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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

Entre nosotros (33 page)

BOOK: Entre nosotros
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—O sí, puedes ser una ejecutiva que vuelve de una larga cena de negocios —dijo Gabriel—. Te despeinas un poco y ya está. Tranquila, mañana nos saldrá todo bien. Ahora volvamos a casa.

Pero no volvimos. Ocurrió el milagro. Bueno, quizá hablar de milagro en esas circunstancias sea excesivo, pero cuando ocurrió lo que ahora relataré, yo pensé que lo era.

Había una furgoneta de una panificadora aparcada frente al edificio de Hide desde la que se estaba repartiendo pan y productos de pastelería a restaurantes y establecimientos de la calle. Dentro de la furgoneta había un hombre que iba cargando unas cajas de plástico verde que entregaba a otro que se encontraba en la calle, el cual colocaba estas cajas en un carrito y se las llevaba a donde se supone que debía llevarlas y luego volvía con ellas vacías. Esto vimos cómo lo hacían en un par de ocasiones, pero cuando llegó la tercera tuvo lugar el milagro. A un coche que parecía circular a una velocidad excesiva, conducido sin lugar a dudas por un neoyorquino, se le reventó una rueda al pasar por encima de un tapa de alcantarilla y fue a empotrarse contra la parte trasera de la furgoneta de la panificadora. No atropelló al repartidor que esperaba recibir las cajas de plástico del interior de la furgoneta de milagro —el segundo de la mañana—, ya que justo antes de que el coche le arrollase, logró saltar y acabó cayendo de morros sobre el capó del vehículo. El airbag del conductor del coche se desplegó, y el repartidor se puso de pie sobre el capó y empezó a patear el parabrisas hasta que logró romperlo. El conductor del coche salió y comenzó a gritarle. El tipo del interior de la furgoneta bajó de ella, se encaró con el conductor y empezaron a pegarse puñetazos. El otro repartidor saltó del capó del coche y se apuntó a la pelea. Entonces salió corriendo el portero del edificio de Hide y se metió en medio del jaleo, intentando que aquella gente se tranquilizase, al tiempo que un montón de curiosos se acercaron al lugar y formaron un círculo alrededor de los boxeadores matutinos.

—Ya tenemos nuestro plan B —dijo Gabriel, señalando la puerta del edificio que el portero se había dejado abierta al salir a pacificar—. Seguidme, muchachos.

Cruzamos la calle a toda prisa, y antes de entrar en el edificio, me volví para ver dónde estaba el portero; el pobre ya estaba en el suelo. No sé quién le había dado, pero alguien le dejó claro que no había sido buena idea meterse en una guerra con repartidores de pan. Gabriel entró en el cuarto del portero y salió un minuto después enseñándonos una llave con una etiqueta en la que se podía leer 6.° C, el piso de Samuel Hide. Al entrar en el ascensor, oímos la sirena de un coche de la policía aproximándose al lugar de la trifulca. Entonces Arisa dijo una cosa curiosa: «Cuando tienes un noble fin, el universo conspira para que lo puedas llevar a cabo». Al salir del ascensor nos encontramos frente a la puerta del piso del vampiro. Había llegado el momento de la verdad. Cabía la posibilidad de que con la llave no tuviéramos suficiente para abrir la puerta, pues a lo mejor un pestillo o una cadena nos impedían abrir la puerta de todas maneras, pero no fue así y entramos sin problemas.

El piso de Hide no parecía muy grande, desde la entrada podía verse que la cocina y el salón principal eran una misma habitación dividida por una barra americana. En el recibidor había un pequeño mueble con cajones, un perchero colgado de la pared y un espejo. Según algunas películas, los vampiros no pueden reflejarse en los espejos, pero era una estupidez de tal calibre que ni siquiera lo habíamos apuntado en la tormenta de ideas que tuvimos después de la sesión de cine. Bajo ese espejo y encima del pequeño mueble del recibidor había un juego de llaves unido a un llavero que parecía ser a su vez un dispositivo para abrir la puerta del aparcamiento del edificio. Aparte de estar unido a la cocina, el salón principal daba a tres puertas. La primera de ellas era un armario empotrado en el que encontramos un par de cubos, una fregona, una escoba y productos de limpieza. La segunda puerta era la de un amplio despacho, con una biblioteca que ocupaba dos paredes y una mesa con un equipo informático. La tercera puerta era la de la habitación en la que Samuel Hide dormía.

Antes de entrar repasamos lo que teníamos que hacer y Gabriel sugirió que Arisa no entrara en la habitación, pues era mejor que se quedara fuera para avisarnos si alguien venía. En caso de que la necesitásemos a ella y a su ballesta, la llamaríamos. A Arisa no le gustó mucho la idea y volvió a sacar el tema del machismo americano, pero por dos votos contra uno tuvo que aguantarse.

—Por si acaso, ve montando la ballesta, cariño —le dijo Gabriel—, no sea que nada más entrar te necesitemos.

—Pues entro y así estaremos todos más tranquilos —replicó Arisa—, pero, claro, como soy mujer…

—No es porque seas mujer, Arisa —dijo Gabriel—, es porque por un lado necesitamos tener las espaldas cubiertas y, por otro, no sé lo que nos encontraremos ahí dentro y no voy a dejar que te expongas a un peligro desconocido. ¿De acuerdo?

Arisa asintió con la cabeza y se puso a montar la ballesta. ¡Qué bueno era Gabriel! «No voy a dejar que te expongas a un peligro desconocido.» Genial. ¿Y yo qué? No, a mí se me puede exponer alegremente a todos los peligros desconocidos del planeta. Cuando Arisa acabó de montar su ballesta y la cargó con una flecha, Gabriel y yo entramos en la habitación de Hide, que era una especie de suite con cuarto de baño incorporado. Como era lógico, estaba totalmente a oscuras, así que tuvimos que abrir un poco la puerta y pedirle a Arisa que encendiera la luz del salón para que entrara un poco de esa luz artificial y no actuar a tientas.

Lo primero que nos sorprendió después de que la luz iluminase levemente la habitación es que Samuel Hide llevaba un pijama a rayas. O sea, no es que no estuviera durmiendo en un ataúd, como la mayoría de sus colegas de las películas —otra de esas cosas que no habíamos tenido en cuenta por su ridiculez poco práctica—, sino que además el pollo llevaba un pijama a rayas. Lo segundo que nos sorprendió es que Hide roncaba. ¿Un vampiro roncando? A ver, era sorprendente porque no salía algo así en ninguna película, pero no estaba exento de lógica ya que eso demostraba que estaba durmiendo a pierna suelta y en los filmes los vampiros dormían tan profundamente que se les podía clavar una estaca sin despertarles antes. Gabriel me hizo una señal para que desenvainase la espalda y él sacó de la mochila la estaca y el mazo.

—Bueno, Abel, vamos a ello —me susurró Gabriel—. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy algo mareado y un pelín nervioso —le contesté.

—Ya, por no comer, tío.

—Bueno, por eso y porque la situación creo que da para marearse y algo más.

—Tranquilo, acabaremos enseguida.

Gabriel se acercó a Samuel Hide, colocó sus dedos encima del pecho para encontrar, siguiendo el método Arisa, dónde estaba el corazón y, una vez lo encontró, apoyó la punta de la estaca. Entonces se volvió, me guiñó un ojo, tomó aire y dio un golpe seco a la estaca con el mazo. El vampiro se incorporó en el momento en que la estaca se incrustó en su pecho. Instintivamente Gabriel y yo dimos un par de pasos atrás. El vampiro miró su pecho, del que sobresalía un pedazo de la estaca por la que empezaba a chorrear un fino hilo de sangre, nos miró y empezó a gritar, pero sus gritos fueron rápidamente sofocados por la sangre que empezó a manar de su boca. Era evidente que el golpe de Gabriel había sido certero y que aquel vampiro estaba a punto de perecer. Sin embargo, el pobre diablo no se daba por vencido y, en el último esfuerzo de su agonía, cogió la estaca con las dos manos, intentando arrancársela del pecho. Al ver las intenciones del vampiro, Gabriel se acercó a él y le golpeó con el mazo en la frente. El golpe dejó al vampiro sin las últimas fuerzas que le quedaban, sus manos soltaron la estaca y su cuerpo, ya sin vida, empezó a tambalearse y poco después cayó hacia atrás.

—Como en las películas —dijo Gabriel—, ha sido como en las películas. Bueno, menos por lo del pijama a rayas y el mazazo, pero en esencia igualito que en las películas.

Gabriel metió el mazo en la mochila y se dispuso a arrancarle la estaca al vampiro, pero esta estaba tan incrustada que hacía inútiles sus esfuerzos. Tras varios intentos, me hizo un gesto con la cabeza para que me acercase a la cama y me pidió que sujetara fuertemente los hombros del cadáver. Gabriel se subió a la cama, se puso de rodillas sobre el vampiro, cogió la estaca y la arrancó de su pecho. A la estaca se le había partido la punta, quizá al rozarse con una costilla, y estaba completamente bañada en la sangre de aquel desgraciado. Gabriel la limpió restregándola sobre las sábanas, bajó de un salto de la cama y metió la estaca en la mochila.

—Yo ya he acabado con lo mío —dijo Gabriel—. Ahora vas tú, coges la espada y le decapitas.

—¿Que he de cortarle la cabeza? —pregunté extrañado.

—Claro, para eso hemos traído la espada. Yo le daba el estacazo y tú le cortabas la cabeza.

—Pensaba que la espada era para otra cosa.

—¿Para qué?

—No sé, para defendernos de un ataque inesperado…

—Yo creo que quedó claro que era para cortarle la cabeza, como a la pelirroja aquella de
Drácula de Bram Stoker
. Cuando estábamos viendo la película, dije que si teníamos que hacer eso yo me pedía clavar la estaca y que otro se encargara de cortarle la cabeza al bicho. Y nadie puso ninguna pega.

—Pues yo no te oí.

—Pues te juro que lo dije, y si no, después se lo preguntamos a Arisa.

—No quiero decir que no lo dijeras, sino que no te oí decirlo.

—Da igual que lo oyeras o no, de todas maneras somos un equipo y yo he clavado la estaca, así que a ti te toca la decapitación.

—¿Crees que es necesario?

—Por supuesto que lo es, a la pelirroja le cortaban la cabeza.

—Pero es que ella era la novia de alguien, era por hacerle un favor, y este tío no es nadie y encima ha matado a tu padre.

—No me jodas, Abel, hemos seguido el ritual y funciona. Así que, hala, a cortarle la cabeza.

—Es que nunca he decapitado a nadie.

—¿Y crees que yo me he pasado la vida clavando estacas?

—¿No podemos volver con un hacha?

—No, mejor aún, nos vamos y volvemos con una guillotina —dijo, utilizando un tono sarcástico que no me gustó nada—. Me estás empezando a poner nervioso. En la película era una espada, y una espada es lo que tenemos que utilizar, tío. ¿Lo vas a hacer o no?

Asentí con la cabeza y cogí la espada. Gabriel movió el cadáver para que su cabeza quedara colgando en el borde de la cama y se sentó encima del vampiro para que su cuerpo no se moviera al golpearle con la espada. Cerré los ojos, tomé aire y me concentré unos segundos en lo que estaba a punto de hacer. Entonces, justo antes de dejar caer con todas mis fuerzas la espada sobre el cuello del vampiro, me vino a la mente el momento en el que Mary me contó emocionada que se llamaba igual que la inventora de la minifalda. No sé por qué pensé eso, quizá porque necesitaba una imagen dulce que me hiciera olvidar lo que estaba a punto de hacer. Oh, Mary, mi amor, cuánto te añoro…

—¡Córtale la cabeza de una puta vez! —me gritó Gabriel muy alterado.

Volví a tomar aire y… ¡Agua! No le di de lleno, la espada no cayó recta, sino que lo hizo un poco inclinada y, en vez de lograr un tajo profundo, lo que conseguí fue separar de aquel cuerpo una rebanada de carne de cuello de vampiro. Aun así la rebanada fue gruesa, tanto que se podía ver un atisbo del comienzo del hueso del cuello. Gabriel encendió la luz de la habitación, volvió a ponerse encima del vampiro y me pidió que volviera a darle con la espada. En el segundo intento conseguí cortar aquel cuello casi totalmente. Atravesé el hueso y parte de la carne que había tras él, pero aún quedó un pequeño fragmento que permitía que la cabeza siguiera unida al cuerpo. Gabriel se bajó de la cama y cogió la cabeza del vampiro para ponerla en posición horizontal y yo le propiné el tercer golpe de espada. Sí, por fin, le corté la cabeza al bicho. Le corté la cabeza al bicho y vomité encima del cuerpo del vampiro algo de bilis y un trozo de comida sin identificar que se ve que llevaba dos días en mi estómago. Gabriel tiró la cabeza del vampiro encima de la cama y me abrazó para tranquilizarme. «Ya está, tío, ya está. Eres el mejor», me dijo. Luego salió de la habitación para entrar poco después acompañado de Arisa quien, como si estuviera viendo una película de miedo, tuvo la instintiva reacción femenina de taparse los ojos con una mano. Al ver a Arisa hacer eso, me di cuenta de que el panorama en aquella habitación era para taparse los ojos y mucho más: un cuerpo decapitado embutido en un pijama a rayas sobre una cama llena de sangre y con un charquito de vómito en el pecho. Esto tampoco lo habíamos visto en ninguna película.

—¿Por qué le habéis cortado la cabeza? —preguntó Arisa tras destaparse los ojos y mirar con atención aquella escena lamentable.

—¿Cómo que por qué? Pues porque se ha de hacer así —contestó Gabriel—. ¿No te acuerdas de lo que le hacen a la pelirroja en
Drácula de Bram Stoker
?

—Pero, Gabriel, cielo, a ella le hacen eso porque era la novia de uno de ellos y amiga de Mina —contestó Arisa—. Le cortaron la cabeza para hacerle un favor.

—Eso es precisamente lo que yo le he dicho, Arisa —dije yo.

—A la pelirroja le cortan la cabeza porque era una vampiro, no por hacerle un favor —insistió Gabriel—. Hemos hecho lo que salía en la película, clavarle la estaca y cortarle la cabeza. ¿Para qué he comprado la espada si no era para eso?

—Yo pensé que era un capricho tuyo —dijo Arisa—. No pensé que tuvieras la intención de cortarle la cabeza al vampiro.

—Pues ya está hecho y creo que se debe hacer así —dijo Gabriel.

—Pues yo voto para que al siguiente no le cortemos la cabeza —señaló Arisa.

—Pues yo también voto lo mismo —dije yo—, así que dos contra uno, al próximo vampiro le dejamos la cabeza puesta.

—A veces la democracia solamente sirve para aprobar estupideces —sentenció Gabriel—. De acuerdo, ganáis vosotros, ya no decapitaremos a nadie más. ¿Qué hacemos ahora con este?

—Hemos de sacarlo de aquí, eso está claro —contestó Arisa—. Tenemos que deshacernos del cadáver para que los demás vampiros no sepan que nos lo hemos cargado y así seguir pillándoles por sorpresa.

—Creo que lo que podríamos hacer es desintegrarlo —propuse yo—. Levantamos la persiana y el sol lo convertirá en cenizas y así nos desharemos de los restos con más facilidad.

BOOK: Entre nosotros
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