—Bien —dije, tratando de escoger palabras diplomáticas—, el Núcleo ya no existe, así que no sé cómo podría existir una personalidad cíbrida.
—¿Quién dijo que el Núcleo no existe?
Esa pregunta me sobresaltó.
—El último acto de Meina Gladstone y la Hegemonía fue destruir los enlaces teleyectores, las esferas de datos, la ultralínea y toda la dimensión donde existía el Núcleo. Hasta los
Cantos
concuerdan con ello.
La niña aún sonreía.
—Oh, volaron en pedazos los teleyectores que había en el espacio, y los otros dejaron de trabajar. Y las esferas de datos también habían desaparecido en mi época. ¿Pero quién dice que el Núcleo ha muerto? Es como decir que la araña está muerta porque eliminaste algunas telarañas.
Admito que miré por encima del hombro.
—¿Conque crees que el TecnoNúcleo aún existe? ¿Que esas IAs todavía conspiran contra nosotros?
—No sé nada sobre la conspiración, pero sé que el Núcleo existe.
—¿Cómo?
Ella alzó un dedo.
—Ante todo, la personalidad cíbrida de mi padre aún existía después de la Caída. El fundamento de esa personalidad era una IA del Núcleo que ellos habían modelado. Eso prueba que el Núcleo aún estaba en alguna parte.
Pensé en ello. Como he dicho, los cíbridos —igual que los androides— eran para mí una especie mítica. Era como estar hablando sobre las características físicas de los duendes.
—En segundo lugar —dijo, alzando un segundo dedo y uniéndolo con el primero—, yo me comuniqué con el Núcleo.
Parpadeé.
—¿Antes de nacer?
—Sí. Y cuando vivía con mi madre en Jacktown. Y después de la muerte de mi madre. —Alzó sus libros y se puso de pie—. Y esta mañana.
La miré pasmado.
—Tengo hambre, Raul —dijo desde la escalera—. Quiero ver qué nos ofrece la cocina de esta vieja nave para el almuerzo.
Pronto fijamos una rutina a bordo, adoptando los horarios de Hyperion como horas de sueño y vigilia. Comenzaba a entender por qué la costumbre de la Hegemonía de mantener el sistema de veinticuatro horas de Vieja Tierra había sido tan importante en tiempos de la Red. En alguna parte había leído que casi el noventa por ciento de los mundos terroides o terraformados de la Red tenían días que estaban a tres horas del día estándar de Vieja Tierra.
A Aenea aún le agradaba extender el balcón y tocar el Steinway bajo el cielo del espacio Hawking, y yo a veces me quedaba allí escuchando unos minutos, aunque prefería la sensación de protección que me brindaba el interior de la nave. Ninguno se quejaba de los efectos del entorno C-plus, aunque los sentíamos: sobresaltos emocionales, la sensación constante de que alguien nos observaba y sueños muy extraños. Mis sueños me despertaban con el corazón palpitante, la boca seca y ese sudor que sólo provocan las peores pesadillas. Pero nunca recordaba los sueños. Quería preguntar a los demás acerca de sus sueños, pero A. Bettik nunca mencionaba los suyos —yo ignoraba si los androides soñaban— y Aenea, aun reconociendo que sus sueños eran extraños y los recordaba, no los contaba nunca.
El segundo día, mientras estábamos sentados en la biblioteca, Aenea sugirió que «experimentásemos» el vuelo espacial. Le pregunté cómo podíamos experimentarlo más de lo que estábamos experimentando —pensaba en los fractales Hawking—, y ella se echó a reír y pidió a la nave que cancelara el campo de contención interna. Inmediatamente perdimos peso.
Cuando era niño, yo había soñado con la gravedad cero. Nadando en el salado Mar del Sur cuando era soldado, había cerrado los ojos, había flotado y me había preguntado si así era el viaje espacial de antaño.
No lo es. La gravedad cero, y sobre todo la gravedad cero repentina que la nave nos dio a petición de Aenea, es aterradora. Consiste simplemente en caer.
O eso parece.
Aferré la silla, pero la silla también estaba cayendo. Era como si hubiéramos pasado dos días en uno de esos enormes funiculares de la Cordillera de la Brida y de pronto se partiera el cable. Mi oído medio protestó, tratando de encontrar un horizonte que fuera creíble. No lo encontró.
A. Bettik emergió desde abajo y preguntó con calma si había algún problema.
—No —rió Aenea—, sólo vamos a experimentar el espacio por un rato.
A. Bettik asintió y se zambulló en el hueco de la escalera para regresar a sus tareas.
Aenea lo siguió hasta la escalera, impulsándose con las piernas.
—¿Ves? Este pozo de escaleras se convierte en un pozo central cuando la nave está en gravedad cero. Igual que en las antiguas gironaves.
—¿No es peligroso? —pregunté, pasando la mano del respaldo de la silla a un anaquel. Por primera vez reparé en las cuerdas elásticas que mantenían los libros en su sitio. Todo lo que no estaba sujeto (el libro que yo había dejado en la mesa, las sillas que rodeaban la mesa, un suéter que yo había arrojado en el respaldo de otra silla, restos de la naranja que estaba comiendo) flotaba.
—No es peligroso —dijo Aenea—. Pero es desordenado. La próxima vez tendremos todo a punto antes de cancelar el campo interno.
—¿Pero el campo interno no es importante?
Aenea flotaba cabeza abajo, desde mi perspectiva. Mi oído interior rechazaba esto aún más que el resto de la experiencia.
—El campo impide que choquemos y nos zarandeemos cuando nos desplazamos por el espacio normal —dijo, dirigiéndose al centro del pozo de veinte metros, aferrando la baranda de la escalera—, pero en el espacio C-plus no podemos acelerar ni reducir la velocidad, así que... ¡allá voy! —Manoteó una agarradera, en el centro de lo que había sido el pozo de la escalera, y se zambulló de cabeza.
—Cielos —jadeé. Me alejé de la biblioteca, pateando la pared opuesta, y la seguí por el pozo central.
Durante una hora jugamos en gravedad cero: tocar y parar gravedad cero, escondite gravedad cero (descubrí que uno podía esconderse en los sitios más raros cuando no había gravedad), fútbol gravedad cero, usando uno de los cascos espaciales de plástico que hallamos en un armario, e incluso lucha gravedad cero, que era mas difícil de lo que yo hubiera imaginado. Mi primer intento de aferrar a la niña nos lanzó a tumbos a lo largo, ancho y alto de la cubierta de fuga.
Al final, exhaustos y sudados (la transpiración colgaba en el aire hasta que uno se movía o el aire de los ventiladores la desplazaba), Aenea ordenó que el balcón se abriera de nuevo. Grité de miedo, pero la nave me recordó que el campo exterior estaba intacto, y flotamos por encima del Steinway atornillado, hasta la baranda y más allá; nos alejamos por esa tierra de nadie que había entre la nave y el campo y miramos la nave, rodeada por fractales explosivos, reluciendo en una fría gloria de fuegos artificiales, mientras el espacio Hawking se plegaba y contraía en torno a nosotros varios miles de millones de veces por segundo.
Al fin regresamos adentro (descubrí que era una hazaña lograrlo cuando no había ningún apoyo), avisamos a A. Bettik por el interfono que se apoyara en el suelo y reactivamos el campo interno. Nos echamos a reír, pues suéters, emparedados, sillas, libros y varias gotas de agua de un vaso que había quedado fuera se estrellaron en la moqueta.
Ese mismo día —esa noche, mejor dicho, pues la nave había atenuado las luces para el período de sueño— bajé al nivel del holofoso para prepararme un bocado y oí ruidos suaves por la abertura de la cubierta de fuga.
—¿Aenea? —murmuré. No hubo respuesta. Fui hasta la escalera, mirando el oscuro centro y sonriendo al recordar nuestras piruetas de horas antes—. ¿Aenea?
Tampoco hubo respuesta, pero los ruidos suaves continuaban. Lamentando no tener una linterna, bajé por la escalera de metal.
Los monitores de sueño de fuga irradiaban un fulgor tenue encima de los divanes de los cubículos. Los ruidos venían del cubículo de Aenea, que me daba la espalda. Estaba cubierta hasta los hombros, pero vi el collar de la vieja camisa del cónsul que ella usaba como bata. Me acerqué sin hacer ruido y me arrodillé.
—¿Aenea?
La niña lloraba y trataba de sofocar los sollozos.
Le toqué el hombro y se volvió. Aun en ese tenue fulgor noté que hacía rato que lloraba; tenía los ojos rojos e hinchados, las mejillas húmedas.
—¿Qué pasa, pequeña? —susurré. Estábamos a dos cubiertas de la sala de máquinas, donde A. Bettik dormía en su hamaca, pero la escalera estaba abierta.
Aenea tardó un instante en responder, pero al final logró calmarse.
—Lo lamento —dijo.
—Está bien. Dime qué ocurre.
—Dame un pañuelo de papel y lo haré.
Hurgué en los bolsillos de la vieja bata que el cónsul había dejado. No tenía pañuelos, pero había usado una servilleta con la torta que estaba comiendo arriba. Se la entregué.
—Gracias. —Aenea se sonó la nariz—. Me alegra no estar en gravedad cero —dijo—. Mis mocos flotarían por todas partes.
Sonreí y le estrujé el hombro.
—¿Qué sucede, Aenea?
Intentó reírse. No pudo.
—Todo. Todo anda mal. Tengo miedo. Todo lo que sé sobre el futuro me mata de miedo. No sé cómo escaparemos de esos tíos de Pax, y sé que estarán esperándonos dentro de pocos días. Extraño mi hogar. No puedo regresar, y todos los que conocí se han ido para siempre excepto Martin. Sobre todo extraño a mi madre.
Le apreté el hombro. Brawne Lamia, su madre, era un personaje legendario, una mujer que había muerto dos siglos y medio atrás. Algunos de sus huesos ya eran polvo, dondequiera que estuviesen sepultados. Para esta niña, la muerte de su madre había ocurrido sólo dos semanas atrás.
—Lo lamento —musité, y de nuevo le apreté el hombro, sintiendo la textura de la vieja camisa del cónsul—. Todo saldrá bien.
Aenea asintió y me cogió la mano. La suya aún estaba mojada. Su palma y sus dedos parecían diminutos contra mi manaza.
—¿Quieres venir a la cocina y comer un poco de torta de chalma conmigo? —susurré—. Es sabrosa.
Ella meneó la cabeza.
—Creo que ahora me dormiré. Gracias, Raul.
Me estrujó la mano antes de soltarla, y en ese instante comprendí la gran verdad: La Que Enseña, la nueva mesías, aquello que la hija de Brawne Lamia resultara ser, también era una chiquilla, una pequeña que reía haciendo piruetas en gravedad cero y lloraba de noche.
Subí silenciosamente la escalera, deteniéndome para mirarla antes de que mi cabeza llegara al nivel de la cubierta siguiente. Estaba acurrucada bajo la manta, mirando hacia el otro lado, y su cabello reflejaba el fulgor de las consolas.
—Buenas noches, Aenea —susurré, sabiendo que no me oiría—. Todo saldrá bien.
El sargento Gregorius y sus dos hombres aguardan en la cámara de presión del
Rafael
mientras la nave clase Arcángel se aproxima a la nave no identificada que acaba de trasladarse desde el espacio C-plus. Sus armaduras espaciales son aparatosas y, con sus rifles y armas energéticas colgados, los tres hombres llenan la cámara. El sol de Parvati reluce sobre sus visores dorados cuando se inclinan hacia el espacio.
—En posición —dice el padre capitán De Soya por los auriculares—. Distancia, cien metros y acercándonos.
La ahusada nave con aletas llena la visión cuando se aproximan. Entre ambas naves parpadean campos de contención defensivos, disipando rápidamente los disparos energéticos y de contrapresión. El visor de Gregorius se opaca, se aclara y se opaca con las explosiones.
—Dentro del alcance mínimo de sus rayos —advierte De Soya desde el centro de control de combate—. ¡Ahora!
Gregorius hace una seña y sus hombres salen al mismo tiempo que él. Los propulsores de sus paks de reacción escupen diminutas llamas azules mientras corrigen su arco.
—Campos de irrupción... ¡ya! —ordena De Soya.
Los campos de contención chocan y se anulan mutuamente sólo unos segundos, pero es suficiente: Gregorius, Kee y Rettig están ahora dentro del huevo defensivo de la otra nave.
—Kee —dice Gregorius por radio, y el otro desvía los propulsores y se lanza hacia la proa de la nave que desacelera—. Rettig. —La otra armadura se dirige hacia el tercio inferior de la nave. Gregorius aguarda hasta último momento para anular su velocidad, gira, aplica toda su potencia y siente que sus gruesas suelas tocan el casco en silencio. Activa las grapas de las botas, siente la conexión, separa las piernas, se agazapa sobre el casco haciendo contacto con una sola bota.
—Conectado —dice el cabo Kee por banda angosta.
—Conectado —dice Rettig un segundo después.
El sargento Gregorius coge la cuerda del collar de abordaje, la apoya en el casco, activa el adhesivo y sigue arrodillado sobre él. Está dentro de un círculo negro de un metro y medio de diámetro.
—Al contar tres —dice por el micrófono—. Tres... dos... uno... desplegar. —Toca su controlador de pulsera y pestañea cuando un dosel microdelgado de polímero molecular sale del círculo, se cierra sobre su cabeza y sigue creciendo sobre él. A los dos segundos está dentro de un saco transparente de veinte metros, como un soldado con armadura dentro de un condón gigante.
—Listo —dice Kee. Rettig repite la palabra.
—Colocado —dice Gregorius, poniendo una carga explosiva contra el casco y apoyando el dedo en el control—. A la cuenta de cinco... —La nave rota debajo de ellos, disparando los propulsores y motores principales casi al azar, pero el
Rafael
la ha encerrado en el férreo abrazo de un campo de contención, y los hombres no se apartan del casco—. Cinco... cuatro... tres... dos... uno... ¡ya!
La silenciosa detonación no tiene fogonazo ni retroceso. Un círculo de casco de ciento veinte centímetros vuela hacia dentro. Gregorius sólo ve el fantasma del saco polímero de Kee en torno de la curva del pasillo, el destello de la luz solar mientras se infla. El saco de Gregorius también se infla como un globo gigante cuando la atmósfera sale de la brecha y llena el espacio que lo rodea. Oye un chillido huracanado por sus antenas externas durante cinco segundos, luego silencio cuando el espacio que lo rodea —ahora lleno de oxígeno y nitrógeno, según sus sensores— se llena de polvo y detritos arrojados durante la breve diferencial de presión.
—Entrando... ¡ya! —exclama Gregorius, empuñando su rifle de plasma mientras se abre paso al interior.
No hay gravedad. Es una sorpresa para el sargento, que está dispuesto a rodar por las cubiertas, pero al cabo de segundos se adapta y gira en círculos, mirando en torno.