—Habría estado bien cargárselo aquí dentro, pero la diosa Venganza, si es que existe, no ha querido que fuera así—dijo Gabriel algo apesadumbrado.
—No hables de venganza, sino de justicia —le dijo Arisa—. Justicia por lo de tu padre y por lo de todas las víctimas de estos demonios.
—¿Qué hacemos? —pregunté yo—. ¿Volvemos a Congers y lo matamos allí?
—No, lo mataremos aquí mismo —contestó Gabriel— Da igual que no pueda ser dentro del almacén, pero este tipo va a morir esta noche en Nueva York.
Gabriel volvió a arrancar el coche y lo llevó hasta el estrecho callejón que separaba el almacén donde había muerto su padre del siguiente. Paró el coche y nos pidió que saliéramos armados con la espada y la ballesta. Cuando ya estuvimos Arisa y yo fuera, salió Gabriel y abrió la puerta trasera del coche. Helmut salió del interior de un salto y se encontró frente a frente con sus tres enemigos.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó Helmut extrañado—. ¿Y Samuel?
—Tu amigo Samuel está decapitado en el maletero del coche —contestó Gabriel.
—¿Lo habéis matado vosotros? Por favor, no me hagáis reír —dijo el vampiro—. Esto debe de ser alguna broma estúpida.
—No es ninguna broma. Le hemos matado y ahora te vamos a matar a ti —dijo Gabriel—. Arisa, dispárale.
—¿Arisa? Ah, eres tú, pensaba que eras una puta disfrazada de Guillermina Tell —dijo Helmut entre risas.
—¡Puta lo será tu madre! —gritó Arisa antes de disparar la ballesta.
La flecha alcanzó al vampiro en el hombro izquierdo. Gabriel me hizo una señal para que me abalanzara sobre él y le clavara la espada. Corrí hacia el vampiro a toda velocidad y lo atravesé con la espada a la altura del estómago. Helmut me pegó un puñetazo que me lanzó varios metros hacia atrás, espada en mano. Desde el suelo vi que su cara se transformaba en la del monstruo que realmente era y que sus ojos se enrojecían. Esa mutación ya la había visto cuando nos enfrentamos a Julia Hertz, por eso no me sorprendió, pero lo que sí lo hizo fue comprobar que la herida que le había infligido con la espada parecía que jamás había existido. No sé cómo se cerró esa herida, solo sé que ya no estaba allí.
—¡Ahora os vais a enterar de quién soy yo! —gritó Helmut mientras arrancaba la flecha de su hombro, cerrándose también instantáneamente la herida que esta había producido.
Por suerte no nos acabamos de enterar de quién era ese vampiro, ya que Arisa disparó por segunda vez su ballesta y en esta ocasión la flecha atravesó el corazón de la bestia. Helmut miró la flecha clavada en su pecho, dijo algo en alemán y cayó de frente mientras su cara volvía a su estado humano y sus ojos dejaban de ser rojos.
—¡Las flechas de madera funcionan! —exclamó Arisa.
—Funcionan si quien las dispara tiene tu puntería, cariño —dijo Gabriel mientras la abrazaba.
—Cuando fallé el primer tiro pensaba que nos iba a matar —dijo Arisa—. Suerte que el ataque de Abel me ha dado tiempo para poder cargar la ballesta de nuevo. Dame un abrazo, Abel.
Me abracé a Arisa y casi lloro de la emoción. Luego me abrazó Gabriel, y no sé por qué, pero no me emocioné ni nada.
—Bueno, matavampiros, ahora hemos de volver a Congers y enterrar a estos dos cerdos al lado del otro —dijo Gabriel.
Arisa abrió el maletero del coche, y Gabriel y yo cogimos a pulso a Helmut y lo colocamos al lado de su amiguete Samuel. Bueno, más que colocarlo, lo apretujamos a duras penas junto a Hide. Después de cerrar el maletero, el pesado de Gabriel volvió a abrazarme mientras me decía que había sido muy valiente. Esperaba que Arisa también me abrazase de nuevo, pero no, por desgracia ella ya estaba dentro del coche, esperando a que nos pusiéramos en marcha de nuevo.
El enterramiento de los vampiros fue algo problemático. Para empezar, no podíamos acceder en coche al lugar en el que habíamos enterrado al cerdo, ya que, supongo que debido al estrés de la situación provocada por la aparición de Helmut, no nos dimos cuenta de que nos habíamos dejado el Volkswagen en Nueva York hasta que llegamos a Congers. Cuando enterramos al cerdo, lo montamos en la parte trasera del pequeño utilitario y pudimos entrar en el bosque pasando entre el espacio que había entre los árboles del lugar sin problemas. No nos la jugamos a probar a hacer lo mismo con el coche japonés o con el
Secuestromóvil
, sobre todo porque era de noche y la visibilidad casi nula. Al final nos decantamos por una carretilla que encontramos en el garaje de la casa para llevar los cadáveres hasta el cementerio porcino. Intentamos llevar los cuerpos de los dos vampiros a la vez, pero pesaban demasiado, así que decidimos que haríamos el enterramiento previsto en dos fases: en la primera enterraríamos a Hide y en la segunda a Helmut. Arisa no se apuntó a la fiesta de enterramiento; se encargó de preparar algo para cenar, mientras nosotros hacíamos el trabajo sucio.
Samuel Hide se dejó enterrar muy bien. La tierra del lugar era mucho menos compacta que la de la tumba de Helen Shine —algo que ya habíamos comprobado al enterrar al cerdo—, cosa que hizo que caváramos su tumba en menos de diez minutos, en parte porque solamente tenía un metro de profundidad. Tiramos el cuerpo y la cabeza en el hoyo, y Gabriel, en vez de decir una oración, soltó una maldición y yo dije una tontería del estilo «así te lo pensarás mejor la próxima vez que quieras matar a alguien». Antes de volver a buscar el cuerpo de Helmut, cavamos su tumba, aprovechando que habíamos entrado en calor.
Helmut Martin demostró ser un tipo de esos que es capaz de tocarte las narices incluso después de muerto. En primer lugar, era más largo que la tumba que habíamos cavado para él. Habíamos cometido el error de hacerla del mismo tamaño que la de Hide, con la misma longitud y la misma profundidad, y Helmut era diez centímetros más alto que el vampiro cojo. Entonces probamos a enterrarlo sentado, pero como solamente habíamos cavado un metro, la cabeza del vampiro quedaba fuera de la tumba. Al final lo que hicimos fue enterrarlo en posición fetal, incrustándolo de una manera que ya no recuerdo entre el fondo y las paredes de la tumba. Lo que me pareció más curioso de haberlo colocado en la tumba de aquella manera fue que, como aún tenía la flecha de Arisa clavada en el pecho, daba la sensación de que el vampiro estaba haciendo un último esfuerzo por arrancársela. Después de comprobar que el cuerpo no sobresalía por ningún lado, comenzamos a enterrarle y creo que no tardamos ni dos minutos en cubrir la tumba completamente. Nos disponíamos a regresar a casa, cuando, por estas cosas del maravilloso mundo de los vampiros, un brazo de Helmut brotó de la tierra en la que lo habíamos enterrado como si de una flor primaveral se tratase.
—Creo que deberíamos cavar una tumba más profunda —propuso Gabriel.
—Es que estoy muy cansado —dije yo—. ¿Por qué no tapamos la mano con unas ramas y venimos mañana y cavamos lo que sea?
—¿No conoces el dicho «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy»?
—Sí, lo conozco, pero es un dicho que creo que no tiene en cuenta a los vampiros, se aplica solo a cosas normales y corrientes, como cortar el césped, limpiar la cocina, cambiar una rueda desgastada…
Ni me dejó acabar la frase. Gabriel cogió una pala y empezó a cavar la nueva tumba de Helmut, y yo no tuve más remedio que ponerme también manos a la obra. La nueva tumba que cavamos tenía dos metros de longitud, uno de anchura y uno y medio de profundidad, o sea, casi una piscina. Tiramos a Helmut en su interior, lo cubrimos y nos largamos del cementerio de animales/vampiros. Antes de entrar en la casa, dejé la carretilla y las palas en el garaje, y Gabriel cogió la espada, la ballesta y la mochila con la estaca de la parte trasera del coche.
—La espada, ya que habéis decidido que no hay que cortar más cabezas, me la quedaré de recuerdo —dijo Gabriel—, y cojo la ballesta porque a lo mejor esta noche me bajo al sótano a practicar un poco de tiro.
—¿Ahora te apetece aprender a disparar con la ballesta? —pregunté con tono de reproche.
—Sí, por si acaso. Esta ballesta nos ha salvado el cuello hoy, así que mejor que uno de los dos sepa manejarla por si no podemos contar con Arisa en algún momento.
Gabriel dejó la ballesta, la espada y la mochila en el vestíbulo de la casa, junto a la puerta, y pegó un grito a Arisa para avisarla de que ya habíamos vuelto. Arisa apareció pocos segundos envuelta en una gran toalla blanca y con el cabello mojado.
—Ah, ¿ya estáis de vuelta? ¿Cómo ha ido el entierro? —preguntó Arisa.
—Bien, Helmut nos ha dado más trabajo del esperado, pero ya tenemos a la parejita enterrada —contesté yo.
—¿Y eso, qué hace ahí? —preguntó Arisa, señalando los artilugios cazavampiros que había dejado tirados Gabriel junto a la puerta—. Ya sé que sois hombres y, por lo tanto, poco ordenados, pero no cuesta nada dejar esos cachivaches en el trastero.
—Y menos aún dejarlos aquí —replicó Gabriel— No molestan y los tenemos a mano…
—¡Qué vagos sois, por Dios! —exclamó Arisa—. Bueno, he hecho la cena, os la he dejado en el horno para que se mantenga caliente. Yo me voy a acostar ya, estoy agotada.
—Vale, de aquí a un rato me acuesto —dijo Gabriel.
—Sí, pero si puede ser, después de ducharte —dijo Arisa, antes de darnos las buenas noches y entrar en su habitación.
Gabriel y yo fuimos a la cocina, y en el horno encontramos una bandeja con pollo y patatas asadas que nos llevamos al salón para cenar viendo la televisión, como buenos americanos que éramos. Estuvimos un rato haciendo zapping buscando algo interesante que ver, pero no encontramos nada que nos llamara la atención.
—Podríamos ver una película en DVD —propuso Gabriel.
—¿Una de vampiros? —pregunté, lamentándome por la sugerencia.
—Es lo único que tenemos, ¿no? Elije tú una.
—¿Puede ser
Las sexy novias de Dráculax
o
Emmanuelle contra Drácula
? —pregunté, en esta ocasión alegrándome por mi propia sugerencia.
—Hombre, no sé qué decirte. Por mí vale, pero como baje Arisa y nos pille viendo eso, me va a soltar un sermón de los suyos y va a estar una semana de morros.
—Joder, Gabriel, nos acabamos de cargar a dos vampiros. No me digas que tienes miedo al posible cabreo de Arisa.
—No te lo vas a creer, pero sí, le tengo más miedo a Arisa que a los vampiros. Es que a los vampiros ya los ves venir, pero sé que Arisa tiene mucho carácter y, bueno, aún no se ha enfadado en serio conmigo, pero sé que algún día lo hará y me la imagino chillando cosas en japonés y poniendo morros y, pues eso, que algo de miedo le tengo.
—Entonces ¿qué vemos?
—Yo voto por
Underworld
o por
Van Helsing
.
—Pero
Van Helsing
ya la hemos visto.
—Da igual. No es por la película en sí.
—Vale, lo que quieres decir es que votas por Kate Beckinsale, ¿no?
—Sí, pero que quede entre nosotros.
Y volvimos a ver
Van Helsing
, que es una de esas películas que la primera vez que la ves te parece malísima, pero cuando la vuelves a ver te parece aún peor. Yo la vi entera, pero Gabriel se quedó dormido a la media hora. Me dio reparo despertarle y apagué el televisor, recogí las sobras de la cena y me fui del salón sin hacer ruido. Después de dejar la bandeja, los cubiertos y los platos sucios en la cocina —no, no me apeteció limpiarlos—, subí a mi habitación. Antes de entrar, me di cuenta de que la puerta de la habitación de Arisa estaba medio abierta y que la luz estaba encendida. Se me ocurrió pasar a decirle que Gabriel se había quedado dormido en el sofá, para que no le esperase despierta o para que bajase a despertarlo si eso era lo que prefería. Me acerqué lentamente a la habitación de Arisa, sin hacer ruido, pues cabía la posibilidad de que aunque tuviera la luz encendida estuviera durmiendo. Por esa razón, no abrí la puerta, sino que me asomé para comprobar que Arisa no dormía. Me asomé y lo que vi seguramente será algo que dentro de unos años me creará algún trauma psicológico que tendré que explicar a algún psiquiatra que, por supuesto, me tomará por loco y, aparte de tomarme por loco, le tendré que pagar un dineral por tomarme por loco.
Arisa estaba tumbada en la cama, vestida con su pijama rosa y, sí, estaba despierta. La pega es que no estaba sola. Encima de ella, tapándole con la mano izquierda la boca y sujetando con la derecha el brazo izquierdo de Arisa, para que este permaneciera extendido, estaba Helmut Martin, lleno de tierra, de esa tierra que se supone que debería haber servido para que permaneciese enterrado. Yo me quedé helado, en serio, no sólo porque fuese incapaz de mover ni un solo músculo, sino porque sentía un frío intenso que recorría todo mi cuerpo. No me había dado cuenta de por qué Helmut mantenía el brazo izquierdo de Arisa extendido, pero era evidente que ella sí, ya que empezó a moverse violentamente intentando zafarse del vampiro. Ante esta reacción de ella, Helmut presionó con fuerza la cabeza de Arisa contra la almohada y al hacerlo me di cuenta de que estaba ahogándola. Arisa dejó de moverse y el vampiro de presionar y, después de sonreír maliciosamente, hincó sus colmillos en la muñeca izquierda de su víctima. Arisa inspiró profundamente y cerró los ojos, y yo, nada, seguía sin poder moverme. Era como si de alguna manera aquel vampiro me hubiese hipnotizado. Helmut, después de unos diez segundos, dejó de chupar sangre y soltó el brazo de Arisa, que cayó como si estuviera muerto. El vampiro se acercó al rostro de Arisa, con la boca abierta, supongo que para que viera que estaba llena de la sangre que le acababa de arrebatar. Entonces me di cuenta de que el vampiro no estaba enfadado, su rostro no había sufrido ninguna transformación, ni sus ojos estaban enrojecidos, eso sí, sus colmillos eran tan grandes como los que nos había mostrado horas antes. No, Helmut no estaba enfadado, sino en otro estado. El vampiro tragó toda la sangre que tenía de Arisa en la boca de un golpe y volvió a sonreír.
—Bien, muy bien, sabes muy bien —empezó diciendo aquella bestia— Sabes muy bien, pero hueles mejor.
El vampiro acercó aún más su rostro al de Arisa e inspiró con fuerza. Luego siguió olfateándola, bajando por su cuello lentamente y llegando al escote de su camiseta, donde volvió a inspirar. Entonces Helmut se incorporó rápidamente, quedándose de rodillas, y agarrando la camiseta por el borde del escote, estiró con fuerza hacía sí produciéndole un jirón que dejó los pechos de Arisa parcialmente al descubierto. El vampiro volvió a inspirar, colocando su cara entre los dos pechos.