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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

Entre nosotros (37 page)

BOOK: Entre nosotros
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—¡Pues culpa mía no es! Yo dije que había que cortarle la cabeza a un vampiro después de clavarle una estaca, pero tú y ella votasteis que no y, mira, ya has visto las consecuencias.

—Mira, Gabriel, creo que sea lo que sea lo que le pasa a Arisa es algo que debéis hablar entre vosotros. Yo, en este tema, no pinto nada.

—Sí, quizá tengas razón. Doy por hecho que debió de pasarlo fatal cuando Helmut la atacó y es normal que aún esté algo aturdida o confusa. ¿Te ha contado ella todo lo que le hizo Helmut?

—Sí, me lo ha contado.

—¿Y qué? Lo pasó muy mal, ¿verdad?

—Sí, fatal, Gabriel, lo pasó fatal.

—Creo que lo mejor será que esta noche no la llevemos con nosotros.

—¿Que no la llevemos? ¿Es que vamos a alguna parte? —pregunté muy preocupado.

—Sí, a cargarnos a Strasser —contestó Gabriel sin mostrar preocupación alguna.

—¿Y no podemos pillarnos uno o dos días de descanso?

—No, Abel, no podemos. Si no nos cargamos a ese tipo hoy, perderemos el factor sorpresa. Estoy seguro de que sí esperamos un día más descubrirán que el cojo y Helmut han desaparecido y eso alertará a toda la comunidad de vampiros y… pues eso, que perderemos el factor sorpresa y puede que ya no podamos cargarnos a ninguno más. Piensa que la comunidad de vampiros de Nueva York, como sabes, es de unos sesenta miembros, es como un pueblo pequeño, y estoy seguro de que si faltan dos de sesenta y, además, dos muy importantes, saltarán las alarmas. Esta noche tenemos que cargarnos a Strasser.

—¿Y por qué esta noche y no mañana al amanecer?

—Porque ya que sabemos que a los vampiros no les afecta el sol, la noche puede convertirse en nuestra aliada. Si los vampiros actúan de noche es porque así pueden cometer sus fechorías y tener más posibilidades de salir impunes, no por otra razón. Así que puede que vayamos a casa de Strasser y lo encontremos durmiendo y, aunque lo nuestro no será una fechoría, la noche puede ser nuestra aliada, permitiéndonos hacer más cosas que las que haríamos a plena luz del día.

En ese momento entró Arisa en la cocina y al parecer, antes de entrar, había estado escuchando el final de nuestra conversación.

—Así que esta noche vamos a cargarnos a Strasser… —dijo Arisa nada más entrar—. Me parece perfecto, cuanto antes lo hagamos, mejor.

—No, tú no vendrás —le dijo Gabriel.

—Sí, sí que iré —replicó Arisa.

—Después de lo que pasaste anoche, creo que es mejor que te alejes una temporada de los vampiros —señaló Gabriel—. Ya nos encargaremos de Strasser Abel y yo.

—No, Gabriel, precisamente por lo que pasó anoche, voy a ir con vosotros y punto.

Y, por supuesto, se vino con nosotros. Volvimos a coger el
Secuestromóvil
de Hide para la misión porque era el mejor vehículo que teníamos y porque Arisa dijo que, por si acaso, no quería que su Honda fuera manchado con la sangre de un vampiro o de un humano. Sí, lo de la sangre de un humano también lo dijo. Dábamos por hecho que el Beetle continuaba en la misma calle de Manhattan en que lo dejamos aparcado antes de ir al piso de Hide, y decidimos que después de matar a Strasser iríamos a buscarlo. Gabriel se ofreció a conducir el
Secuestromóvil
hasta la casa del vampiro nazi, y se llevó una nueva y pequeña decepción al comprobar que Arisa prefirió sentarse en el asiento de detrás en vez de hacerlo en el del copiloto, asiento que acabé ocupando yo.

Llegamos a la urbanización fantasma en la que vivía Gregor Strasser a eso de las diez de la noche. Aparcamos el coche tras la valla de madera que rodeaba la casa que se estaba construyendo frente a la de nuestro objetivo. Gabriel sacó un bloc de la guantera del coche y empezó a dibujar un plano del posible interior de la casa de Strasser.

—Yo creo que al entrar, a mano derecha, habrá una puerta que dará a un salón o a un estudio o a algo así—dijo Gabriel señalando una habitación grande que había dibujado en el margen inferior derecho de la hoja—. Frente a la puerta de entrada, seguro que nos encontraremos con una escalera para subir al piso de arriba y con un pasillo que debe de llevar hasta la cocina…

—Perdona, Gabriel, ¿esta misión va a tener nombre? —pregunté yo, interrumpiendo su explicación.

—Sí, por supuesto, habrá que ponerle nombre —contestó Gabriel—. ¿Se te ha ocurrido alguno?

—Se me ha ocurrido el siguiente, a ver qué te parece: «Operación te vas a enterar de lo que vale un peine, nazi de mierda» —propuse, incluyendo en el nombre de la operación el hecho de que Strasser fuera calvo y nazi.

—Es demasiado largo para ponerlo en una camiseta, pero me gusta —dijo Gabriel—. ¿A ti qué te parece, Arisa?

—Me parece una mierda, pero me da igual —contestó ella, mientras se recogía parte de su pelo para hacerse una coleta.

—¿Te estás haciendo coletas? —pregunté yo, aunque la respuesta era evidente.

—Sí, el pelo suelto me molesta cuando disparo con la ballesta —me contestó—. Con el pelo recogido creo que puedo tener más puntería.

—Bueno, cómo tú veas —dijo Gabriel para no alargar más el tema coletil y poder volver a su plano—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por la escalera. Pues eso, que doy por hecho que encontraremos una escalera que llevará al piso de arriba. Bien, mi idea es que intentemos entrar por la puerta de la cocina que da a la parte de atrás de la casa y una vez dentro vayamos hasta el vestíbulo de entrada. Si el vampiro está en el salón, le atacamos allí y si no está, vamos arriba. Yo iré delante y Arisa irá detrás de mí con la ballesta por si Strasser aparece de repente. ¿Te parece bien, Arisa?

Nos volvimos Gabriel y yo cuando él terminó de hacer esa pregunta, pero Arisa no estaba allí. Ni Arisa ni la ballesta ni la espada. Salimos del coche rápidamente y comenzamos a mirar a nuestro alrededor buscando a la japonesa perdida. Entonces escuchamos el timbre de una puerta. Gabriel y yo nos miramos sorprendidos, dimos la vuelta a la valla de madera y vimos a Arisa en el porche de la casa del vampiro, con la espada envainada en la espalda y apuntando la ballesta hacia la puerta de Strasser. El vampiro nazi abrió la puerta y Arisa disparó su ballesta. Sí, tenía razón, las coletas mejoraban su puntería, acertó a clavarle la flecha en el corazón a la primera. Strasser instintivamente se abalanzó sobre Arisa, pero ella se apartó de un salto y el vampiro cayó de morros. Strasser intentó levantarse utilizando las pocas fuerzas que le quedaban, y cuando logró ponerse de rodillas, Arisa desenvainó la espada y, repitiendo el grito que dio en Congers antes de decapitar a Helmut, le cortó la cabeza al nazi de las narices. Y, sí, otra vez de un solo espadazo. Deduje que la clave de la decapitación estaba en el grito ese japonés, porque para empezar la espada esa pesaba mucho y, aunque yo no soy lo que se dice un tipo fuerte, no parece muy lógico que la pequeña Arisa hiciera siempre a la primera algo que yo logré en un tercer intento. La cabeza de Strasser salió despedida y dio unos cuantos botes hasta acabar deteniéndose a unos cinco metros del cuerpo al que había permanecido sujeta durante más de cien años. Arisa envainó la espada, cogió la ballesta, se dio media vuelta y vino caminando, a ritmo de paseo geriátrico, hacia nosotros.

Gabriel y yo estábamos conmocionados por lo sucedido, conmoción que aumentó un poco cuando Arisa pasó a nuestro lado sin decirnos nada y subió al coche, sentándose de nuevo en la parte trasera del mismo.

—Joder, Abel, ¿qué ha pasado? —me preguntó Gabriel cuando volvió en sí.

—No sé, tío, no sé. Arisa empieza a preocuparme un poco. Esto no es normal. Creo que se ha vuelto una psicópata.

—No digas tonterías, Abel, a lo mejor lo ha visto claro y no se lo ha pensado dos veces.

—O a lo mejor, lo que digo yo, que se ha convertido en una psicópata y de las peligrosas. Oh, no, puede ser incluso peor, a lo mejor es una vampiro. Helmut la mordió.

—¿Durante cuánto tiempo, Abel?

—Durante diez segundos, creo.

—No creo que sea suficiente. Para convertirse en vampiro, Arisa debería haber muerto, como le pasó a Julia Hertz, y ella no ha muerto.

—Es verdad, tienes razón. Entonces, bueno, solo es una psicópata con una ballesta.

Al decir eso, pensé que la noche anterior yo podría haber muerto si a Arisa le hubiese dado un ataque de los suyos. Debí haberme dado cuenta de que una japonesa con una ballesta, amante de los grupos de música extraños, no debe de tener la cabeza bien amueblada. Volví a repetir eso de que quizá Arisa era una psicópata, pero Gabriel no me hizo caso y volvió a subirse a la parte delantera del coche para hablar con Arisa, aunque ella no tenía ganas de hablar, ya que segundo y tres cuartos después de que él entrara en el vehículo, accionó el dispositivo que activaba las placas metálicas, aislándose así de su, quizá ya, ex novio.

—Creo que no quiere hablar del tema —dijo Gabriel volviendo cabizbajo hasta donde yo me encontraba.

—Sí, eso también me ha parecido a mí —dije—. ¿Qué hacemos ahora?

—Pues deberíamos meter a Strasser en el maletero.

—¡No fastidies! Esa mole debe de pesar unos quinientos kilos. ¿Por qué no lo enterramos ahí, donde ha caído? Luego ponemos césped encima de la tumba y nadie se dará cuenta.

—Es que he pensado que en vez de enterrarlo, lo podemos utilizar como prueba.

—¿Prueba?

—Sí, como prueba de que no estaba muerto, de que no se lo cargaron hace setenta años. Lo metemos en el maletero, nos lo llevamos a Congers, llamamos a Tom y, si todo sale como debería salir, puede ser el final de los vampiros.

Gabriel y yo volvimos a subir al coche y él lo condujo hasta donde estaba Strasser, aparcando lo más cerca que pudo del cadáver. En ese pequeño trayecto, Arisa no abrió la boca, aunque a lo mejor sí lo hizo, pero no la oímos por culpa de la placa metálica que nos separaba de ella. Gabriel y yo salimos del coche, abrimos el maletero, cogimos el cuerpo del vampiro y con un solo impulso logramos meterlo casi del todo en su tumba provisional con ruedas. He de señalar antes de continuar que hicimos un «piedra, papel o tijera» para saber quién cogía a Strasser de los pies y quién de los brazos y que perdí yo. O sea, que me embadurné bien embadurnado con la sangre de esa mole de nazi muerto dos veces. Bueno, una vez metido medio cuerpo en el maletero, le dimos un empujón y logramos embutirlo de la mejor manera posible en aquel cubículo. Parece algo increíble, pero Helmut y Hide juntos ocupaban menos que Strasser sin cabeza. Y ya que hablamos de la cabeza de Strasser, yo fui el seleccionado para ir a buscarla, pues Gabriel dijo que ya que él no se había manchado de sangre con el cuerpo era absurdo que tuviera que hacerlo por esa «simple cabecita» (de veinte kilos por lo menos y sin pelo de dónde agarrarla).

Mientras iba yo a por la cabeza, Gabriel, en un acto que yo consideré excesivamente temerario, abrió una puerta trasera del coche y sacó a Arisa estirándola de un brazo. Gabriel y Arisa se miraron fijamente sin decirse nada durante un rato, el que yo tardé en coger la cabeza de Strasser del suelo, utilizando una de sus orejas como asa. Ya me disponía a regresar al coche cuando tuve que cambiar de opinión al ver cómo Gabriel le pegaba una bofetada a Arisa. No una bofetada cualquiera, sino una señora bofetada cuyo eco aún debe de poder oírse en aquel lugar y dentro de un par de siglos regresar a modo de psicofonía. Lo que pensé al ver la bofetada es que la neopsicópata de Arisa cogería la espada y partiría en dos al ex esquizofrénico de Gabriel y luego vendría a por mí para no dejar testigos, pero no pasó nada de eso. Arisa rompió a llorar y se lanzó a los brazos de Gabriel, quien empezó a acariciarle el pelo para tranquilizarla. Al ver que no había peligro, me acerqué al coche, tiré la cabeza en el maletero y lo cerré.

—¡Es que ya no puedo más, joder! —exclamó Arisa entre sollozos—. ¡Esto no hay quien lo aguante! ¡No hay quien lo aguante!

—Tranquila, cariño, ya ha pasado todo —dijo Gabriel.

—Es que ya no sé ni lo que hago ni lo que digo ni lo que pienso —continuó diciendo Arisa sin dejar de llorar—. Esto no es lógico. ¡Los vampiros no existen! ¡Y ya me he cargado a dos, joder! Yo soy una licenciada en historia por Harvard, solo eso. A lo mejor, los de Yale están acostumbrados a estas cosas, pero los de Harvard no, te juro que no. ¡Yo quiero irme a mi casa!

—Va, cariño, siéntate en el coche y respira profundamente —le dijo Gabriel mientras la ayudaba a acomodarse en el asiento de atrás.

Arisa obedeció a Gabriel, respiró profundamente varias veces y, al parecer, eso la tranquilizó un poco, ya que dejó de llorar.

—Es que ni me lo he pensado, Gabriel —empezó diciendo Arisa, ahora ya utilizando su tono de voz habitual—. Tenía el convencimiento absoluto de que me lo iba a cargar. Ni siquiera pensé que era peligroso. Me sentía invencible. Anoche me pasó lo mismo. Bajé corriendo a por la ballesta y la espada y sabía que iba a matar a Helmut. Esta noche ha pasado lo mismo, cuando estaba haciéndome las coletas he visualizado lo que iba a hacer y lo he hecho. Así de sencillo. Y ahora… Ahora tengo miedo de mí misma. A lo mejor se me han cruzado los cables definitivamente y me he vuelto una psicópata.

—Es algo que por si acaso no deberíamos descartar —señalé yo—. Deberías hacerte alguna prueba.

—¡Cállate, Abel, no digas tonterías! —me gritó Gabriel.

—Abel, estás hecho un asco —me dijo Arisa cuando se dio cuenta de que yo estaba allí—. ¿Toda esa sangre es de Strasser?

—Sí, y todavía le queda más dentro del cuerpo —le contesté—. Ya sabes que eso de ir decapitando por ahí ensucia mucho.

—Abel, por favor, estate un ratito calladito —me ordenó Gabriel—. Mira, Arisa, anoche el ataque de Helmut te provocó un shock y has estado en ese estado hasta que te he pegado la bofetada. El miedo y la tensión que estos días has ido acumulando han acabado exteriorizándose en dos decapitaciones, la de Helmut y la de Strasser, ¿vale? No eres una psicópata porque a Abel y a mí no nos has hecho nada, ha sido a ellos, a los malos; por lo tanto, sabías lo que hacías. Una cosa es que te hayas comportado temerariamente y otra que seas una loca peligrosa con una ballesta y una espada.

—Pero anoche te cogí mucha manía —le dijo Arisa—. No quería ni verte.

—Sé que si tú estás aquí ahora es porque me quieres —le dijo Gabriel—. La única razón por la que sigues en esta historia es por lo que sientes por mí, y anoche me echaste la culpa de haberte puesto en peligro.

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