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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (23 page)

BOOK: Endymion
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De Soya sonríe.

—Estás absuelto, hijo mío. Sí, las velocidades serán elevadas, al igual que nuestros delta-V combinados si su nave inicia su desaceleración dirigiéndose a Parvati, pero las velocidades relativas de ambas naves serán casi cero.

—¿Cuán cerca estaremos, capitán? —pregunta Kee. Su cabello negro reluce bajo las lámparas.

—Cuando se trasladen, nos aproximaremos a una distancia de seiscientos kilómetros. A los tres minutos podremos arrojarles una piedra.

Kee frunce el ceño.

—¿Pero qué nos arrojarán ellos?

—Lo ignoro. Pero el
Rafael
es resistente. Apuesto a que sus escudos pueden resistir cualquier cosa que esta nave no identificada nos arroje.

El lancero Rettig gruñe.

—Mala apuesta si perdemos.

De Soya se vuelve hacia el soldado. Casi se había olvidado de Rettig.

—Sí, pero tenemos la ventaja de estar cerca. No sé qué nos arrojarán, pero tendrán un tiempo limitado para hacerlo.

—¿Y qué arrojaremos nosotros? —pregunta Gregorius.

De Soya hace una pausa.

—He revisado el armamento del
Rafael
con ustedes —dice al fin—. Si se tratara de una nave de guerra éxter, podríamos freírla, hornearla, arrollarla o incendiarla. O podríamos lograr que su tripulación muriera en silencio. —El
Rafael
puede lanzar rayos de muerte. A quinientos kilómetros, no habría dudas sobre su eficacia.

—Pero no usaremos nada de eso. A menos que tengamos la necesidad imperiosa de... incapacitar la nave.

—¿Se puede hacer sin peligro de lastimar a la niña? —pregunta Kee.

—No tendremos un ciento por ciento de seguridad de no lastimarla a ella... ni a quien esté con ella —dice De Soya. Hace otra pausa, respira, continúa—. Por eso ustedes van a abordarla.

Gregorius sonríe. Tiene dientes muy grandes y muy blancos.

—Nos aprovisionamos con armaduras espaciales antes de salir del
Santo Tomás Akira
—gruñe el gigante con satisfacción—. Pero sería mejor que practicáramos con ellas antes del abordaje.

De Soya asiente.

—¿Tres días es suficiente?

Gregorius aún sonríe.

—Preferiría una semana.

—De acuerdo —dice el padre capitán—. Despertaremos una semana antes de la intercepción. He aquí un plano de la nave no identificada.

—Pensé que era... no identificada —dice Kee, mirando los planos que ahora llenan los monitores. La nave es una aguja con aletas en un extremo, una caricatura infantil.

—No conocemos su identidad o registro específicos, pero el
San Antonio
envió un vídeo que tomó con el
Buenaventura
antes de nuestra traslación. No es éxter.

—No es éxter, ni Pax, ni Mercantilus. No es una gironave ni una nave-antorcha —dice Kee—. ¿Qué diablos es?

De Soya muestra un croquis en la pantalla.

—Es una nave particular de tiempos de la Hegemonía —murmura—. Sólo fabricaron una treintena. Tiene por lo menos cuatrocientos años, tal vez más.

El cabo Kee silba suavemente. Gregorius se frota la enorme mandíbula. Hasta el impasible Rettig parece impresionado.

—No sabía que habían existido naves espaciales privadas —dice el cabo—. Naves C-plus, quiero decir.

—La Hegemonía recompensaba con ellas a altos funcionarios —dice De Soya—. La primer ministro Gladstone tenía una. También el general Horace Glennon-Height...

—La Hegemonía no lo recompensó a él —dice Kee, riendo entre dientes. Glennon-Height era el oponente de peor fama que había tenido la Hegemonía, el Aníbal del Confín ante la Roma de la Red de Mundos.

—No —concede el padre capitán De Soya—, el general robó su nave al gobernador planetario de Sol Draconi Septem. De un modo u otro, el ordenador dice que todas estas naves particulares fueron inventariadas antes de la Caída, destruidas, reconfiguradas para FUERZA y luego dadas de baja. Pero el ordenador parece estar equivocado.

—No es la primera vez —gruñe Gregorius—. ¿Estas imágenes muestran armas o sistemas de defensa?

—No, las naves originales eran civiles y no portaban armas, y los sensores del
San Buenaventura
no detectaron radares ni lecturas de pulsos antes de que el Alcaudón matara al equipo de detección. No obstante, esta nave tiene siglos de existencia, así que podemos asumir que la han modificado. Pero aunque tenga armamentos éxters modernos,
Rafael
podría acercarse rápidamente mientras resistimos sus impactos. Una vez que estemos al lado, no podrán usar armas cinéticas. Cuando nos enganchemos, las armas energéticas serán inservibles.

—Mano a mano —murmura Gregorius, estudiando los croquis—. Estarían aguardando en la cámara de presión, así que abriremos una nueva puerta aquí... y aquí...

De Soya siente un hormigueo de alarma.

—No podemos impedir que se escape la atmósfera... la niña...

Gregorius muestra una sonrisa de tiburón.

—No se preocupe, señor. Se tarda menos de un minuto en adherir un costal al casco, y traje varios con el blindaje. Luego volaremos ese sector del casco hacia dentro y entraremos. —Teclea para aproximar la imagen—. Prepararé una simulación, así podremos practicar unos días en 3D. Me gustaría otra semana para simulación. —El rostro negro se vuelve hacia De Soya—. Quizá no tengamos nuestro sueño de belleza durante la fuga, señor.

Kee se toca el labio con un dedo.

—Una pregunta, capitán.

De Soya lo mira.

—Entiendo que no podemos dañar a la niña en ninguna circunstancia, ¿pero qué hay de los demás que se interpongan en el camino?

De Soya suspira. Esperaba esta pregunta.

—Preferiría que nadie más muera en esta misión, cabo.

—Sí, señor, ¿pero qué ocurre si intentan detenernos?

El padre capitán De Soya desactiva el monitor. El atestado cubículo huele a aceite, sudor y ozono.

—Me ordenaron no dañar a la muchacha —dice con lentitud—. No se dijo nada sobre los demás. Si alguien o algo trata de interponerse, considérenlos prescindibles. Defiéndanse, aunque sea preciso disparar antes de tener la certeza del peligro.

—Los matamos a todos salvo a la niña, y que Dios se encargue de clasificarlos —murmura Gregorius.

De Soya siempre ha odiado esa antigua broma de mercenarios.

—Hagan lo que tengan que hacer sin poner en peligro la vida ni la salud de la niña —dice.

—¿Y si hay sólo otra persona a bordo, interponiéndose entre nosotros y la niña? —dice Rettig. Los otros tres miran al hombre de los asteroides—. ¿Pero es el Alcaudón? —concluye.

El cubículo está en silencio excepto por los omnipresentes ruidos de la nave: metal que se dilata y contrae en el casco, el susurro de los ventiladores, el zumbido del equipo, el eructo ocasional de un impulsor.

—Si es el Alcaudón... —comienza el padre capitán De Soya.

—Si es nuestro pequeño Alcaudón —dice el sargento Gregorius— creo que podemos llevarle algunas sorpresas. Tal vez esta partida no resulte tan fácil para ese pinchudo hijo de puta, con perdón de la expresión, padre.

—Como sacerdote, les advierto una vez más sobre el uso de juramentos. Como oficial al mando, les ordeno que usen todas las sorpresas posibles para liquidar a ese pinchudo hijo de puta.

Se retiran para cenar y planificar sus respectivas estrategias.

21

¿Has notado que en los viajes, aunque sean largos, con frecuencia la primera semana es la que más se graba en la memoria? Quizá sea la agudeza de percepción que brindan los viajes, o quizá sea un efecto de la reorientación de los sentidos, o quizá sea que incluso el encanto de la novedad se gasta pronto, pero ha sido mi experiencia que los primeros días en un lugar nuevo, o de conocer a nuevas personas, fijan el tono del resto del viaje. O, en este caso, del resto de mi vida.

Pasamos el primer día de nuestra magnífica aventura durmiendo. La niña estaba exhausta y también yo, como tuve que admitir al despertar después de dieciséis horas de sueño ininterrumpido. No sé qué habrá hecho A. Bettik durante ese primer día sonámbulo de la travesía —entonces yo no sabía que los androides duermen, aunque mucho menos que los humanos—, pero había colocado su pequeña mochila de posesiones en la sala de máquinas, preparándose una hamaca para dormir, y pasaba mucho tiempo ahí abajo. Yo pensaba dejar a la niña la «alcoba principal» del ápice de la nave; ella se había duchado allí, en el baño contiguo, esa primera mañana, pero pronto se acomodó en uno de los divanes de la cubierta de fuga y ocupó ese espacio. Yo disfrutaba del tamaño y la blandura de la gran cama de la sala circular de arriba y al cabo de un tiempo superé mi agorafobia y permití que el casco se pusiera traslúcido para observar el espectáculo de luces fractales en el espacio de Hawking. Sin embargo, nunca mantenía el casco transparente mucho tiempo, pues esas geometrías pulsátiles me perturbaban indescriptiblemente.

El nivel de la biblioteca y el nivel del holofoso eran, por acuerdo tácito, terreno común. La cocina estaba empotrada en la pared del nivel del holofoso, y habitualmente comíamos en la mesa baja del holofoso, o bien llevábamos la comida a la mesa redonda que estaba cerca del cubículo de navegación. Inmediatamente después de despertar y «desayunar» (la hora de a bordo indicaba que era de tarde en Hyperion, ¿pero para qué respetar la hora de Hyperion cuando quizá nunca volviera a ver ese mundo?), me dirigía a la biblioteca. Todos los libros eran antiguos, publicados durante la época de la Hegemonía o antes, y me sorprendió encontrar un ejemplar de un poema épico de Martin Silenus —
La Tierra moribunda
— así como volúmenes de varios autores clásicos que yo había leído en mi infancia y a menudo releía en la cabaña del marjal o cuando trabajaba en el río.

Ese primer día A. Bettik se reunió conmigo y extrajo un pequeño volumen verde de los anaqueles.

—Esto podría ser interesante —dijo.

Se llamaba
Guía del viajero para la Red de Mundos
, con secciones especiales sobre la Confluencia y el río Tetis.

—Podría ser muy interesante —comenté, abriendo el libro con dedos trémulos. Creo que el temblor se debía al hecho de que nos dirigíamos hacia allí: estábamos viajando a la ex Red de Mundos.

—Estos libros son doblemente interesantes como artefactos —señaló el androide—, pues vienen de una época en que toda la información era instantáneamente accesible para todos.

Asentí. De niño, cuando escuchaba las historias de Grandam sobre los viejos tiempos, había tratado de imaginar un mundo donde todos usaban implantaciones y tenían acceso a la esfera de datos en todo momento. Hyperion no tenía esfera de datos ni siquiera entonces, y nunca había pertenecido a la Red, pero para la mayoría de los miles de millones de miembros de la Hegemonía, la vida debía de haber sido un incesante estímulo de información visual, auditiva e impresa. No era de extrañar que la mayoría de los humanos no hubiera aprendido a leer en los viejos tiempos. El alfabetismo había sido una de las primeras metas de la Iglesia y de Pax una vez que la sociedad interestelar volvió a unirse mucho después de la Caída.

Ese día, de pie en la enmoquetada biblioteca de la nave, frente al lustre de la teca bruñida y las paredes de cerezo, saqué media docena de libros de los estantes y los llevé a la mesa para leer.

Esa tarde Aenea también incursionó en la biblioteca, sacando
La Tierra moribunda
de los anaqueles.

—No había ejemplares en Jacktown, y el tío Martin se negaba a dármelo cuando lo visitaba —dijo—. Sostenía que, aparte de los
Cantos
, era el único de sus escritos que valía la pena leer.

—¿De qué trata? —pregunté, sin apartar los ojos de la novela de Delmore Deland que estaba hojeando. La niña y yo masticábamos manzanas mientras leíamos y hablábamos. A. Bettik había regresado por la escalera de caracol.

—Los últimos días de Vieja Tierra —dijo Aenea—. Esto trata realmente sobre la infancia mimada de Martin en la gran finca de su familia, en la Reserva de América del Norte.

Dejé mi libro.

—¿Qué crees que sucedió con Vieja Tierra?

La niña dejó de masticar.

—En mis tiempos, todos creían que el agujero negro del Gran Error del 38 la había devorado. Que había desaparecido. Kaput.

Masqué y asentí.

—La mayoría de la gente aún lo cree, pero los
Cantos
del viejo poeta sostienen que el TecnoNúcleo robó la Vieja Tierra y la envió a alguna parte.

—El Cúmulo de Hércules o las Nubes Magallánicas —dijo la niña, dando otro mordisco a la manzana—. Mi madre lo descubrió cuando ella y mi padre estaban investigando su asesinato.

Me incliné hacia delante.

—¿Te molesta hablar de tu padre?

Aenea sonrió.

—No, ¿por qué? Supongo que soy una especie de mestiza, siendo hija de una lusiana y de un cíbrido clonado, pero eso nunca me ha molestado.

—No tienes aspecto de lusiana —dije. Los residentes de ese mundo de alta gravedad eran bajos y robustos. La mayoría era de tez pálida y cabello oscuro; esta niña era menuda pero esbelta, con una talla normal en mundos de gravedad uno; su cabello castaño tenía mechones rubios. Sólo sus luminosos ojos castaños me evocaban la descripción de Brawne Lamia en los
Cantos
.

Aenea rió. Era un sonido agradable.

—Me parezco a mi padre. John Keats era bajo, rubio y flaco.

—Dijiste que hablaste con tu padre —dije, al cabo de un instante de vacilación.

Aenea me miró por el rabillo del ojo.

—Sí, y sabes que el Núcleo mató su cuerpo antes de que yo naciera. ¿Pero sabías que mi madre llevó su personalidad durante meses en un bucle Schron encastrado detrás de la oreja?

Asentí. Figuraba en los
Cantos
.

La niña se encogió de hombros.

—Recuerdo que hablé con él.

—Pero no habías...

—Nacido —dijo Aenea—. Correcto. ¿Qué conversación podría tener la personalidad de un poeta con un feto? Pero hablamos. Su personalidad aún estaba conectada con el TecnoNúcleo. El me mostró... bien, es complicado, Raul. Créeme.

—Te creo. ¿Sabías que los
Cantos
dicen que cuando la personalidad de tu padre abandonó el bucle Schron residió un tiempo en la IA de esta nave?

—Sí —dijo Aenea con una sonrisa burlona—. Ayer, antes de dormirme, pasé una hora hablando con la nave. En efecto, mi padre estuvo aquí. La personalidad coexistió con la mente de la nave cuando el cónsul regresó para comprobar qué había sucedido con la Red después de la Caída. Pero él ya no está aquí. La nave no recuerda mucho sobre esas circunstancias, y no recuerda qué le sucedió a él... si se fue después de la muerte del cónsul o qué. Así que no sé si aún existe.

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