Hola. Soy Abel J. Young, ex llorón compulsivo. Usted me dijo que no volviera a su consulta hasta que no me acabase de leer Mobby Dick. Bueno, aún no me he leído la novela y puede que nunca lo haga, pero me gustaría verle en persona de todas maneras para darle las gracias por todo. Esta mañana me he dado cuenta de que usted tenía razón cuando me dijo que debía quererme a mí mismo para volver a querer a Mary y que no me doliera. Ahora que lo sé, lo único que me falta conseguir es merecer quererla, pero creo que pronto lo lograré.
Besos o lo que se le dé a una psicóloga,
ABEL J. YOUNG
Antes de salir de la consulta, la secretaria me ofreció caramelos de un pequeño bol, me preguntó si quería pedir hora y al decirle que no, que solamente quería hacer una visita de cortesía, me dio dos tarjetas de la psicóloga para que la próxima vez llamase antes de ir y no hiciera un viaje en balde. En el mismo edificio en el que estaba aquella consulta, había una oficina de mensajería en la que entregué una carta muy importante para que la hicieran llegar a un sitio que ahora no diré, pero que podrán descubrir al final del capítulo.
Aún me quedaba algo por hacer aquella tarde, y para ello tuve que ir al instituto, concretamente al campo de fútbol americano, pues allí los míticos
Tigers
estaban entrenando. No me pregunten qué hacían cuando yo llegué porque el deporte no es mi fuerte. Si empujarse es lo que se supone que ha de hacerse en fútbol americano, entonces aquellos chicos estaban jugando muy bien. Si empujarse no es de lo que va ese deporte, entonces había una batalla campal en medio del terreno de juego. Mi intención era cruzar unas palabras con Howard, pero no sabía quién era, ya que todos los jugadores del equipo llevaban casco, todos menos un chico que era de raza negra que no estaba en la pelea, sino corriendo solo con los brazos levantados. Al parecer levantaba los brazos porque se estaba rindiendo, pero no le sirvió de nada, ya que cuando cogió una especie de pelota deforme que alguien con muy mala intención le lanzó, dos tipos el triple de grandes que ese pobre chico se abalanzaron sobre él y lo tiraron al suelo, y no solo eso, sino que además empezaron a reírse del muchacho señalándole con el dedo. ¡Qué valientes eran esos tigres! Dos contra uno, mucho más pequeño, y encima se ríen de él. Después de que el muchacho se levantara del suelo, los jugadores del equipo se pusieron unos frente a otros, no sé para qué, a lo mejor para empezar un baile ritual o algo así. Entonces me acerqué a un señor que había por allí con chándal y una carpeta.
—Perdone, señor, ¿quién de todos ellos es Harry?
—Nadie del equipo se llama Harry —me respondió.
—No, perdone, me he equivocado de nombre. ¿Quién es Howard?
—¿Howard? Es el número veintisiete.
—Gracias.
Y entré corriendo en el campo, pese a que aquel señor me dijo de todo, o sea, que me insultó de mil maneras diferentes, y me fui directo a por Howard. Todos los del equipo dejaron de hacer aquel ritual. Me planté delante de Howard y él se quitó el casco.
—Hola, Harry… —empecé diciendo.
—No, imbécil, me llamo Howard —me replicó con cierto tono de desprecio.
—Ah, ya sé quién eres tú —dijo para empezar—. Tú eres aquel
pringao
que salía con Mary antes de que yo me la trajinara, ¿verdad? Mary, buenas tetas, buen culo, pero un poquito mema y, aunque voluntariosa, un desastre en la cama.
Después de oír eso, tomé aire, cerré los ojos y pude visualizar la trifulca en la que me iba a ver inmerso en un futuro muy inmediato. Confiaba en que el muchachito de raza negra me echara una mano, pero seguramente se rendiría antes de empezar la pelea, como parecía ser costumbre en él. Todos esos con sus cascos me iban a pegar la paliza de mi vida, pero no había más remedio que recibirla. Me di media vuelta y me encaré con Howard.
—Mira, Harry, lo que te voy a decir ahora, solo te lo diré una vez, por eso hablaré muy lentamente para que tu cerebrito de mierda pueda asimilar correctamente la información. ¿De acuerdo? Si vuelves a pronunciar en tu puta vida el nombre de Mary, aunque sea para pedirle a la Madre del Señor que traiga la paz y la felicidad al mundo, te arrancaré la lengua de cuajo y te la haré tragar a hostias.
Esperé allí delante a que me llegara el primer puñetazo, patada y/o empujón, pero no pasó nada de eso. Allí lo único que hubo después de hablar yo fue un silencio tan silencioso que fui capaz de escuchar a lo lejos el eco de la bofetada que le pegó Gabriel a Arisa delante de la casa de Strasser. El muchacho de raza negra se me acercó y me dijo al oído: «Si ves que van a por ti, corre en zig-zag, que estos no tienen cintura». Le agradecí el consejo, pero no me hizo falta salir corriendo. Yo no sé si puse cara de vampiro cabreado o que la combinación de palabras que utilicé tenía algo de mágico, pero Howard se creyó lo que dije. También es posible que se lo creyera porque lo dije muy en serio. Viendo que nadie me hacía nada, me di media vuelta y me marché, pero antes de salir del campo, me volví de nuevo y después de soltar un silbido y levantar el puño derecho grité con todas mis fuerzas: «
Go Lions!
»
No pude dormir mucho aquella noche porque sabía que lo que iba a ocurrir algunas horas después de meterme en la cama iba a ser muy importante. No estaba nervioso ni asustado; estaba feliz, inmensamente feliz. Puede que lo que había planeado después de ver a Mary no surtiera efecto, pero me daba igual; debía llevar a cabo lo que tenía pensado hacer, eso era lo importante.
No pude dormir mucho y encima mi padre me despertó temprano, ya que teníamos que ir a celebrar un cumpleaños. No el mío —que se produjo en medio de mi época llorona—, ni el de mi padre —que me pilló en lthaca—, sino el de mi madre. Cuarenta y siete años habría cumplido ese día. Lo de despertarme temprano fue porque mi padre y yo teníamos que ir al cementerio a felicitarla. Aquel fue su cuarto cumpleaños sin ella y fue muy especial, ya que mi padre y yo lloramos delante de su tumba todo lo que no habíamos querido o sabido llorar desde su muerte. No fue triste; fue sincero y liberador. Me acordé en ese momento de Arisa porque tenía razón, toda mi vida había sido un cobarde. Lloré por Mary por cobardía y no lloré por la pérdida de mi madre durante todos aquellos años por miedo a sentirme muy triste. Llorar no es de cobardes, solo lo es si lloras equivocadamente.
Al salir del cementerio, mi padre me dijo que se iba a tomar el día libre y que me invitaba a comer en cualquier lugar de mi elección. Me supo muy mal no poder aceptar su invitación, pero le dije que tenía que hacer algo muy importante al mediodía.
—¿Más importante que comer con tu viejo? —me preguntó.
—Infinitamente más importante —le contesté.
—Infinitamente es mucho, muchísimo. Sospecho que se trata de una chica, ¿verdad?
—De una no, de la mejor.
—Pues espero que te vaya bien, hijo.
Entré en la cafetería de las Simmons con la mirada fija en Mary y en su pelo dorado recogido en una coleta. La cafetería estaba abarrotada y Mary parecía estar atendiendo varias mesas a la vez, regalando a todo el mundo una sonrisa que quizá pocos sabían apreciar como era debido. Me acerqué a Mary por detrás, le toqué el hombro suavemente y, cuando ella se volvió, se lo solté:
—Mary Quant, ¿quieres ser mi esposa?
Se le cayeron al suelo los platos que llevaba en las manos y desde el fondo del local, a la velocidad de la mala leche, vino corriendo Lucy.
—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó al tiempo que se interponía entre Mary y yo.
—Anda, Lucy, déjame en paz —le contesté.
—En este local, capullo, tenemos reservado el derecho de admisión y a ti no te admito.
—La verdad es que no me gustaría ser admitido en ningún sitio en el que tú tuvieras algo que ver, pero he venido a decirle a Mary que la amo y no me voy a ir hasta que lo haga.
—Tú no sabes lo que necesita Mary, pero yo sí y…
—Quizá sepas lo que necesita Mary, pero yo sé, Lucy, lo que tú necesitas.
—¿Ah, sí? ¿Qué es lo que yo necesito?
Entonces saqué del bolsillo una de las tarjetas que me había dado la secretaria de mi ex psicóloga y se la di a Lucy.
—Es muy buena —le dije a la rabiosa Simmons—, y si te gustan los peces, a lo mejor te hace descuento.
—¡Una psicóloga! —gritó indignada—. ¡Lárgate de aquí de una puñetera vez, Abel Young!
—Se ve que tú estás sorda o no entiendes el inglés, porque ya te he dicho que no me voy a ir hasta hablar con Mary.
—Mary ahora está trabajando y, además, no quiere hablar contigo.
—Pues que me lo diga ella.
—Ella está trabajando…
—¿Por qué no te callas de una puta vez y te apartas del medio, bruja del demonio?
Lucy se quedó petrificada cuando le grité aquella pregunta. Mary se puso la mano en la boca y abrió sus preciosos ojos azules al máximo. El camarero de la barra se quedó mirándome como si acabase de colocar una bomba en los bajos de un autocar escolar. Pensé que aparecería la madre de Lucy para hacer frente común con su hija y echarme a patadas del local, pero se ve que se había echado novio recientemente y estaba de viaje. ¿Y los clientes? Pues los clientes, después de unos largos segundos de silencio absoluto, comenzaron a aplaudirme y vitorearme, gritando cosas como «ya era hora», «eso, deja de joder, bruja del demonio» y «Mary, no le dejes escapar». Lucy se puso roja como un tomate y se fue corriendo a esconderse a la cocina. Mary también estaba avergonzada por lo que estaba ocurriendo y me pidió que nos fuéramos a la calle a hablar. Yo le dije que no, que lo que tenía que decirle tenía que ser allí mismo y que no me importaba lo que pensaran los clientes que, por cierto, después de los aplausos y los vítores permanecían en silencio, mirándonos fijamente a la espera de acontecimientos.
—Voy a ver cómo está Lucy —dijo Mary, intentando hacer un mutis por el foro de aquel escenario en el que había convertido la cafetería.
—No, no vas a hacer eso, vas a quedarte aquí quietecita y a escuchar todo lo que tengo que decirte —le dije al tiempo que le cogía una mano—. Dame un par de minutos, ¿vale?
Los clientes rompieron su silencio para pedirle a Mary que se quedara allí y que pasara de Lucy y su cólera, y ella acabó aceptando. Miré fijamente a Mary y empecé mi discurso:
—Mary Quant, ¿quieres ser mi esposa?
—Estás loco, Abel.
—Ya sé que puede que aún no te merezca, pero te juro que haré todo lo posible para que sea así y hoy quiero darte una primera muestra de ello.
Saqué de un bolsillo el resguardo que me habían dado en la mensajería cuando la tarde anterior les había entregado aquella carta.
—¿Qué es esto, Abel? —me preguntó Mary.
—Eso es el resguardo de un envío. Concretamente de la carta que he enviado a la Universidad de Memphis para pedirles que me admitan el curso que viene.
—¿Por qué has hecho eso? ¿No vas a trabajar en la ferretería con tu padre?
—No, quiero ir a la Universidad de Memphis porque he descubierto que si no voy, mi vida deja de ser mi vida para convertirse en algo sin sentido.
—¿Ahora quieres estudiar?
—No, lo que quiero es estar siempre a tu lado, y si te vas a Memphis, entonces a Memphis deberé ir.
—¿Por mí?
—No, por mí. Eres mi vida y, créeme, hay gente que vive después de morir, pero yo creo que no podría. He tardado en darme cuenta de que cualquier cosa que haga no vale para nada si no la comparto contigo, que la única palabra que quiero escuchar y decir es «Mary», que he llorado por no tenerte a mi lado todas las lágrimas de todos los poetas que han escrito poemas de desamor, que mataría y moriría por ti sin dudarlo, que eres mi vida, Mary Quant, mi vida y quiero vivir. He tardado en darme cuenta de todo ello, pero ahora sé que no puedo estar sin ti.
—No soy lo que piensas. No merezco tus palabras.
—No, quizá sea yo el que no merezca decirlas, Mary. Cierro los ojos y te veo sonriéndome, y entonces sé que sigo vivo y toda la Creación cobra sentido porque la única buena razón por la que Dios creó el universo fue para que un día yo pudiera decirte que te amo, Mary Quant. No tienes ni idea de lo que me ha ocurrido este último mes. Lo he pasado fatal, pero ayer me di cuenta de que había valido la pena pasar lo que he pasado porque eso me ha hecho sentir que lo único importante en mi vida es amarte, y si algún día dejara de hacerlo, moriría irremediablemente. Hay gente que considera que la vida no tiene sentido, pero creo que es porque esa gente no te conoce. Sé que no soy excepcional en nada. Sé que no soy guapo, ni atlético ni inteligente, pero también sé que nadie te amará como yo te amo.
—Te has vuelto loco, Abel.
—No, creo que ahora estoy más cuerdo que nunca porque ya no miro con los ojos, sino con el corazón. Te amo, Mary Quant.
Entonces se puso a llorar, mi pobre Mary. Yo me acerqué y la abracé, y ella apoyó su cabeza en mi pecho, algo que al parecer también han enseñado a hacer a las japonesas necesitadas de cariño. Separé a Mary de mi pecho y le levanté la cara para que me mirara a los ojos. Los suyos estaban enrojecidos, pero no al estilo vampiro, y llenos de unas lágrimas que sequé con mi camiseta antes de volver a preguntarle:
—Mary Quant, ¿quieres ser mi esposa?
Las lágrimas volvieron a brotarle, y en el mismo instante que la canción llegó a su fin, me contestó:
—Por supuesto que sí, Abel. Estaré encantada de ser la señora Young.
En esta segunda ocasión sí hubo beso, el más largo y dulce que jamás me dio Mary. Los clientes de la cafetería se pusieron de pie para aplaudirnos y algunos nos tiraron las flores que había en los centros de mesa como adorno. Estoy seguro de que al salir de allí contarían lo que habían visto y oído a sus esposas, maridos, familiares, compañeros de trabajo y amigos. Algunos dirían que había sido muy tierno, otros que había sido cursi y penoso y que si no se habían puesto a abuchear era porque Mary estaba muy buena, y algunos quizá dirían que habían asistido al comienzo de una bella historia de amor. Puede que todos tuvieran razón o puede que ninguno entendiese lo que había pasado. Yo lo tenía muy claro, todos habían asistido a la muerte de un
pringao
que no las veía venir o de un cobarde que temía a las mujeres y al nacimiento del único Abel J. Young posible, el que precisamente había nacido, única y exclusivamente, para amar a alguien que se llamaba igual que la inventora de la minifalda.