En el nombre del cerdo (38 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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Eso es todo lo que P necesita para que le salte el resorte. Lo primero da un alarido seco que hace que el foxterrier retroceda de un salto a orden directa de su amígdala. Enseguida, cuando lo tiene a la distancia adecuada, le lanza la mano engaritada a la nuez, no muy fuerte, lo justo para que el foxterrier se sienta morir de asfixia y empiece a hacer gorgoritos de espaldas contra la barra. Entonces hay tiempo de sobras para sujetarlo por la frente contra el mostrador obligándolo a una dolorosa torsión de la espalda, sacar el fino cuchillo charcutero, y apuntalárselo con firmeza entre los dos testículos. Ahí pincha un poco, hasta notar que atraviesa la tela tejana. Y dice exactamente esto otro:

—Puede que sí que te coma el capullo. O a lo mejor te abro la picha entera y preparo unos boquerones en vinagre, ¿os apetecen, panda de lilas?

La pregunta parece dirigida a los cuatro no directamente implicados, pero ni siquiera pasado el primer momento hacen gesto ni de rebotarse ni de salir en ayuda del cabecilla bajito, aunque de todas maneras la geometría del bar, el estrecho pasillo que queda entre la barra y las mesas, haría imposible un ataque conjunto. Por lo pronto nadie se mueve, el bajito tose pero ya respira, y sólo el carnicero, al que le parece ver en los ojos de P algo que da verdadero miedo, se le acerca para sujetarle el brazo que empuña el estilete y decir algo conciliador, «bueno, bueno, ya está, no ha pasado nada...». También la muchacha, saliendo de su sopor, dice «tranquilos, eh, tíos, tranquilos», y se levanta de la silla aunque sólo puede dar dos pasos antes de desplomarse justo delante del portón: patapom, al suelo. Los otros cuatro tipos se mueren de la risa al verla caer como un saco de patatas, seguramente a causa de una bajada de tensión que la deja momentáneamente inconsciente en el suelo, todo lo cual cambia radicalmente el centro de interés. P retira al fin el cuchillo y le suelta la frente a su presa, que cae también al suelo y se palpa ahora la bragueta para mirarse después los dedos ligeramente manchados de sangre. No tarda sin embargo en incorporarse a trompicones y salir hacia la calle esquivando a la muchacha caída y que parece dormir dulcemente en el suelo. «Esta está muerta», dice riendo el larguirucho feo. «Pues si está muerta ya podéis ir a enterrarla —contesta el carnicero—, y más vale que sea pronto porque está a punto de llegar la patrulla». La chica termina reaccionando cuando la estiran de los brazos para incorporarla; se lleva la mano a la cabeza y tarda unos segundos en tratar de levantarse, lo que sólo consigue con la ayuda de dos de los tipos y la intervención del carnicero, que le da unos cachetes y le pide a P un botellín de agua para dársela a beber, propuesta a la que ella, con dos boqueras de saliva en las comisuras de los labios, se acoge de buen grado. Todo parece indicar que la fiesta ha terminado y los invitados se están marchando; y se marchan sin pagar, pero P prescinde de ese detalle y espera a que todo termine de una vez. El deseo se materializa en cuestión de minutos, y hasta le parece mentira volver a escuchar el silencio cuando los dos coches han desaparecido calle abajo con su música, si bien el bajito del látigo se ha asomado a la ventanilla para advertirle a P que se verían las caras, advertencia que refuerza con un juramento airado: «por éstas».

Dentro del local queda el recuerdo de un montón de cristales rotos, charcos y salpicaduras pringosas de Red Bull... Cuando ya el carnicero ha vuelto a sentarse en su taburete ante su copa, «No te preocupes: después de ésta no creo que vuelvan a subir», y P ha llenado el cubo de fregar y ha empezado a limpiar las paredes con una bayeta, aparece Madame Bovary por la puerta:

—Coño: ¿qué ha pasado?

No recibe respuesta inmediata, así que vuelve a hablar:

—He visto subiendo que la patrulla ha detenido a dos coches en el cruce. Estaban cacheando a esos tíos del valle amigos del Malacaín. Se los han llevado esposados.

—A buenas horas —dice P.

Es entonces cuando aparecen los dos primeros jóvenes pelos-de-colores en sus motos todoterreno. A tomar el aperitivo.

* * *

El 31 de octubre amanece fresco y soleado. P está citado con Betoven a las doce del mediodía, en su casa. Vive justo frente al bar de los soportales, en un viejo edificio enlucido en blanco y compuesto por distintos volúmenes que obligan al tejado a organizarse en un variado juego de pendientes.

Se entra por un jardincillo muy cuidado, rodeado de una verja; de allí arranca una enredadera que enmascara la fachada frontal y una escalera exterior que sube hasta la entrada principal en el primer piso, bien visible desde la calle. Arriba, traspasada una puerta con llamador que permanece abierta, P encuentra un zaguán luminoso, con plantas en macetas y una puerta con alfombrilla de bienvenida y paragüero de latón. Betoven le ha advertido la noche anterior que debe subir un segundo tramo de escaleras para llegar a su puerta, la número dos, mucho más simple que la de abajo, en un pasillo largo y oscuro horadado por otras puertas a lado y lado. P llama al timbre y no tarda en abrir Betoven. Viste una bata que parece de seda granate sobre un pijama de algodón crudo:

—Ah, puntualidad: cortesía de los reyes. Disculpe mi atavío, me he levantado pasadas las once, ya sabrá usted que la única manera de vencer la resaca es dormir mientras dure. Voy por las llaves y bajamos.

P espera sin llegar a entrar en el recibidor, observando los dos cuadritos de japonesas a tinta china y la cortina estampada en tallos de bambú. Betoven vuelve enseguida con las llaves y su bolsito de mano, cierra la puerta y pasa delante de P bajando las escaleras hasta llegar a la puerta de la alfombrilla y el paragüero. Se ajusta un poco la bata antes de llamar al timbre.

Tarda en oírse un cerrojo; abre una anciana bajita, obesa, cabello azulón, apoyada en un bastón de empuñadura de marfil. Cianuro por Compasión. Sonríe:

—Buenos días —no demasiado acusado acento local. Habla Betoven. Saluda, presenta a P, «mi amigo Pedro, del que le hablé»; P no sabe si tenderle la mano a la anciana, ella nota su indecisión y le ofrece la izquierda para no tener que soltar el bastón. Observa a P con amabilidad pero muy atentamente, fijándose en su indumentaria y hasta parece que en la calidad de su afeitado. Enseguida toma una manojo de llaves, sale ajustando su puerta y encabeza la lenta comitiva de nuevo escaleras arriba. En el segundo piso se detienen junto a la puerta marcada con el número 1, casi frente a la número 2 de Betoven. La anciana abre y los tres pasan.

La oscuridad es absoluta hasta que la señora va abriendo contraventanas ayudada por los dos hombres que la siguen de habitación en habitación. El piso es sorprendentemente amplio y luminoso, con ventanas a tres vientos: a la calle de los soportales, justo frente a la terraza del bar donde ven al Robocop empezando a vaciar botellas de cerveza; al norte a un frondoso jardincillo interior de abetos azules, con el Horlá de fondo; y al este a la iglesia, cuyo chato campanario parece construido para funcionar a modo de carillón particular de la vivienda. La sala y la cocina contiguas dan a ese lado, y tienen salida a un largo balcón con baranda de celosía cubierta por la hiedra; la vista desde allí es airosa, abierta sobre los tejados vecinos al sol de mañana, es un palco de privilegio en el corazón del pueblo. Adentro, en el centro geométrico de la vivienda, hay una pequeña estufa de hierro; la señora explica que no debe alimentarse con leña sino con cáscara de avellana, y que la hizo instalar la última inquilina, «pobre chica», añade. También hay una vieja lavadora, nevera, una cocina de butano y un calentador de agua conectado a la misma bombona. Suficiente, aunque todo sea muy viejo y esté mal conservado. Lo peor es que la última capa de pintura es de un rosa rabioso, en brutal contraste con el verde brillante de las puertas, y que la ducha se reduce a una alcachofa de plástico que cuelga junto al inodoro y apunta a un desagüe en el suelo encementado, si bien hay un amplio bidé decorado junto al lavamanos. Por lo demás sólo quedan unos pocos muebles abandonados: una mesa camilla sin barnizar, dos camastros, algunas sillas, dos sillones modulares llenos de pelos de gato...

—Me gusta la luz y el balcón. ¿Cuánto pide por él? —pregunta P, a pesar de que Betoven ya lo ha informado de manera extraoficial.

–200 euros al mes. Los gastos corren de su cuenta.

Las puertas del balcón han quedado abiertas y se oyen unos maullidos cercanos. Los tres se vuelven y ven a un gato negro rascándose el lomo al pasar por el quicio y entrar en la sala.

—Ah, es la gata de la muchacha que vivía antes aquí, pobre chica, todavía ronda por estos tejados. Si le molesta no tiene más que espantarla.

La señora levanta el bastón y emite un soplido; la gata salta balcón allá como alma que lleva el diablo. Luego, dando por hecho que P se queda con el piso, le explica que tendrá que pasar por casa del administrador para firmar un contrato, que los suministros están dados de alta aunque no hay luz porque faltan las bombillas, que le dejará en el buzón las facturas correspondientes a medida que vayan llegando, y que, por último, se fía de él ya que viene recomendado por Betoven (Don Blas) y por tanto puede quedarse ahora mismo con el juego de llaves. En efecto: se las da, después se despide entregando de nuevo la mano izquierda y se marcha escaleras abajo.

—Bueno —dice Betoven cuando se quedan solos en el recibidor—, ya tiene usted trabajo y casa en San Juan del Horlá, no está mal para llevar aquí poco más de un mes. Qué sea en buena hora.

—Sí, y le debo unos cuantos güisquis...

—Bah, no he tenido que hacer gran cosa. A la dueña le conviene tener a un inquilino aquí arriba para que se ocupe de que no se hielen las tuberías en invierno. Ella vive en el valle, sólo aparece por aquí un día por semana, a regar las plantas; la trae su hijo en coche y vuelve a buscarla a la hora de comer.

—La verdad es que el piso tiene encanto, y estoy por decir que la finca es la mejor situada del pueblo.

Betoven ríe:

—Naturalmente: en sus tiempos fue el prostíbulo más conocido de la comarca.

—¿En serio?

—Le estoy hablando de antes de la guerra. Luego hicieron la carretera abriendo túneles por la ruta de abajo y aquí no se les ocurrió otra cosa que construir el primer matadero. Antes de eso había sido parada obligada para los que viajaban entre los valles, y ésta era conocida como La Casita Blanca, va el tercer moblé o prostíbulo con el mismo nombre del que tengo noticia. Si se fija verá que todas las habitaciones tienen un timbre que suena abajo, por si había problemas con algún cliente. Y abajo vivía la madam, una ilustre antepasada de nuestra casera. Lo que ahora es el zaguán del primer piso tenía una barra de bar, y en los apartamentos de aquí arriba vivían y recibían las chicas. Yo juraría que las más caras trabajaban en esta que ahora es su casa: es la más grande, y la que tiene mejores vistas.

—Ahora que lo dice, sí que tiene un aire... Aunque el acceso por la escalera exterior es muy poco discreto para un prostíbulo.

—Bueno, ¿no ha visto en las películas esos salones del Far West...?

—Otra cosa: por qué ha dicho «pobre chica» al referirse a la última inquilina. Lo ha repetido dos veces.

—Ah: pobre chica... Creo que ya le hablé de ella. Trabajaba en el Pub antes que Madame Bovary, una muchacha muy bonita, y nada cínica, al contrario que la de ahora. La encontraron ensartada en un chopo en el fondo del Horlá. Espero que no sea usted demasiado aprensivo...

En ese momento, exactamente a la una en punto de la víspera de Todos los Santos, P baja al bar de los soportales para brindar con Betoven por su nueva casa. La Susi tiene ya preparadas varias cestas con castañas para la Noche de Difuntos.

* * *

P necesita hacer algunas compras de urgencia: sábanas, toallas y utensilios de cocina que faltan en el piso. Y es también el momento para comprar ropa de abrigo, a principios de noviembre el frío es ya mordiente por las noches. El francés se ha ofrecido para acompañarlo hasta el valle en su furgoneta, y ambos se citan un sábado frío y luminoso que anticipa la quietud del invierno.

Salen del pueblo en el silencio de la siesta y P recorre por primera vez a la luz del día la carreterilla que baja hasta el valle. Se ven caballos y vacas lanudas rumiando, manchas melosas entre el esmeralda de la hierba y el azul del cielo donde ya espera turno la luna: un espectro grisáceo, desconocido. El aire fresco está perfumado de esencias a las que P no sabe poner nombre, pero a su contraste se hace evidente el olor a leña que le ha ido impregnado la ropa durante semanas.

—Me encanta mucho este paisaje —dice el francés, mientras manipula el aparato de música. Qué horas son mi corazón...

—Sí, no está mal. Pero de noche, o en invierno...

—Ay, ay, ay..., en invierno: hace un frío horrible, y la niebla... no me recuerdes. Pero el mundo es aquí más tranquilo. Más humano...

—¿Hay algo más humano que un embotellamiento en el centro de la ciudad?

—Bah, en las ciudades se están volviendo locos: toda esa gente muriendo horriblemente en Manhattan... No quiero que mi bebé crezca con todo eso: drogas, violencia...

P se lo piensa un poco antes de replicar, y lo hace con suavidad en la voz:

—Bueno, aquí el sesenta por ciento de los menores de 40 son adictos a la marihuana, al alcohol, a la cocaína, o a las tres cosas; y pese a tanta medicación algunos terminan arrojándose al vacío desde el Horlá. En cuanto a la violencia, tenemos al Malacaín cuando se pone borde, de vez en cuando a una panda de salvajes que suben del valle con un látigo y se hacen dueños del pueblo porque ni siquiera hay policía municipal, y, por si fuera poco, también aparece de vez en cuando una mujer descuartizada en el matadero... ¿Crees que Manhattan ha sido alguna vez mucho peor?

El francés se resiste a abandonar su visión bucólica:

—Hombre, es distinto...

—Sí..., aquí nadie te robará la cartera en el metro..., pero fíjate que los crímenes más horribles suelen cometerse en pueblos, o en ciudades muy pequeñas.

El francés parece pensárselo un poco:

—Sí, es una mierda..., no hay refugio seguro en el mundo. —Pausa, aspira el aire perfumado de hierbas—. Pero al menos aquí la mierda huele mejor, ¿no?

—¿Te refieres a la peste a estiércol cuando abonan los campos?

Llegados al polígono industrial de entrada a la capital de comarca, el francés conduce con seguridad por la cuadrícula de calles hasta un hipermercado de ropa y calzado. Allí compra P botas de montaña, un jersey de forro polar, pantalones de pana, calcetines gruesos, camisetas de felpa, un anorak relleno de guata, unos guantes impermeables que el francés le aconseja para los días de nieve: todo ello sin entretenerse mucho en la elección. El resto de las compras las hacen en el Carrefour y, hacia las seis de la tarde, han terminado con la lista que P traía y que se ha enriquecido considerablemente con compras no previstas. Sólo le falta encontrar unos sacos de cáscara de avellana para probar la estufa, pero eso queda para la vuelta porque según el francés hay una leñera bien surtida en el último pueblo del valle.

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