Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Bashur descendió por la escalerilla y vio que Tirado conversaba en voz baja con el negro. Había algo en los gestos de ambos, una encubierta intimidad que nada tenía que ver con Abdul ni con el
Thorn
, sino con la relación de ellos dos. Una curiosa sospecha le vino a la mente. «También eso —pensó—. Definitivamente nuestro hombre es más complicado de lo que mostraba la foto».
La noche se había establecido con sus inmensos cielos ecuatoriales y sus constelaciones que parecen estar al alcance de la mano. La luna llena iluminaba el paisaje con un resplandor lácteo de intensidad inusitada. El viaje en la lancha duró cerca de dos horas. La zona de manglares, al comienzo de la ruta, dejaba en el ánimo una desolación indefinible. El silencio, roto apenas por el chapoteo de las aguas contra los troncos que se hundían en el agua y el zumbido del motor, y la monotonía de esa vegetación enana, de hojas metálicas, daban al ambiente un sabor a muerte y ceniza. Se internaron río arriba y aparecieron los grandes árboles de vistosas flores color naranja fosforescente y las bandadas de loros que regresaban a sus nidos en medio de una algarabía desbocada a la cual respondían otras aves desde la espesura del bosque. El paisaje cobró una animación festiva que borraba, en parte, el recuerdo de los manglares. La vegetación se iba cerrando hasta llegar a trayectos en los que las ramas de una y otra orilla se entrelazaban ocultando el cielo. Bashur y Tirado intercambiaban apenas cortas frases intrascendentes que se referían al paisaje y al clima. Cada uno se reservaba para lo que pudiera ocurrir más adelante.
De pronto, la lancha viró bruscamente hacia la orilla y entró a un estrecho caño, oculto por tupidos matorrales hasta hacerlo prácticamente invisible para quien pasara por allí sin conocer muy bien la entrada. Media hora después arribaron a un atracadero de concreto, provisto de los elementos más modernos para recibir las embarcaciones. Descendieron de la lancha y recorrieron el muelle protegido por una barandilla niquelada que brillaba a la luz de la luna. Abdul volvió a recordar las grandes villas al borde del agua en Estambul y Alejandría, en Ostia o en Saint-Jean-les-Pins.
El Rompe espejos
iba adelante, señalando el camino que se internaba por entre un lujurioso sembrado de naranjos en flor. Los pasos hacían crujir la grava del piso, con un ruido que producía una impresión de suntuosa prosperidad. Llegaron al fondo de los naranjales. Allí se veía una casa de estilo Bauhaus de un solo piso, cuyas amplias superficies de cristal y aluminio se iluminaron de pronto con reflectores escondidos en el jardín.
Una mujer de acusadas facciones indígenas, casi asiáticas, vino hacia ellos con paso lento de servidor obsecuente. Estaba vestida con prendas masculinas cuidadosamente escogidas: pantalón de mezclilla de corte italiano, camisa blanca con el cuello abotonado y una corbata con diseños polinesios, anudada con rebuscado descuido. Los pies descalzos mostraban las uñas pintadas de color azul pálido. Saludó con respetuosa inclinación de cabeza y esperó las órdenes del dueño. El cuerpo, de formas jóvenes y elásticas, descansaba bajo la luz de los reflectores como un maniquí en la vitrina de un lujoso almacén. Tirado le hizo una seña y ella se dirigió al interior de la casa mientras ellos la seguían en silencio. Entraron a un recibidor en forma de terraza, en cuyo centro se veía un estanque en el que cruzaban en perpetuo movimiento peces de colores fosforescentes, sin duda traídos de la región amazónica. Pasaron, luego, por un corredor en el que colgaban cuadros en el estilo de Rothko y de Pollock. Todo esto no tomaba de sorpresa a Bashur, quien, desde la aparición de la lancha, había presentido que la residencia de Tirado debía ser así. Tampoco le cabía ya duda alguna sobre los orígenes de la fortuna que permitía ese lujo en un lugar tan primitivo.
Se sentaron en confortables sillones de ratán forrados en tela de lino, con tenues manchas de colores pastel. La mujer les preguntó qué deseaban tomar. Abdul pidió un té helado. El dueño sonrió con ironía y pidió un
Margarita frappé
. Abdul dejó pasar sin comentario la sonrisa de Tirado e hizo un elogio del lugar y del buen gusto de la decoración. Anotó, de paso, que el mantenimiento de una residencia así, en un clima semejante, debía ser tarea harto difícil.
—Con personal bien entrenado y alguien que lo dirija con mano firme, no hay problema —explicó
El Rompe espejos
—. De eso se encarga un mayordomo que traje de Porto Alegre, cuyos abuelos alemanes le transmitieron la férrea disciplina de su gente. El estilo de la casa lo escogí más por razones de comodidad que por gusto. Imagínese lo que debe ser vivir en este infierno en una casa estilo Tudor, como la que mis padres habitan en la capital. Bueno, si no tiene objeción podemos hablar un poco de nuestro barco. No creo que haya venido aquí para conversar sobre las ventajas de la arquitectura de Mies van der Rohe —la mujer llegó con las bebidas, las dejó silenciosamente sobre la mesa de centro y partió otra vez sin hacer el menor ruido—. Voy a explicarle, muy sencillamente, cuál es mi idea. Usted ha llegado en forma providencial para mí. Ayer, justamente, me informaron por radio desde Panamá que un barco que venía para recoger un cargamento delicado que debe entregarse en su destino en fecha fija no podía zarpar a causa de una avería que tomará varias semanas en ser reparada. He pensado que usted puede encargarse de ese transporte y su costo lo tomo como un primer pago sobre la compra del
Thorn
, que sólo en tales condiciones me interesaría venderle. Luego terminaría de pagarlo con dos o tres viajes más. Me gustaría conocer sus comentarios al respecto.
Abdul sintió, allá muy adentro, una suerte de alivio. Ésa era, entonces, la trampa que le esperaba. Tampoco esto fue sorpresa para él. Con
El Rompe espejos
era natural prever algo de ese orden. Pero, precisamente, lo que le atraía del asunto era la zona de peligro, ya definida y evidente, que le producía un cosquilleo en la espina dorsal. El
Thorn
, como se lo había explicado a Vincas al partir, ya no jugaba ningún papel en todo esto. Fue así como resolvió seguir el juego de su contrincante hasta ver en qué paraba.
—En primer término —aclaró Bashur—, necesitaría conocer el barco en detalle y saber si aún navega o hay que remolcarlo. En segundo lugar, me gustaría, desde luego, saber qué clase de cargamento delicado es ése y adónde debo llevarlo. Aclarados esos dos puntos, estaré en condiciones de darle una respuesta.
—Sobre el primer punto —repuso Tirado, saboreando el final de su
Margarita
, con cierta golosa morosidad que se le antojó a Bashur más vulgar que infantil— puedo decirle que el
Thorn
tendría que ser remolcado hasta Panamá. Allí lo pueden acondicionar para que navegue. El motor ha estado detenido hace varios años y me temo que esté inservible. Para convertirlo, como usted desea, en barco para su uso personal, idea que, con perdón suyo, me parece un tanto peregrina, eso podría hacerse ya fuera en Nueva Inglaterra o, también, en Estambul, pero nadie mejor que usted para saberlo. Sobre el segundo punto, quisiera que esperásemos hasta mañana, cuando tenga en mi poder algunos datos indispensables. Por ahora, lo invito a compartir conmigo una cena que nos están preparando y que buena falta nos hace. Su habitación ya está lista. Si quiere tomar un baño para refrescarse un poco, hágalo con toda confianza. Ya ordené que le preparen ropa fresca, por si quiere cambiarse. No se preocupe, es de su talla, no de la mía. Eso faltaba.
El escalofrío que persistía en su espalda le estaba anunciando a Bashur que se hallaba en el ojo de la tormenta. Pidió permiso al dueño y partió a su habitación para tomar un baño. Siguió a la muchacha vestida de hombre, que había surgido como por ensalmo. La habitación contaba con las más impensables comodidades, dignas de un gran hotel de lujo. La ducha, que graduó con agua muy caliente, le trajo una sensación de bienestar que bastante necesitaba. Se rasuró con una máquina eléctrica nueva, que descubrió en el gabinete del baño. Se probó, luego, la ropa que le había traído la mujer con pómulos de anamita. Todo le sentaba a la medida. La camisa de popelina fresca, los pantalones de lino y la ropa interior de hilo se parecían mucho a las prendas que estaba dejando. Metió los pies dentro de unas suaves sandalias hechas de esparto, y regresó a la terraza. La mesa estaba servida allí mismo.
El Rompe espejos
lo esperaba con un segundo
Margarita fappé
en la mano. Pasaron a la mesa y comenzaron a servir una serie de platos de cocina japonesa, todos dentro del estilo más tradicional e impecable. El
sushi
, en particular, era de una variedad y una frescura inconcebibles en ese sitio. Abdul así se lo comentó al dueño, quien se limitó a sonreír con una complacencia que luego fue derivando en malicia.
—Me gustaría —dijo Bashur para cambiar de tema— conocer ahora el origen de su inquietante apodo. Se lo recuerdo porque antes ya me lo había prometido y siento que sería un complemento perfecto para saborear esta magnífica cocina. No sé si esté en vena para complacerme.
—Recuerde —repuso Tirado sin inmutarse— que le previne sobre el motivo bastante obvio del apodo. De esto hace muchos años. Entrenaba con mi equipo para competir en el Campeonato de Polo de Palm Beach y el juego empezó a ponerse algo violento. De pronto, se me resbaló el mango del mazo y le di a la bola en tal forma que salió disparada contra los ventanales del comedor del Club de Polo y rebotó en un gran espejo veneciano que no recuerdo qué magnate cafetalero había dejado en herencia. El espejo voló hecho añicos. Mi padre lo pagó sin protestar. Pero esto no es todo. Al año siguiente, jugábamos un partido con el equipo visitante, integrado por polistas chilenos realmente notables. Volvió a fallarme, fatalmente, la orientación de un golpe a la meta y la bola fue a pulverizar uno de los espejos laterales del imponente Packard de la Presidencia, famoso en ese entonces en toda la ciudad, donde no se conocía ningún otro coche de ese estilo y tamaño. El propio Presidente, que presenciaba el juego y había sido padrino de matrimonio de mi padre, fue quien me bautizó como
El Rompe espejos
. Antes de entrar en la política, había sido golfista notable y
clubman
muy dado a figurar en sociedad. De allí en adelante todo el mundo comenzó a llamarme con el apodo presidencial. Nunca me ha molestado, en verdad. Ahora que mi vida ha tomado rumbos tan radicalmente opuestos a los de esos años, ya tan distantes, viene muy a punto con cierta fama que he ganado de lograr mis propósitos por encima, no sólo de leyes y autoridades, sino de intereses y vidas que no sean los míos. Bien. Ahora que ya he tenido el gusto de satisfacer su curiosidad, le invito a que vayamos a dormir antes de que nos invada la calima. Es una niebla que se levanta en las primeras horas de la madrugada y que hace desvariar a las personas.
El Rompe espejos
se despidió de Abdul y fue a perderse entre los naranjales, donde aquél pensó que debía estar su habitación, separada de la casa y a salvo de sorpresas. Su deducción se vino abajo porque oyó luego el motor de la lancha que se alejaba río arriba.
Ya en la cama y en vista de que el sueño no llegaba, lo que dada la situación era fácil de entender, Bashur se dedicó a pensar en cómo escapar de la celada que le había tendido el dueño de la casa y que él voluntariamente aceptó, atraído por la incógnita que esconde el mundo del crimen. Muchas horas debieron pasar mientras maduraba su plan para salir con vida. Sobre la personalidad de Tirado no le quedaba ya duda. Al abandonar la clase en la que había nacido, dejó al libre arbitrio el instinto de mórbido sadismo que sus antepasados supieron mantener a raya, gracias a una valla hecha de buenas maneras y de codicia sabiamente administrada.
El propósito del
Rompe espejos
era, sin duda, liquidarlo en caso de que no accediera a su propuesta. Bashur preparó minuciosamente un plan para salir con vida y, examinados, punto por punto, todos sus detalles, entró en el sueño resignado como buen musulmán a lo que dictasen más altos poderes. Antes de dormirse profundamente, volvió a escuchar el motor de la lancha que regresaba. Los pasos de Tirado en la grava del sendero fueron lo último que escuchó. Alcanzó a darse cuenta de que no iba hacia la casa sino al lugar donde debía estar su habitación.
Lo despertaron unos tímidos golpes en la puerta.
—Pase —dijo con voz opaca de quien no acaba de salir del sueño. Entró la atractiva indígena vestida de hombre. Puso encima de la cómoda la ropa que él se había quitado el día anterior, mientras decía, sin mirar a Bashur:
—El patrón lo espera en la terraza para desayunar. ¿Desea té o café?
Abdul pidió té con tostadas y mermelada. La mujer salió sin hacer ruido. Mientras se jabonaba bajo la ducha y, luego, se rasuraba, cayó en cuenta de que en aquella mujer había un cierto aire andrógino que acababa por desviar el interés que, a primera vista, despertaba su figura. Recordó el íntimo cuchicheo del
Rompe espejos
con el negro de la lancha y comenzó a atar cabos que confirmaban sus sospechas de que el propietario del
Thorn
debía tener más de una desviación en su conducta sexual. Antes de salir de su cuarto, repasó el plan concebido la noche anterior. Todo estaba en orden y todo, también, en manos de Allah. Cuando llegó a la terraza,
El Rompe espejos
estaba sirviéndose una gran taza de café negro, humeante y perfumado. Tirado le dio los buenos días indicándole cortésmente el asiento que había ocupado la noche anterior.
—¿Durmió bien? —le preguntó mientras saboreaba el café con fruición de adicto.
—Muy bien —contestó Bashur—. ¿Y usted? Tengo la impresión de que no se fue a la cama de inmediato.
—En efecto. Tuve que dedicarme un poco a trabajar para usted —repuso el dueño, mientras una chispa perversa le cruzó por los ojos.
Abdul no respondió a esta observación y comenzó a preparar su té; un auténtico Lapsang Suchong, fuerte y ahumado como a él le gustaba.
—Bueno —comenzó a decir Tirado poniendo sus manos sobre la mesa—, me parece que ha llegado el momento de concretar nuestros negocios y conocer qué opina de mi oferta.
Abdul hizo con las manos el gesto de detener a su interlocutor, quien se quedó mirándolo un tanto desconcertado.
—Antes de que sigamos adelante yo quisiera decirle algo. Anoche pensé largamente el asunto y llegué a una decisión que debo comunicarle. En primer lugar, he perdido todo interés en el
Thorn
. Tal como estamos actualmente, con el
Princess Boukhara
, mi socio y yo ganamos lo suficiente. Nunca he pensado en adquirir un barco como el suyo, sólo para placer y para mi uso personal exclusivamente. De todos modos tendría que hacerlo trabajar para mantener ciertas entradas indispensables. Así las cosas, en verdad, para nada me interesa conocer las condiciones en que me ofrece el
Thorn
. Prefiero quedarme en la ignorancia. A nadie, es obvio, le comentaré nada en este sentido. Prefiero dejar las cosas con usted en este punto. Establecido esto, le propongo que nos separemos como si nada hubiese sucedido, ni nos hubiésemos visto jamás. Es lo mejor para ambos.