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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (82 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Son Othonoï y Erikousa. Vale la pena, un día, visitarlas. Son el primer anuncio del encanto helénico —contestó Bashur, con evidente propósito de continuar el diálogo.

La mujer resultó dueña de una educación bastante más extensa y refinada que la del resto de sus compañeros de peregrinación. Viajaba para reunirse con su marido, explicó, tras algunas frases convencionales. Sus padres la habían casado con un hermano mayor del Imán que los conducía a La Meca. Era un comerciante muy respetado en la región, que, desde hacía muchos años, se tenía que desplazar en silla de ruedas debido a un ataque cerebral que lo dejó semiparalítico. Ella había ido a Jablanac para visitar a sus sobrinas políticas, hijas del Imán, y ahora regresaba al hogar. De soltera vivió en Egipto, trabajando en un almacén de perfumes en El Cairo, protegida por unos lejanos parientes de su madre. Sus padres murieron en un accidente de tren, cuando viajaban a Zagreb para instalarse allí. A su regreso de Egipto, el Imán, que había recibido la custodia de la joven, la casó con su hermano que ya se encontraba inválido.

Durante todo este relato de su vida, no advirtió Bashur el menor tono de queja o autocompasión. Ella contó los hechos en forma escueta y directa, como si le hubiesen ocurrido a otra persona. Abdul, un poco en retribución a tales confidencias y un mucho para proseguir la charla, hizo, a su vez, un breve resumen de su vida. Pasaron, luego, a rememorar El Cairo, que Abdul conocía muy bien, y Alejandría, donde había vivido de adolescente, trabajando con un tío. Precisamente en Port Said había conocido a su socio y viejo amigo, y señaló hacia Maqroll que, recostado en una silla de lona, estaba embebido en el libro de Gustave Schlumberger sobre Nicéforo Phocas. Bashur percibió una ligera reticencia en los ojos de la mujer y le preguntó, a boca de jarro, qué opinaba del Gaviero. Ella, con espontánea naturalidad, le repuso que el hombre le causaba un indefinible temor. Quizás, dijo, era debido a la imposibilidad de ubicarlo en oficio alguno y tampoco en una determinada nacionalidad. Nada comentó Bashur al respecto y pasó a hablar del viaje que hacían y de los puertos donde iban a tocar. La mujer se despidió poco después. Antes de partir, volvió hacia Abdul para decirle:

—Mi nombre es Jalina. Ya sé que el suyo es Abdul y no Jabdul como lo llama el capitán. Por cierto: por qué no lo corrige cuando lo llama así.

—Porque me divierte que lo haga —repuso Abdul, sonriendo ante el desenfado de su interlocutora, inesperado en una musulmana—, también el Gaviero lo hace cuando me quiere tomar el pelo.

—Yo jamás podría hacerlo —comentó ella mientras se dirigía hacia la escalerilla que llevaba a la cala. En esas palabras dejaba algo que Bashur interpretó como una tácita promesa de una futura intimidad.

Siguieron viéndose cada día y la relación se hizo cada vez más fluida y personal. Abdul cayó en la cuenta de que la mujer le atraía en forma muy particular. Más que atractivo, se trataba de una excitación comunicada por ese cuerpo de una esbelta delgadez y esa piel cuya blancura mate y tersa le traían a la mente los tan citados versículos coránicos sobre las huríes del paraíso. Era un lugar común inaceptable, lo sabía, pero también sabía que esos lugares comunes toman cuerpo y adquieren presencia tangible. Por la misma razón de su obviedad, cobran un prestigio obsesivo y arrollador. Tanto Maqroll como Vincas vigilaban la temeraria senda por la que se internaba su amigo. El Gaviero, fiel a su principio de dejar siempre que las cosas sucedieran, sin importar lo que viniese, no intervino para nada. Vincas, mas ingenuo y desprevenido, comentó a su patrón:

—Por Dios, Jabdul, los muslimes andan ya harto irritados. Usted bien sabe a lo que se arriesga si se lleva a la cama a esa mujer, casada con el hermano del Imán. Nos van a degollar a todos.

—No se preocupe, capitán. Andaré con cuidado. No pasará nada. Ya conoce usted aquello de la atracción del fruto prohibido. Además, esa mujer es más civilizada que sus broncos compañeros de viaje —repuso Abdul, que, si bien no estaba tan seguro de que el asunto no traería consecuencias, ya había resuelto llevarse a Jalma a su camarote, exasperado por el turbador reclamo que la mujer ejercía sobre sus sentidos.

La iniciativa, sin embargo, no partió de él y esto exacerbó aún más su capricho. Una noche, cuando dormía ya profundamente, tocaron tímidamente a su puerta. Se levantó para abrir y entró Jalina, envuelta en un amplio chal que le envolvía todo el cuerpo como a una sacerdotisa fenicia en trance. Sin pronunciar palabra cayeron abrazados en la litera. Abdul solía dormir desnudo y ella, al quitarse el chal, apareció en plena desnudez ofrecida en un desordenado delirio de posesa. Bashur confirmó, en febriles episodios que se sucedían en un vértigo que parecía no acabar nunca, sus premoniciones sobre el temperamento de la croata, cuyas caricias lo dejaron exhausto.

Los encuentros nocturnos se repitieron cada noche, a tiempo que la mujer no volvió a presentarse en la cubierta, en un vano intento, tal vez, de ocultar su relación con el dueño del
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. Los temores de Vincas no tardaron en cumplirse. Abdul comenzó a notar en el cuerpo de su amiga moretones que indicaban el castigo por su conducta. Ella le restó importancia al hecho e inventó que se había caído de la litera mientras dormía. Abdul prefirió aceptar la disculpa. Pero una noche, cuando fue a abrir la puerta, en lugar de Jalma entró el Imán en persona. La actitud del anciano no era violenta. Daba la impresión, más bien, de estar turbado ante la desnudez de Bashur y no lograba expresarse claramente. Bashur se envolvió en la sábana y lo invitó a sentarse. El hombre permaneció de pie mirándole fijamente. Bashur le preguntó la razón de esa visita y el Imán le contestó con voz que escondía un hondo reproche:

—Usted conoce muy bien el castigo que en El Libro se impone a las parejas adúlteras. No tengo que decirle más. Cuando lleguemos a La Meca, esa mujer será juzgada según la ley del Profeta. Respecto a usted, nada podemos hacer aquí. Su ofensa será un día castigada como está prescrito. Lo conmino a que suspenda de inmediato todo contacto con la mujer de mi hermano. Si hasta hoy he conseguido detener a mi gente, que está ansiosa de limpiar la vergüenza que cayó sobre nosotros, no garantizo que, en adelante, pueda lograrlo. Esto es todo lo que tengo que decir, además de proclamarlo, con la autoridad de mi investidura de
mullah
, réprobo indigno de la infinita clemencia de Allāh el misericordioso.

Bashur informó a Maqroll al otro día sobre las palabras del Imán y sus propósitos justicieros. El Gaviero se quedó pensativo por un instante, como sospechando la gravedad del anuncio, y luego comentó:

—¡Ay, Jabdul!, cómo siento tener que darle la razón a Vincas. Pero, por otra parte, es cierto que en esta materia no he predicado precisamente con el ejemplo y nada puedo decir. Ahora bien, mientras estemos en el barco, el Imán no puede aplicar en esa pobre mujer su feroz justicia. Estamos bajo pabellón británico. No olvide que el
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está registrado en Limassol. El anciano sabe que las leyes inglesas considerarían cualquier atropello a Jalina como un delito grave. Él mismo lo está reconociendo así, al decir que la sentencia se ejecutará al llegar a La Meca. Nos conocemos hace tiempo y bien sé que usted buscará la manera de seguir en contacto con ella y tratará de protegerla. Eso va a enardecer los ánimos de estos bárbaros. Si se nos vienen encima, no cabe duda de que dan cuenta de nosotros en pocos minutos. La única solución posible es que descienda con ella pasado mañana en Port Said. Nosotros seguiremos hasta Jiddah, dejamos allí a los peregrinos y, de regreso, los recogemos a ustedes. Hay que ver qué papeles tiene la dama.

—Trae pasaporte yugoeslavo —explicó Abdul—, pero como ha vivido varios años en Egipto, la policía debe tener registrado su nombre. No creo que haya ningún contratiempo para bajar en Port Said y esperar allí algunos días el Hedas. Pero ése no es el verdadero problema —prosiguió Abdul con tono desolado—. Lo que en verdad me inquieta, en caso de que logremos quedarnos en Port Said, es cargar con esta hembra desenfrenada y hacerme cargo de ella, vaya a saber por cuánto tiempo. Usted sabe que ésta es una aventura pasajera. Ya le he contado sobre los arrestos de la señora en el lecho y la delirante experiencia que ha sido estar con ella. Pero de allí a compartir la vida con una bacante desmelenada, hay un abismo.

—Todo eso ya está tenido en cuenta. En Port Said le daremos dinero suficiente para que viaje a donde quiera. No me da la impresión de que sea persona para quedar desamparada así no más. Si trabajó en El Cairo y en Alejandría, se abrirá camino fácilmente en cualquier sitio. Hay una cosa cierta y ella la sabe: si desciende en Jiddah con los demás, muere lapidada antes de ver La Meca. Habría que encontrar a alguien que se interese por ella y dejársela en herencia, como hice con la viuda de los inciensos funerarios en Kuala Lumpur, que acabó en brazos de Alejandro Obregón —a estas últimas palabras del Gaviero, Abdul respondió con un movimiento de cabeza que decía más que cualquier frase, luego comentó:

—Pero cuál va a ser la reacción de esos energúmenos, cuando se den cuenta de que desembarcamos en Port Said —era evidente que no acababa de ver del todo claro en el plan de su socio.

—Muy simple —le respondió el Gaviero—, ustedes bajan de noche, en forma discreta. Yosip los acompañará. Es de confiar y tiene papeles de Irak, que no presentan problema. Se dirá que fue al puerto para entregar unos documentos a nuestro agente. Lo importante, ahora, es que se comunique usted con su Dulcinea. Yo estoy seguro que ella hará lo imposible para verlo.

En efecto, Jalma apareció a la madrugada siguiente en el camarote de Abdul, con el rostro magullado, una ceja desgarrada que sangraba copiosamente y la espalda llena de señales de azotes propinados sin piedad. Bashur intentó, como pudo, curarle las heridas con los medios disponibles en su botiquín y le hizo tomar un analgésico fuerte para calmar los dolores que debían ser insoportables, aunque la mujer no se quejaba. Tampoco quiso contar quién la había castigado así. Escuchó la propuesta de Bashur respecto a desembarcar con él en Port Said y estuvo de acuerdo en todo. Confirmó también que en su pasaporte figuraba aún la constancia de haber vivido y trabajado en Egipto. Se insinuó para hacer el amor, a pesar del maltrato que traía, y Abdul accedió para no contrariarla en ese momento. Antes de regresar a la cala convino en esperar un cuarto de hora antes de la medianoche siguiente al pie de la lancha del
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que los llevaría a tierra. Bashur le indicó claramente cuál era.

Abdul informó esa mañana a Maqroll y a Vincas sobre la visita de Jalina y su conformidad con el plan de escape. Quedaba el problema de los peregrinos y su reacción cuando se dieran cuenta del hecho. Estuvieron todos de acuerdo en repartir armas entre los miembros de la tripulación de mayor confianza.

Atracaron esa noche en Port Said y comunicaron por radio a la capitanía del puerto que iban a descender dos pasajeros con sus papeles en regla. Esperarían en Port Said hasta el regreso del
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que se dirigía con peregrinos hasta Jiddah,el puerto de La Meca. Las autoridades estuvieron conformes. A la hora que indicó Bashur, Jalina apareció al pie de la lancha. Había sido golpeada de nuevo y apenas podía caminar. Casi al tiempo llegaron Yosip y un marinero que lo acompañaría hasta el muelle. En la cala no se escuchaba señal de vida. El Gaviero y Vincas se quedaron en espera del regreso de la lancha ansiosos de saber cómo habían sucedido las cosas en el puerto. El tiempo pasó y nadie regresaba. Finalmente, en la mañana del día siguiente la lancha volvió conducida sólo por el marinero, quien hacía señas para que le ayudaran a izarla. Al llegar a cubierta el hombre relató lo sucedido, sin esperar a las preguntas de sus superiores. Abdul y Jalina pasaron la barrera de inmigración sin problema alguno. Un policía preguntó por qué venía esa mujer en tal estado, le explicaron que había sufrido un traspiés en la escalera que descendía a la cala y había caído de casi cuatro metros de altura. Iba a someterse a un examen médico en el hospital de Port Said. Cuando Yosip se disponía ya a regresar, le pidieron sus papeles y él repuso que no los traía consigo, ya que no tenía intenciones de desembarcar allí. Le ordenaron esperar, después de pedirle su nombre completo y otros datos personales. Al poco rato ingresó el mismo oficial con dos guardianes armados y le dijo a Yosip:

—Usted estuvo en la Legión Extranjera francesa y tiene asuntos pendientes en Francia con la justicia militar. Queda detenido —los guardias lo esposaron y partieron con él hacia el interior de las oficinas. Al marinero, que trataba de abogar por el contramaestre, le indicaron que no se mezclara en eso y regresara al barco de inmediato, si no quería que lo detuvieran también. El hombre explicó que había escuchado, allá detrás de las mamparas de vidrio que separaban el área de inmigración del resto de las oficinas, que Abdul y Jalina algo hablaban con Yosip, quien debió cruzarse con ellos.

La presencia de Yosip en el barco era indispensable para enfrentar a los croatas en caso de algún desorden en la cala. La tripulación sentía hacia él una mezcla de fidelidad, respeto y admiración por su abigarrado historial en todos los puertos del Mediterráneo. Maqroll y Vincas se fueron a dormir, luego de acordar que se comunicarían a la mañana siguiente con la persona que los representaba como agente aduanal, para pedirle que interviniese en alguna forma para conseguir la liberación de Yosip. Así lo hicieron y hacia las diez de la mañana consiguieron, por fin, comunicarse a Port Said con el hombre cuya voz se oía trasnochada y tartajosa. Pasó Abdul al aparato y los puso al corriente de lo ocurrido. Resulta que Yosip era desertor de la Legión Extranjera francesa y las autoridades de ese país habían cursado un pedido de extradición a Egipto, donde sospechaban que se había refugiado. Yosip explicó que ese cargo estaba ya prescrito y solucionado hacía más de diez años. Si las autoridades egipcias preguntaban ahora a Francia por el caso, todo se aclararía al instante. En el pasaporte, que le fue enviado por Vincas esa mañana, podían ver que varias veces había entrado y salido de Francia, Argelia y Túnez, sin ser molestado. Los archivos de Port Said no debían estar al día. Pero daba la casualidad de que era sábado y el consulado francés sólo abriría hasta el lunes siguiente. Abdul sugería que continuasen el viaje lo más pronto posible, por obvias razones. Aclaró también que la persona enferma que había bajado con ellos estaba ya bajo atención médica en el hospital inglés. En un par de días estaría en condiciones de salir de allí. Era urgente que enviasen todos los demás papeles referentes a Yosip, que guardaba Vincas con los demás documentos del
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.

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