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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

Entre nosotros (46 page)

BOOK: Entre nosotros
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Capítulo 21

Un cobarde

P
asaron tres cosas inmediatamente después del beso de Mary que no he explicado en el capítulo anterior porque me había quedado muy bien, con ese final de película. Una de las cosas que ocurrió es que Lucy salió blandiendo una sartén y, después de insultarme de trescientas maneras diferentes, despidió a Mary. La segunda cosa interesante que ocurrió es que, ya en la calle, Mary me dijo que había sido muy bonito lo de enviar esa carta a la Universidad de Memphis, pero que ella ya no iba a ir allí, sino que estudiaría en Nashville. Lo de Memphis había sido por el gilipuertas de Howard y ya no tenía sentido ir allí, pudiendo estudiar cerca de casa. Aunque me fastidió que por culpa de no haber entendido bien a la persona que amaba Mary fuera a perder un año, el hecho de que acabara yendo a Nashville suponía que yo ya no tenía la necesidad de ir a la universidad —¡aleluya!— y que podría seguir con la vida que tenía pensado vivir antes de que se me ocurriera escribir
El juramento
. Sí, todo volvía a su cauce y, encima, con 250.000 dólares de regalo. La tercera cosa interesante es que, cinco minutos después de nuestro nuevo compromiso, hubo un conato de discusión. Mary se fijó en mi cuello y poniendo morros me preguntó quién me había hecho ese chupetón. Le dije la verdad, que no era un chupetón, sino la marca de la mordedura de una vampiro que me pilló con la guardia baja.

—Es que esas neoyorquinas no tienen vergüenza ni moral ni nada de nada. Son todas unas guarras como esas que salen en
Sexo en Nueva York
—me dijo antes de besarme de nuevo, por lo que entendí que podía sincerarme con Mary siempre que lo creyera oportuno y siempre que no le hablara de Arisa, claro.

Volver con Mary suponía volver también al mundo real, aquel mundo que aparté de mi vida cuando estuve inmerso en mi crisis llorica. El primer paso de este retorno consistió en volver a echarle un vistazo a mi cuenta de correo electrónico. Es que solo la utilizaba para enviar tonterías a Mary y para recibir las suyas, y al quedarme solito y desamparado, decidí ahorrarme el sufrimiento de ver que ella ya no me enviaba nada. Bueno, al mirar de nuevo mi correo, comprobé que tenía la friolera de 728 mensajes nuevos en la bandeja de entrada. De estos, 724 eran publicidad, tres eran mensajes de un tal Jeremy Stone quien, al parecer, había apuntado mal la dirección electrónica de alguien y me los había enviado por error, y un mensaje era de Heathcliff Higgins. ¿Qué quería el bueno de Higgins? El mensaje me lo había enviado en el mes de junio, después de aceptar ir a Ithaca, y en él había adjuntado la versión revisada de
El juramento
. En el mensaje me decía que leyera el relato por si los del seminario me hacían preguntas sobre él, ya que había modificado muchas cosas.

Aunque por todo lo que había sucedido por culpa de aquel estúpido cuento de vampiros le había cogido mucha manía a mi primera obra literaria, me picó la curiosidad y quise saber cómo había quedado al final
El juramento
tras los retoques de Higgins.

Al acabar de leer el relato, entendí por qué los vampiros habían tenido interés en liquidarme.
El juramento
era muy bueno. El problema es que no parecía mío, es decir, era bueno porque los cambios de Higgins no se limitaron solamente a cambiar palabras como «
pringao
» o «capullo» por otras más cultas y acordes con la época en la que estaba ambientado el relato, sino también a su estilo. Mi
El juramento
era un relato escrito por un crío de dieciocho años, mientras que
El juramento
que Higgins envió a Nueva York parecía la obra de un escritor de verdad. Yo había creído copiar el estilo de Byron y sus amigos cuando lo escribí, pero al leer la versión retocada me di cuenta de que no era cierto. Para intentar explicar la diferencia final entre las dos versiones de
El juramento
, podríamos decir que yo tarareé una melodía y Higgins escribió una versión orquestal de dicha melodía. La historia era la mía, ahí mi tutor no cambió nada, pero la forma de contarla no tenía nada que ver conmigo. Decidí que si por alguna razón aquel relato acababa publicándose pediría que estuviera firmado por Abel J. Young y Heathcliff Higgins, pues eso sería lo más justo.

Pese al lío en el que me había metido mi tutor, seguía teniéndole mucho cariño. Tanto que aquella noche se me ocurrió, a modo de pequeño homenaje, intentar leer algo de aquella antología que él me había regalado como muestra de su sincera amistad. El hecho de haber enterrado un par de vampiros y un cerdo y desenterrado y vuelto a enterrar un ataúd vacío convertía a Poe en casi un colega, por lo que quizá podía entender mejor su manera de escribir y lo que realmente quería contar en sus historias. Era curioso que de repente me apeteciera leer algo; quizá fuese porque lo que le solté a Howard y el beso de Mary habían provocado más cambios en mí de lo que pensaba. Cogí aquella antología de Poe y, buscando en el índice un relato que por su título me llamara la atención, encontré a pie de página lo siguiente: «La selección de las obras de la presente edición ha corrido a cargo de Heathcliff Higgins y Helmut Martin (Universidad de Columbia, NY)». Después de leer esto, empecé a entenderlo todo.

Entré en el despacho de Higgins sin llamar a la puerta y me lo encontré sentado tras su mesa leyendo un periódico. No se alegró de verme.

—Hola, señor Higgins.

—Hola, Abel.

—¿Qué tal?

—Bien, aquí, ya ves, como siempre.

—¿No me pregunta cómo me ha ido en el seminario?

—Sí, por supuesto, ¿cómo te ha ido?

—La verdad es que estuvo muy bien, pero no duró mucho, ya que una noche vinieron unos vampiros, secuestraron al señor Shine y después lo mataron. Sospecho que es algo que usted ya sabe, ¿verdad?

En este momento se acabó la farsa. Higgins tragó saliva, dobló el periódico, juntó sus manos y agachó el rostro esperando saber por dónde iba a continuar yo.

—Lo que más me fastidia es que le apreciaba mucho, señor Higgins —continué diciendo—. Me sabía mal tenerle que explicar lo sucedido en Nueva York para que usted no se sintiera responsable de lo ocurrido, pero anoche me di cuenta de que usted me había traicionado, de que usted me había vendido a los vampiros. Aún no sé a cambio de qué, aunque espero saberlo antes de abandonar este despacho. No lo supe hasta anoche, y en realidad no estaba muy seguro hasta que he entrado aquí y le he visto. Su silencio me confirma lo que anoche solamente era una sospecha.

Higgins siguió sin abrir la boca. Supongo que se estaría pensando cómo había conseguido desenmascararle, cómo había descubierto que me había entregado a los vampiros a cambio de algún tipo de favor o recompensa que aún desconocía.

—Anoche descubrí que usted y Helmut habían trabajado juntos en aquella antología de Poe —continué explicándole—. Ya sabía que usted y Helmut habían sido muy amigos en Columbia y que, incluso, había gente que decía que ustedes eran algo más que amigos fuera de la universidad, aunque para Tom Braker eso solamente eran habladurías.

—¿Has conocido a Tom Braker? —me preguntó entonces Higgins.

—Sí, es un buen hombre, no como usted. Ah, y he conocido también a Helmut, el pobre no está en las mejores condiciones en estos momentos.

—¿Qué le sucede a Helmut? —preguntó preocupado.

—¿A su amiguete Helmut? No sé mucho de medicina, pero creo que lo que tiene es una «me falta la cabecitis aguda». Si quiere le digo dónde lo enterramos, por si le apetece llevarle flores o ir a recitarle alguna chorrada de las suyas. ¡Pobre Helmut, con lo alto y guapo que era! Anoche, al leer eso que le he comentado de la antología de Poe, me di cuenta de que cuando usted me dijo que le había enviado mi relato a un amigo de Nueva York, se estaba refiriendo a Helmut. Podría haber sido a Elijah Shine, claro, pero recordé que cuando le dije que usted era mi tutor, se sorprendió mucho. No, usted le envió
El juramento
a Helmut. ¿Por qué lo hizo?

—No lo entenderías, Abel.

—¿Que no lo entendería? Dios mío, señor Higgins, a estas alturas de la película, le aseguro que puedo entenderlo todo. Usted jugó muy sucio y yo pequé de inocente. Claro, entonces era un
pringao
y de los grandes. ¿Me estuvo engañando desde el principio?

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que desde un principio usted jugó a ser mi amigo. Mire, en serio, llegué a pensar que usted era idiota, pues era la única explicación creíble para que un ignorante que odiaba leer como yo pudiera parecerle un tipo inteligente. Recuerdo ahora mis comentarios sobre Werther, Poe y Byron, y estoy seguro de que usted se los tragó porque le convenía de alguna manera, aunque no tenía nada que ver con los vampiros.

—Quería tu amistad.

—Ya, lo suponía. Bueno, más que mi amistad, lo que usted quería era volver a tener una relación como la que tuvo con Helmut. Tener bajo su manto a un joven al que enseñarle las cosas buenas de la vida, ¿no? Añoraba a Helmut y vio en mí una posibilidad de recuperar algo de lo que perdió cuando él se fue de Nueva York.

Aquí llegó el momento patético en el que Higgins se puso a llorar. ¡Qué asco me daba! Seguramente se había enamorado de Helmut; no sé si era un amor correspondido, me daba igual, pero seguía enamorado de él. Puedo entenderlo, no lo comparto porque yo soy de chicas rubias y de japonesas con ballestas, pero puedo entender que un chico alto y rubio, y que encima es un experto en Goethe y toda esa gentuza, pueda ser lo máximo para alguien como Higgins. Sé que no se enamoró de mí, pero quería sentir algo parecido a lo que sintió con Helmut. Dicen que hay hombres que eligen como esposas a mujeres que les recuerdan a su madre y mujeres que hacen lo mismo buscando recuperar a su padre. Y hay muchas cosas en la vida que hacemos para suplir pérdidas de cualquier tipo, como intentando con lo nuevo sanar el daño producido por lo anterior. Quizá Higgins hizo eso conmigo al principio de nuestra relación, pero después de que leyera mi relato todo cambió.

—Anoche, por primera vez, leí su versión corregida de
El juramento
—dije para introducir el tema central de su traición—. Me pareció genial, en serio. Me pareció tan genial que no se parecía casi en nada a la primera versión. Sí, por supuesto, usted mantuvo la historia, pero lo mejoró tanto que lo convirtió en algo que parecía haber sido escrito por un escritor de verdad. ¿Por qué? Pues porque si hubiese enviado el relato tal y como yo lo había escrito, su amigo Helmut y los otros vampiros se habrían dado cuenta de que yo no era un peligro para ellos y eso a usted no le interesaba. La idea de mi relato era buena y podía ponerles nerviosos porque, a fin de cuentas, estaba contando lo que ellos estaban haciendo en la realidad, evitar que relatos comprometidos vieran la luz y permitir que estupideces con vampiros descerebrados e increíbles siguieran manteniendo la idea de que ellos no existen.

—Tu relato era muy bueno, Abel…

—¡Ya sé que era muy bueno, joder! Era muy bueno, pero no estaba bien escrito. Los vampiros se habrían dado cuenta enseguida de que no me iba a dedicar a escribir porque no sabía. Es que, joder, las cosas son siempre más sencillas de lo que parecen a simple vista. Pensé que usted, por lo que fuera, estaba cegado por mí y que había leído aquel relato con mucho cariño y que se iban a reír de usted en Nueva York por haberlo enviado. Pensé que los neoyorquinos se darían cuenta de que me había limitado a copiar cuatro ideas sueltas, que yo era un fraude. Vale, quizá la idea principal del relato era original, pero no era algo muy imaginativo. Para escribir bien hay que haber leído mucho y escrito miles de páginas, y a mí no me gustaba leer y
El juramento
era lo primero que había escrito. Una de dos, o yo era un genio o usted y los neoyorquinos eran imbéciles. Al final resultó que el imbécil fui yo. Usted cogió mi idea, respetó las escenas que describí en el relato y lo convirtió en algo diferente, en algo que sí podía asustar a los vampiros porque de publicarse a lo mejor llamaba la atención demasiado. Además, joder, era algo escrito por un chaval de dieciocho años. ¿Qué sería capaz de hacer ese tal Abel J. Young con diez años más de experiencia? Les engañó a ellos y me engañó a mí. ¿Por qué lo hizo, señor Higgins?

—Eso ya da igual, Abel.

—¿Que da igual? ¿Por qué da igual? ¿Es porque Helmut está muerto? Supongo que era él quien dirigía realmente la fantasmagórica
Circle Books
. Lógico, era un experto en literatura…

—En literatura del romanticismo.

—Sí, ya lo sé y usted en literatura fantástica. ¡Vaya parejita! Supongo que usted ha seguido en contacto con él todo este tiempo y que sabía muy bien a qué se dedicaba su amigo y
Circle Books
. De no ser así, no habría rehecho
El juramento
, ni lo habría enviado. Por cierto, fue muy inteligente por su parte jugar la carta de los mil doscientos dólares, muy inteligente. Como yo no había mostrado tener interés en ir al seminario, usted sacó dinerillo de su cuenta y lo puso encima de la mesa. Eso explica que a mi compañera en el seminario no le pagaran nada. Pensamos que era por racismo o porque creían que era rica, pero no, era porque el dinero que yo recibí era de usted. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas.

Al darme la razón, me di cuenta de que Higgins estaba totalmente derrotado. Puede que fuera por la muerte de Helmut, porque el medio alemán era su contacto en el grupo de vampiros neoyorquinos y al morir él ya no tenía posibilidades de conseguir aquello por lo que me había vendido. Ya le daba igual mostrarse como el ser ruin que era, todo parecía haber acabado.

—Ese dinero no lo utilizó en realidad para comprarme a mí, sino a mi padre —continué diciendo—. Supongo que como usted es un intelectual, piensa que los tenderos, humildes e incultos en comparación con gente como usted, solo se mueven por dinero. Mi padre me animó a ir, pero no por el dinero, sino porque pensó que sería algo bueno para mí. Lo que no entiendo es por qué metió usted a mi padre en medio de todo aquello. No sé por qué lo puso en peligro.

—No sé a qué te refieres.

—¿No lo sabe? Su amigo Helmut y un tal Samuel Hide vinieron a buscarme a mi propia casa y hablaron con mi padre. Hasta anoche no me di cuenta de que ellos no podían saber mi dirección porque la dirección que aparecía en la inscripción de los papeles del seminario era la del instituto. Usted rellenó esos papeles y puso la dirección de su despacho. Supongo que lo hizo para controlarme mejor. Así que doy por hecho que usted les dijo a ellos que vivía en la casa que hay frente de nuestra ferretería. Incluso puede que les llevara hasta allí. Mi padre es una persona extraordinaria…

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