con Yosip, que regentaba un infecto motelucho en La Brea Boulevard de Los Ángeles, en donde había acogido a Maqroll derrumbado por un agudo ataque de malaria. En esa ocasión, Yosip me relató el hecho con ferviente e intacta gratitud hacia el Gaviero.
El viaje pareció continuar sin otro contratiempo, pero una sorda inquina se iba fermentando entre el pasaje, motivada, ya no solamente por la presencia' de Yosip, sino por cierta liberalidad en la estricta observancia de los preceptos de su religión que comenzaron a advertir en Abdul Bashur, al que sabían musulmán y cuya conducta venían juzgando desde el comienzo del viaje. En esas comunidades, que han sobrevivido al aislamiento a que las someten las autoridades de su país, la intransigencia y el dogmatismo se acentúan con mayor fuerza por obvias razones de supervivencia de su fe en un medio hostil a ésta. Maqroll sugirió que tanto Yosip como Abdul y Vincas, permanecieran siempre armados hasta llegar a La Meca. Y aquí vale tal vez la pena hacer algunas aclaraciones respecto a las creencias de Abdul y a su manera de practicarlas. Siendo un musulmán solidario con los avatares del Islam y perteneciendo a una familia donde la religión está integrada a la cotidiana rutina del hogar, Abdul, sin embargo, mostró desde niño una actitud de creyente marginal, de observante que se reservaba, allá en su interior, algo muy parecido a una actitud de examen, de análisis racional de las normas impuestas por el Corán; actitud que en ninguna religión es la más indicada para vivir como creyente auténtico y devoto. Su madre, mujer de gran dulzura, que sentía por él un cariño absorbente, trató de corregir esa tendencia de su hijo, pero, muy pronto, al llegar éste a la adolescencia, tuvo que prescindir de su empeño. Los continuos viajes, sobre todo por el continente europeo, no modificaron esa manera de vivir Bashur sus convicciones religiosas, antes bien acentuaron más sus reservas y perplejidades. Todo fanatismo lo perturbaba en extremo. Más aún, cuando cayó en la cuenta de que éste constituía el núcleo auténtico del islamismo, cuya perpetua actitud intransigente condenaba la más mínima desviación o tibieza en la práctica de los preceptos coránicos. La ductilidad conciliadora que lo distinguió desde niño le habría de servir como escudo en sus andanzas por tierras del Profeta, en donde evitó siempre el menor roce con sus correligionarios. Más bien era frecuente que Bashur entrara en conflicto con sus amigos europeos, que lo trataban como un levantino occidentalizado, chocando siempre con la intimidad lastimada de Abdul, que reaccionaba ante tan burda incomprensión. Seguramente, una de las razones de la sólida amistad que se estableció con el Gaviero era el respeto innato y espontáneo que éste supo mostrar, desde el primer momento, por las convicciones de su amigo. En cuántas ocasiones fue el mismo Maqroll quien tuvo que encargarse de poner en su lugar al interlocutor occidental que, viendo a Bashur brindar con ellos, se creyó autorizado a comentarios desobligantes sobre los preceptos del Islam en esa materia. Bashur guardaba, en esas ocasiones, un silencio entre fastidiado y contrito, mientras Maqroll dictaba al imprudente una lección que, de seguro, no olvidaría fácilmente. Abdul estaba cansado ya de repetir que El Libro en ninguna parte prohibía taxativamente el uso del alcohol. Lo que sí reprendía sin reservas era la ebriedad, gran pecado contra la mente, don inapreciable de Allāh.
—No se preocupe, Abdul —consolaba el Gaviero a su amigo—. Esta gente no ha entendido nada del Islam. Lo peor es que esa ignorancia insolente viene ya desde las Cruzadas. Siempre acaban pagándola muy cara, pero no entienden la advertencia y siguen en su tozudez. No tienen remedio. Así será hasta el fin de los tiempos.
—No todos son así —solía aclarar Bashur—, conozco muchos españoles y portugueses con una disposición mucho más abierta y sensata que la de otros europeos.
—No se haga ilusiones —insistía el Gaviero—, recuerde la Inquisición.
—Según tengo entendido, entre los inquisidores hubo más de un converso. Le tengo más miedo al fanatismo de mis hermanos que al de los
rumi
.
En esas palabras Bashur retrataba fielmente su actitud frente al conflicto secular de dos civilizaciones que han sostenido un diálogo de sordos durante más de un milenio. Si nos hemos detenido en ese aspecto de la personalidad de Bashur es porque precisamente en ese viaje con los croatas a los lugares santos se manifestó en forma patente su actitud ante el problema religioso.
Cuando el
Hellas
dejó el Adriático, comenzó cada mañana a subir a cubierta una mujer vestida un poco a la moda europea, con un traje floreado que le llegaba a los tobillos. Desde el primer día en que apareció, Bashur puso en ella la vista. Alta, casi de su estatura, delgada y esbelta, los pechos breves y firmes, la mujer mantenía un porte erguido y ausente que armonizaba con la perfección de sus facciones. Era 'una cara alargada y pálida, de rasgos finamente delineados. Los ojos grandes y oscuros conservaban una mirada de esquivo estupor, de gacela alarmada, que le daba un particular encanto. El viento, al ceñirle el traje al cuerpo, ponía de manifiesto unas caderas apenas insinuadas, con las crestas de los ilíacos resaltando bajo la tela. La mujer permaneció allí, sin acompañante alguno, durante dos largas horas, escrutando fijamente el horizonte, cosa que despertó la curiosidad de Bashur y la inquietud de Vincas. Periódicamente se pasaba la mano por la abundante cabellera de un negro profundo, en un gesto de impaciencia apenas manifiesta. Al tercer día de pasar Abdul a su lado, con un pretexto cualquiera, escuchó que se dirigía a él, en el dialecto de El Cairo, para preguntarle qué islas eran esas que habían quedado atrás hacía un rato y se perdían ya en el horizonte.