—Sí, sí, eres una auténtica delicia, Arisa —dijo Helmut en esta ocasión.
Sin levantar la cabeza de sus pechos, el vampiro introdujo su mano derecha en los pantaloncitos rosa, y cuando Helmut parecía estar acariciando aquello que quería acariciar, Arisa abrió los ojos y miró de reojo hacia donde yo me encontraba. Una lágrima comenzó a descender por su mejilla. Esa lágrima fue la que me despertó. Abrí la puerta de golpe, miré a mi alrededor y cogí el primer objeto que creí que me podría servir como arma: una silla. Corrí hacia el vampiro silla en alto y se la estampé con todas mis fuerzas en la espalda. (Nota: Si tenéis que enfrentaros a un vampiro, las sillas no valen para nada.) Helmut casi ni se inmutó, pero después de un par de segundos, irguió la espalda, se volvió y me miró con algo que podríamos llamar odio
vampiril
. Estaba claro que yo le caía peor que Arisa porque el vampiro tardó diez segundos en poner cara de malo de verdad y empezaron a enrojecérsele los ojos. Yo, de nuevo helado, pero sólo de frío, miré con disimulo a mi alrededor buscando alguna otra cosa que lanzarle a aquel bicho, y lo único que encontré fue uno de esos libros voluminosos de Arisa, algo con un señor vestido de romano en la portada que mi amiga había dejado sobre otra silla. Cogí el libro, pero no me dio tiempo a lanzarlo, ya que Helmut se abalanzó sobre mí tirándome al suelo. Arisa aprovechó la situación para salir corriendo de la habitación. El vampiro me cogió del pecho y en un movimiento rápido me alzó hasta que mis ojos se encontraron con los suyos. Abrió la boca y descubrí que el aliento del vampiro es casi tan peligroso como sus mordeduras. ¡Dios, qué peste! Oí cómo mi camiseta comenzaba a deshilacharse rápidamente —es que se la compré a un tío que vendía camisetas
Calbin Kline
a tres dólares que aparcó un sábado por la mañana su furgoneta delante de casa—, pero la prenda no acabó de romperse del todo, ya que el vampiro decidió lanzarme con fuerza contra una pared. Reboté contra la pared y me di de morros contra el suelo. Después de que Helmut me pegara dos patadas en las costillas, pero dos patadas con muy mala leche, me levantó del suelo estirándome del pelo. Gilipollas de mí, intenté darle un puñetazo, pero ni le alcancé. Eso, no sé por qué, parece que molestó más aún al vampiro y decidió cogerme del cuello con una mano y volver a levantarme del suelo. Ahí sí que ya pensé que iba a dejar este triste y azul mundo porque comencé a asfixiarme a la velocidad de la asfixia de la luz. De nuevo los ojos rojos del vampiro y los míos se alinearon y, de nuevo, Helmut abrió su bocaza, pero en esta ocasión no para echarme su apestoso aliento, sino para morderme. Sentí las puntas de sus colmillos rozando mi cuello y cerré los ojos… Y entonces, justo cuando me disponía a ser mordido por un vampiro, escuché un extraño zumbido y Helmut me soltó de golpe.
—¡Tienes que cuidarte la garganta, Helmut! —gritó Arisa desde la puerta.
El zumbido que había oído unos segundos antes era el de una flecha disparada por Arisa con su, sí, santa ballesta. Una flecha que había atravesado el cuello de Helmut y que no fue suficiente para matarlo, otra vez, pero sí para dejarle aturdido y darle tiempo a Arisa para cargar de nuevo la ballesta. El aturdimiento del vampiro le hizo cometer un grave error y es que instintivamente agarró la flecha que tenía incrustada en el cuello con su mano izquierda, dejando su pecho al descubierto, y, ¡zas!, segundo zumbido y flechazo en pleno corazón. Helmut cayó de rodillas y comenzó a gatear hacia la cama. Entonces me di cuenta de que Arisa no se había presentado en la habitación armada solamente con la ballesta, sino que atada a su espalda traía consigo la espada que se suponía que no valía para nada. Helmut llegó hasta los pies de la cama y, apoyándose con fuerza con ambas manos, comenzó a levantarse lentamente. Arisa se acercó a él, desenvainó la espada y después de gritar algo en japonés, algo muy agudo, decapitó de un solo golpe a Helmut. La cabeza del vampiro salió disparada, rebotando en el cabezal de la cama y reposando finalmente sobre la almohada. Arisa se acercó a mí y me ayudó a levantarme del suelo. En ese preciso momento llegó Gabriel.
—¿Qué ha sido ese grito? ¿Qué ha pa…? —Gabriel no terminó de preguntar lo que quería preguntar, supongo que alucinado por el panorama después de la batalla.
Arisa se acercó a Gabriel y le dio la espada.
—Sí, Gabriel, tenías razón, hay que cortarles la cabeza —dijo Arisa—. No sabía que al decapitar a alguien, te pudieses manchar tanto de sangre, así que ahora voy a darme una ducha, luego me desinfectaré esta puta mierda —dijo señalando la herida de su muñeca— y después me iré a dormir. Abel, esta noche dormiré en tu cama, si no te importa, le he cogido algo de manía a esta habitación. Arisa abandonó la habitación, murmurando algo en japonés o en un inglés lamentable. Gabriel y yo nos miramos y, como era evidente que no sabíamos qué decir, nos limitamos a encogernos de hombros.
—Habrá que enterrarlo otra vez, ¿no? —dijo Gabriel.
—Sí, supongo que sí. Va a ser el único tío en toda la historia de la humanidad y de los vampiros al que habrán enterrado tres veces en un mismo día —dije yo, aunque no sé si en serio o en broma.
Cogimos entre los dos el cuerpo de Helmut y lo pusimos sobre la cama. Luego cogimos la cabeza y se la colocamos sobre el pecho. Lo envolvimos todo con las sábanas de la cama y media hora después enterramos a Helmut de nuevo en su segunda tumba. De camino a casa, nos encontramos a unos cien metros del mini cementerio la flecha que Arisa había clavado en el corazón de Helmut en el puerto de Nueva York y al parecer el vampiro se había arrancado poco después de salir de su tumba. Gabriel recogió la flecha, la partió en dos y la lanzó lejos de nosotros.
—La próxima vez debemos ser más cuidadosos —dijo entonces Gabriel—. No me gustaría que Arisa tuviera que volver a pasar por algo así.
—Lo que es evidente es que tenías razón, Arisa tiene mucho carácter y es mejor no hacerla enfadar —dije yo.
—Esta noche será mejor que la dejemos sola. Estoy seguro que cualquier cosa que le digamos puede sentarle mal o alterarla. Oye, Abel, ¿podías explicarme, ahora que veo que todo está más tranquilo, qué es lo que ha pasado esta noche?
—¿Lo que ha pasado en vuestra habitación?
—Sí, eso. ¿Qué es lo que me puedes contar? ¿Qué es lo que has visto? ¿Qué os ha pasado a Arisa y a ti? Bueno, que me lo cuentes todo.
¿Que se lo contara todo? Enseguida me di cuenta de que no le podía contar toda la verdad porque estaba seguro de que él no iba a aceptar de buen grado que yo me hubiese quedado mirando sin hacer nada mientras Helmut mordía a Arisa y la sobaba. No le dije toda la verdad a Gabriel, fui directamente al momento en el que cogí la silla y la estampé contra la espalda de Helmut. Luego le mentí un poco al explicarle todo lo que me hizo el vampiro, ya que le dije que sí alcancé a darle un puñetazo. Gabriel me dio las gracias por haber intentado rescatar a Arisa, y eso me hizo sentir fatal porque al final fue ella la que me rescató a mí.
Ya en casa, Gabriel se fue a dormir a la habitación del pánico y yo me eché en el sofá del salón. Estuve dándole vueltas a todo lo que nos había ocurrido aquel día y me di cuenta de que posiblemente había sido uno de los peores días de mi vida. Intenté pensar en Mary para compensar de alguna manera el malestar que sentía, pero la imagen de mi amor rubio sufría interferencias continuas producidas por la escena de Helmut y Arisa, y me di cuenta de que era mejor no descubrir por qué se estaba mezclando todo en mi cabeza y decidí distraerme con otra cosa, concretamente con
Las sexy novias de Dráculax
. Supongo que en estos momentos habrá más de uno deseando que le cuente la película, ¿verdad? Pues, lo siento, no puedo hacerlo. Es que justo cuando estaba a punto de elegir si quería ver la película en original subtitulado —es que era húngara— o verla mal doblada al inglés, apareció Arisa en el salón, con una venda en la muñeca izquierda y vestida solamente con una camiseta de mi ferretería que le llegaba a la altura de las rodillas. ¡Eso es lo que se llama buena publicidad!
—¿No puedes dormir, Abel? —me preguntó sabiendo cuál era la respuesta.
—No, no puedo, lo he intentado, pero no puedo —contesté, al tiempo que disimuladamente apagaba el televisor.
—¿Ibas a ver una película?
—No, sólo estaba buscando algún canal para informarme del tiempo que hará mañana.
—Ah, pues supongo que calor, como hoy, mucho calor.
—Sí, supongo.
—Abel, ¿me podrías hacer un favor muy grande?
—Sí, lo que quieras.
—¿Podrías acostarte conmigo? Es que creo que necesito tener a alguien al lado para poder dormirme. Necesito sentirme acompañada.
—¿Y Gabriel?
—Es que en estos precisos momentos, por razones que serían largas de explicar, estoy bastante molesta con él. Por favor, ¿vienes conmigo a la cama?
No pude negarme y tampoco quise negarme, claro. Sabía que no iba a pasar nada esa noche entre Arisa y yo, pero no podía dejar de sentirme un poco excitado al pensar que iba a acostarme con ella, y enseguida me di cuenta de que me iba a costar más dormirme pegado a ella que en el sofá del salón. Subimos a la habitación y lo primero que me dijo al meternos en la cama fue que, aparte de la camiseta, me había cogido unos calzoncillos, según ella los únicos limpios que había encontrado. Ese comentario no me ayudó mucho dadas las circunstancias. ¡Dios, qué mal lo estaba pasando! Después de soltarme eso de los calzoncillos, me dio un beso y se tumbó de lado, dándome la espalda.
—Abel, sólo quiero decirte que me siento muy afortunada por haber conocido a una persona tan tierna y sensible como tú.
Como he dicho, yo ya daba por hecho que no iba a pasar nada entre nosotros aquella noche, pero no voy a negar que, bueno, se me pasó por la cabeza alguna cosilla física y química con toques orientales. Ahora bien, cuando me dijo que era tierno y sensible, di por hecho que no iba a tener ninguna oportunidad. Cuando una mujer dice que quiere como compañero de cama a alguien tierno y sensible, dicha mujer no llega a los siete años y lo que realmente desea es que alguna persona generosa le regale un oso de peluche. Eso sí, por si había quedado alguna duda de que esa noche no iba a haber nada entre un caballero sureño —por cierto, de muy buen ver— y una preciosa e inteligente japonesa, Arisa la disipó poniéndose a roncar. Eso sí, muy finamente, como si solamente lo hiciera con media fosa nasal.
Una psicópata con una ballesta
M
e desperté al oír a Gabriel golpeando la puerta de la habitación anunciándonos que el desayuno-comida ya estaba hecho.
Desayuno-comida porque eran las doce y media del mediodía. Al abrir los ojos me encontré a Arisa abrazada a mí, con una pierna por encima de mi cintura y con sus labios, babeando, pegados a mi mejilla. Cerré los ojos otra vez, porque decidí que de allí no me iba a mover ni un terremoto, pero Gabriel volvió a golpear la puerta y pensé que mejor era levantarse a que él nos encontrara en esa situación. Me separé un poco de Arisa, con lo que se formó un puentecillo de baba entre su boca y mi cara, y con mucho cuidado la desperté. Ella abrió los ojos muy lentamente y, al verme a su lado, se incorporó de golpe, sentándose con la espalda apoyada en la cabecera de la cama y cubriéndose los pechos con un brazo.
—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó.
—Me dijiste tú que me acostara contigo —le contesté.
—¿Sí? ¿Y hemos hecho algo?
—Espero que no, porque no me he enterado.
—Ah, sí, perdona, te pedí que te acostaras conmigo. Es que a mi cerebro le cuesta un poco ponerse en marcha. Ya sé que eres un caballero y un amigo…
—Por cierto, roncas.
—Vale, quizá no seas tan caballero.
Antes de bajar a comer fui a darme una ducha, y al salir del baño me encontré frente a frente con Arisa. Llevaba unos tejanos recortados, a la altura del muslo, y una camiseta roja con un círculo estampado en el pecho en el que podía leerse: SGT. PEPPERS HEARTS CLUB BAND. Le pregunté qué significaba eso y me dijo que si no lo sabía era que no merecía saberlo, y después de ese cachete que me dio igual recibir, Arisa me dio una bolsa de plástico y vi que en su interior estaban mi camiseta y mis calzoncillos que se había puesto la noche anterior.
—Si quieres, te puedo lavar yo esa ropa, Abel —propuso Arisa.
—No, no hace falta. Toma, te la regalo —le dije dándole la camiseta— tenemos una caja entera en el almacén de la ferretería. Mira, me he traído diez.
—Y le señalé la que yo llevaba puesta, que era igual a la que ella me había devuelto—. Y los calzoncillos, ya me los lavaré yo, no te preocupes.
Aquí mentí porque jamás lavé esos calzoncillos. Los guardé en un bolsillo interno de mi maleta, y cuando llegué a casa los metí en una bolsa con cierre hermético y luego vacié el aire del interior de la bolsa con un curioso aparato que teníamos en la ferretería llamado
Pump and Seal
, un cacharro que me pareció un armatoste inútil hasta que encontré algo decente que envasar al vacío. Cuando entramos en la cocina, Gabriel se acercó a Arisa sonriendo e intentó darle un beso, pero ella lo esquivó.
—No tengo ganas de que nadie me bese —dijo Arisa para justificar su rechazo.
Gabriel aceptó la situación con cierta resignación y no quiso averiguar por qué Arisa no quería besarle. Bueno, no quiso averiguarlo porque, al parecer, él tenía su propia teoría al respecto, y tuvo a bien hacerme partícipe de ella cuando acabamos de comer y Arisa nos dejó a solas para hacer su colada.
—Habéis dormido juntos esta noche, ¿no? —empezó diciéndome Gabriel—. ¿Hay algo de lo que deba ser informado?
—No, que yo sepa —contesté.
—Pues yo creo que algo debe de haber pasado esta noche entre vosotros porque se supone que ella iba a dormir sola y esta mañana he visto que habéis compartido cama y, luego, parece que a Arisa ya no le hago gracia…
—Sé lo que insinúas y estás muy equivocado, Gabriel. No ha pasado nada, te lo juro. Anoche bajó ella y me pidió que me acostara a su lado porque quería dormir junto a alguien y eso hicimos, dormir, solo dormir.
—¿Y por qué no quiso dormir conmigo? Yo podría haber sido también ese alguien, ¿no?
—Yo le sugerí que lo hiciera, pero me dijo que no quería. Quizá está enfadada contigo.
—¿Por qué?
—No lo sé, Gabriel, puede que te eche la culpa de lo que pasó con Helmut.