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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (25 page)

BOOK: Endymion
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Una sala. Cojines, una antigua pantalla de vídeo, anaqueles con libros...

Un hombre sube flotando por el pozo central.

—¡Alto! —exclama Gregorius, usando bandas de radio comunes y el altoparlante del casco. El hombre no se detiene. Trae algo en la mano.

Gregorius dispara. El proyectil de plasma abre un boquete de diez centímetros de anchura. Sangre y vísceras saltan de la figura tambaleante, y algunos glóbulos manchan el visor de Gregorius y su peto blindado. El muerto suelta el objeto, y Gregorius lo mira mientras lo patea hacia la escalera. Es un libro.

—Maldición —masculla el sargento. Ha matado a un hombre desarmado. Perderá puntos por ello.

—Adentro, nivel superior, nadie aquí —transmite Kee—. Bajando.

—Sala de máquinas —dice Rettig—. Un hombre aquí. Trató de huir y tuve que abatirlo. Ni rastro de la niña. Subiendo.

—Debe de estar en el nivel medio o el nivel de la cámara de presión —ruge el sargento—. Avancen con cautela.

Las luces se apagan, y el farol del casco de Gregorius y la linterna de su rifle se encienden automáticamente, con haces claramente visibles en un aire lleno de polvo, globos de sangre y artefactos que ruedan. Se detiene frente a la escalera.

Alguien o algo se acerca flotando. Gregorius mueve el casco, pero la luz del rifle de plasma ilumina primero esa silueta.

No es la niña. Gregorius ve una confusa mole de gran tamaño, superficies filosas, espinos, brazos, ardientes ojos rojos. Debe decidir en un segundo: si dispara rayos de plasma por el pozo abierto, puede herir a la niña. Si no hace nada, morirá. Las filosas garras se le acercan mientras vacila.

Gregorius ha amarrado la vara de muerte al rifle de plasma antes de abordar la nave. Se aleja de un puntapié, encuentra un ángulo, activa la vara.

La silueta filosa sigue de largo, los cuatro brazos flojos, los ojos rojos tenues. «La maldita cosa no es invulnerable a las varas de muerte», piensa Gregorius. Tiene sinapsis. Entrevé a alguien encima de él, apunta el rifle, identifica a Kee. Los dos hombres descienden de cabeza por el pozo. «Será embarazoso si alguien enciende el campo interno y vuelve la gravedad —piensa Gregorius—. Tenlo en cuenta.»

—La tengo —anuncia Rettig—. Estaba escondida en un cubículo de fuga.

Gregorius y Kee descienden hasta el nivel de fuga. Una silueta maciza en armadura de combate aferra a la niña. Gregorius repara en el cabello castaño con mechones rubios, los ojos oscuros y los puños que golpean en vano la armadura de Rettig.

—Es ella —dice. Se comunica con el
Rafael
—. Nave despejada. Tenemos a la niña. Esta vez, sólo dos defensores y la criatura.

—Enterado —responde De Soya—. Dos minutos quince segundos, impresionante. Pueden regresar.

Gregorius asiente, echa un vistazo más a la niña cautiva, que ya no se resiste, y teclea los controles del traje.

Parpadea y ve a los otros dos tendidos junto a él, los trajes conectados umbilicalmente a la realidad virtual táctica. De Soya ha apagado los campos internos del
Rafael
, para mantener mejor la ilusión. Gregorius se quita el casco, ve que los otros dos hacen lo mismo, y ayuda a Kee a quitarse la aparatosa armadura.

Los tres se reúnen con De Soya en la sala. Podrían reunirse en el simulador de espacio táctico, pero prefieren la realidad física para sus deliberaciones.

—Fue sencillo —dice De Soya mientras ocupan sus sitios en torno de la mesa.

—Demasiado sencillo —dice el sargento—. No creo que las varas de muerte maten al Alcaudón. Y la pifié con ese tío de la cubierta de navegación... Sólo tenía un libro.

De Soya asiente.

—Hizo lo correcto, sin embargo. Mejor eliminarlo que correr riesgos.

—¿Dos hombres desarmados? —dice el cabo Kee—. Lo dudo. Esto es tan poco realista como los doce tíos armados del tercer ejercicio. Deberíamos proyectar más enfrentamientos con los éxters... Ellos son mortíferos.

—No sé —murmura Rettig. Lo miran y esperan.

—Seguimos capturando a la niña sin que ella sufra ningún daño —dice al fin.

—Esa quinta simulación... —comienza Kee.

—Sí, ya sé —dice Rettig—. Sé que entonces la matamos por accidente. Pero en esa simulación la nave estaba preparada para estallar. Dudo que eso ocurra. ¿Quién oyó hablar de una nave de cien millones de marcos con un botón de autodestrucción? Es estúpido.

Los otros tres se miran y se encogen de hombros.

—Es una idea tonta —dice el padre capitán De Soya—, pero programé los planes tácticos para varios parámetros de...

—Sí —interrumpe el lancero Rettig, su delgado rostro filoso y amenazador como un cuchillo—. Sólo quiero decir que si hay combate, las probabilidades de que la niña salga herida son mucho mayores de lo que sugieren nuestras simulaciones. Eso es todo.

Rara vez el parco Rettig habla tanto.

—Tiene razón —dice De Soya—. En nuestra próxima simulación, elevaré el nivel de peligro para la niña.

Gregorius sacude la cabeza.

—Capitán, sugiero que dejemos las simulaciones y regresemos a los ejercicios físicos. Es decir... —Mira su cronómetro de pulsera. El recuerdo del voluminoso traje de combate le entorpece los movimientos—. Dentro de sólo ocho horas esto será real.

—Sí —dice el cabo Kee—. De acuerdo. Prefiero estar fuera haciéndolo en serio, aunque así no podamos simular la otra nave.

Rettig asiente de mala gana.

—Acepto —dice De Soya—. Pero primero comeremos raciones dobles. Sólo han sido ejercicios tácticos, pero ustedes tres han perdido diez kilos la última semana.

El sargento Gregorius se inclina sobre la mesa.

—¿Podemos ver la trayectoria, señor?

De Soya teclea el monitor. La larga trayectoria elipsoide del
Rafael
y el punto de traslación de la nave fugitiva están por intersectarse. El rojo punto de intersección parpadea.

—Un nuevo ensayo en espacio real —dice De Soya— y luego todos dormiremos por lo menos dos horas, revisaremos nuestro equipo y calmaremos los ánimos. —Mira su propio cronómetro, aunque el monitor exhibe la hora de a bordo y la hora de intercepción—. Salvo un accidente, la niña debería estar en nuestras manos dentro de siete horas y cuarenta minutos... y estaremos preparados para la traslación a Pacem.

—Señor —dice el sargento Gregorius.

—Sí, sargento.

—Con todo respeto, señor, en el puñetero universo del Buen Señor no hay manera de impedir accidentes u otras contingencias.

23

—¿Cuál es tu plan? —pregunté.

Aenea apartó los ojos del libro que estaba leyendo.

—¿Quién dice que tengo un plan?

Me senté en una silla.

—Falta menos de una hora para que entremos en el sistema de Parvati. Hace una semana dijiste que necesitábamos un plan por si ellos saben que venimos. ¿Cuál es el plan, pues?

Aenea suspiró y cerró el libro.

A. Bettik había subido a la biblioteca y se sentó a la mesa, algo insólito en él.

—No sé si tengo un plan —dijo la niña.

Me lo temía. La semana había sido bastante grata; los tres habíamos leído, charlado y jugado. Aenea era excelente en el ajedrez, buena en el go y mortífera en el póquer, y los días habían transcurrido sin incidentes. Muchas veces yo había intentado sonsacarle sus planes —¿adónde pensaba ir, por qué escoger Vector Renacimiento, se proponía encontrar a los éxters?—, pero sus corteses respuestas eran siempre vagas. Aenea demostró gran talento para hacerme hablar. Yo no había conocido a muchos niños —aun en mi infancia, había pocos en nuestro grupo, y rara vez disfrutaba de su compañía, pues Grandam me resultaba mucho más interesante—, pero los chicos y adolescentes que había conocido a través de los años nunca habían demostrado tanta curiosidad ni capacidad para escuchar. Aenea me indujo a describir mis años de pastor; demostró especial interés en mi aprendizaje como artesano jardinero; hizo mil preguntas sobre mis días de barquero y guía de cazadores. Lo único que no le interesaba eran mis días de soldado. Parecía especialmente interesada en mi perra, aunque hablar de Izzy —su crianza, su entrenamiento, su muerte— me contrariaba bastante.

Noté que incluso podía inducir a A. Bettik a hablar de sus siglos de servidumbre y yo también me prestaba a escuchar pacientemente: el androide había visto y experimentado cosas asombrosas: otros mundos, la colonización de Hyperion con Triste Rey Billy, las primeras incursiones del Alcaudón en Equus, la peregrinación final que el viejo poeta había hecho famosa, incluso las décadas con Martin Silenus resultaban fascinantes.

Pero la niña decía muy poco. En nuestra cuarta noche de viaje, admitió que había salido por la Esfinge hacia el futuro no sólo para escapar de las tropas de Pax, sino para buscar su destino.

—¿Como mesías? —pregunté intrigado.

Aenea rió.

—No —dijo—, como arquitecta.

Quedé sorprendido. Ni los
Cantos
ni el viejo poeta habían dicho que La Que Enseña se ganaría la vida como arquitecta.

Aenea se encogió de hombros.

—Eso es lo que deseo hacer. En mi sueño la persona que podía enseñarme vivía en esta época. Así que vine aquí.

—¿La persona que podía enseñarte? Creí que tú eras La Que Enseña.

Aenea se repantigó en los cojines y apoyó la pierna en el respaldo del diván.

—Raul, ¿qué podría enseñar yo? Tengo doce años estándar y nunca he estado fuera de Hyperion. Demonios, nunca había salido del continente de Equus. ¿Qué puedo enseñar?

No supe qué responder.

—Quiero ser arquitecta, y en mi sueño el arquitecto que puede formarme está allá afuera... —Señaló el casco, pero comprendí que se refería a la Red de la vieja Hegemonía, adonde nos dirigíamos.

—¿Quién es?

—No conozco su nombre.

—¿En qué mundo está?

—No lo sé.

—¿Estás segura de que es el siglo correcto? —pregunté, tratando de disimular mi irritación.

—Sí. Quizás. Eso creo.

Aenea nunca actuaba con petulancia, pero ahora parecía peligrosamente cerca de ello.

—¿Y acabas de soñar con esta persona?

Se sentó en los cojines.

—No sólo soñar. Mis sueños son importantes para mí. Son más que sueños. Ya verás.

Traté de no resoplar de fastidio.

—¿Qué sucederá cuando seas arquitecta?

Ella se mordió una uña. Era una mala costumbre que yo planeaba hacerle abandonar.

—¿A qué te refieres?

—El viejo poeta espera grandes cosas de ti. Ser mesías es sólo una parte. ¿Cómo encaja todo eso?

—Raul —dijo Aenea, levantándose para bajar a su cubículo de fuga—, no te ofendas, ¿pero por qué diablos no me dejas en paz?

Luego se disculpó por esa grosería, pero cuando nos sentamos a la mesa faltando una hora para nuestra traslación a un sistema estelar extraño, temí que mi pregunta sobre su plan provocara la misma respuesta.

No fue así. Empezó a morderse una uña, se contuvo y dijo:

—De acuerdo, tienes razón. Necesitamos un plan. —Miró a A. Bettik—. ¿Tienes uno?

El androide negó con la cabeza.

—El amo Silenus y yo hablamos de ello muchas veces, M. Aenea, pero nuestra conclusión era que si Pax llegaba primero a nuestro destino, todo estaba perdido. No obstante, parece improbable, pues la nave-antorcha que nos persigue no puede viajar más rápido que nosotros en el espacio Hawking.

—No sé —intervine—. Algunos cazadores a quienes guié en estos años mencionaban rumores de que Pax o la Iglesia tenían naves súper veloces.

A. Bettik asintió.

—Hemos oído esos rumores, M. Endymion, pero la lógica sugiere que si Pax hubiera desarrollado esas naves, un logro que la Hegemonía nunca alcanzó, dicho sea de paso, no parece haber motivos para que no equiparan sus naves de guerra y naves Mercantilus con ese dispositivo.

Aenea tamborileó sobre la mesa.

—No importa cómo harán para llegar primeros. He soñado que lo harán. Estuve analizando planes, pero...

—¿Qué hay del Alcaudón? —dije.

Aenea me miró de reojo.

—¿A qué te refieres?

—Bien, obró como conveniente
deus ex machina
en Hyperion, así que me preguntaba si...

—¡Maldición, Raul! —exclamó la niña—. Yo no pedí que esa criatura matara a esas personas. Ojalá no lo hubiera hecho.

—Lo sé, lo sé —dije, tocándole la manga para calmarla. A. Bettik había recortado viejas camisas del cónsul para ella, pero su vestuario aún era escaso.

Sabía que aquella carnicería la tenía a maltraer. Luego confesó que era una de las razones por las cuales lloraba en su segunda noche de viaje.

—Lo lamento —dije sinceramente—. No quería hablar a la ligera de... esa cosa. Sólo pensé que si alguien intentaba detenernos de nuevo, tal vez...

—No —insistió Aenea—. He soñado que alguien trata de impedir que lleguemos a Vector Renacimiento. Pero no he soñado que el Alcaudón nos ayudara. Tenemos que elaborar nuestro propio plan.

—¿Qué hay del TecnoNúcleo? —sugerí. Era la primera vez que hablaba del TecnoNúcleo desde que ella lo había mencionado el primer día.

Aenea parecía sumida en sus reflexiones, o al menos ignoró mi pregunta.

—Si hemos de liberarnos de los problemas que nos aguardan, tendrá que ser por mérito propio. O quizá... Nave.

—Sí, M. Aenea.

—¿Has escuchado esta conversación?

—Desde luego, M. Aenea.

—¿Tienes alguna idea que pueda ayudarnos?

—¿Ayudaros a evitar la captura si hay naves de Pax esperando?

—Sí —rezongó Aenea. Con frecuencia perdía la paciencia con la nave.

—No tengo ideas originales. He intentado recordar cómo el cónsul eludió a las autoridades locales cuando atravesábamos un sistema...

—¿Y?

—Bien, como he dicho, mi memoria no es tan completa como...

—Sí, sí, ¿pero recuerdas alguna manera ingeniosa de eludir a las autoridades?

—Bien, ante todo, yendo a más velocidad que ellas. Como ya hemos dicho, las modificaciones éxters afectaron el campo de contención y el motor de fusión. Estos cambios me permiten alcanzar velocidades de traslación C-plus mucho más rápidamente que las gironaves estándar... o así era la última vez que viajé entre las estrellas.

A. Bettik entrelazó las manos y le habló a la misma pared donde Aenea fijaba los ojos.

—Estás diciendo que si las autoridades... en este caso las naves de Pax... salieran del planeta Parvati o sus cercanías, podrías efectuar la traslación a Vector Renacimiento antes de que puedan interceptarnos.

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