—Pues no tengo ni idea de qué quieren. Supongo que ya vendrán por aquí.
—No te has metido en ningún lío, ¿verdad?
—No, sí de aquí no he salido.
—Bueno, me fío. Ya me dirás algo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, papá. Espera, que quiero preguntarte una cosa.
—Dime.
—¿Cómo eran esos tipos?
—Uno era alto y rubio, y el otro era más bajo y moreno. Ah, y me pareció que cojeaba.
—¿Viste su coche?
—Sí, era una berlina, pero no sé qué marca.
—¿Con lunas tintadas?
—Sí, un coche de esos.
—Vale, gracias.
—¿Me lo has preguntado por algo?
—No, ya te contaré cuando vuelva a casa. Ahora tengo que dejarte, he de ir a desayunar y después tengo clase. Hasta luego, papá.
—Espera, si vuelven a aparecer, ¿qué les digo?
—No sé, diles lo mismo, pero no les des el teléfono, puede que no sean del FBI. A lo mejor son timadores o ladrones. No te fíes. Se lo voy a comentar ahora a la gente de aquí, por si acaso.
—Vale, lo dejo en tus manos. Adiós, Abel.
—Hasta otra, papá.
Helmut y el cojo habían ido a mi casa a buscarme, era algo que no podía esperar de ninguna de las maneras. Al final, la idea de quedarnos algunos días con Gabriel me había salvado la vida y puede que también la de mi padre, ya que los vampiros nos habrían matado a los dos, a mí porque era lo que tenían pensado y a él para no dejar testigos. La visita de los vampiros a mi padre también significaba que no podía estar seguro en mi propia casa. Canadá empezaba a ser un bonito lugar para mudarse. Todo esto lo pensé mientras hablaba con mi padre, a quién mentí en todo menos en una cosa, en eso de que ahora iba a comentar el tema «a la gente de aquí».
Eso hice, les expliqué a Gabriel y a Arisa lo que me había contado mi padre y, lógicamente, los dejé con la boca abierta y muy preocupados.
—Esto cada vez se complica más —empezó diciendo Arisa—. Yo ya no sé qué pensar. No sé qué podemos hacer.
—¿Estás seguro de que eran los mismos que se llevaron a mi padre? —me preguntó Gabriel.
—Por las descripciones de mi padre, son Helmut y el cojo. Sí, son ellos, seguro —contesté.
—Es que hay algo que no acaba de cuadrarme. Si son vampiros, se supone que el sol los mata, que solamente pueden actuar de noche —apuntó Gabriel—. ¿Cuánto puede haber de Nueva York a tu pueblo?
—No sé, entre mil cuatrocientos y mil quinientos kilómetros —contesté, recordando que antes de viajar a Ithaca miré cuánta distancia iba a recorrer.
—Eso son muchas horas en coche, trece o catorce —dijo Gabriel—. Si se pasaron por tu casa a eso de las once de la noche, debieron de salir de Nueva York a las nueve o a las diez de la mañana. Imposible. Mira, cuando se llevaron a mi padre, hice cuentas y si llegaban justo a Nueva York al amanecer, pero muy justos. Si estos tíos han ido a tu casa, puede que no sean vampiros realmente o que los vampiros puedan ir por ahí de día.
—No sé, yo solamente te puedo decir lo que me ha dicho mi padre —dije yo—. Es seguro que llevaban el mismo coche, pero no sé, a lo mejor tienes razón… No, espera un momento que me ha venido una imagen a la cabeza. A ver, espera. Ya lo tengo. ¿Te acuerdas de que la tía aquella del sótano del restaurante chino, dio marcha a tras cuando subíamos al piso de arriba?
—Sí, claro que lo recuerdo —me contestó Gabriel.
—Pues creo que lo hizo porque tenía miedo de que la alcanzase la luz que había en el comedor. ¿Te parece posible que fuera por eso?
—Vale, puede que tengas razón y que fuera por eso, pero estamos en las mismas, Abel. Si no pueden vivir bajo el sol, no han podido viajar de Nueva York a Tennessee.
—Tal vez si han podido hacerlo —dijo Arisa, interviniendo en el diálogo que estábamos sosteniendo Gabriel y yo—. ¿Recuerdas, Abel, lo que pasó en el coche cuando Helmut nos llevó hasta Ithaca desde el aeropuerto?
—¿Qué tú no me dirigías la palabras? —pregunté.
—No, hombre, lo otro, cuando te pusiste a tocar botones y salieron aquellas placas metálicas. Quizá esas placas no eran antibalas, sino para evitar que la luz del sol entrase en el coche.
—¿Unas placas? —preguntó Gabriel.
—Sí, eran unas placas metálicas que salieron al apretar yo un botón, y cubrieron los cristales de la parte de atrás del coche y nos separaron del conductor —le expliqué a Gabriel—. Pensaba que esas placas estaban allí porque el coche había sido de la CIA o de la mafia, como en las películas.
—¿Y el conductor también tenía esas placas tapándole la visión? —preguntó de nuevo Gabriel.
—Eso no lo sabemos porque una placa nos separaba de él en ese momento —le contestó Arisa—. Por lógica, no creo que su parte estuviera totalmente cubierta, pero a lo mejor sí tenía algún otro sistema. No sé, ya te digo que no lo vi, pero puede que se cubriera todo menos una rendija o que el parabrisas hacía que la luz rebotase. Aquí lo importante es que el viaje que han hecho no descarta que sean vampiros y que les pueda afectar la luz del sol, ya que ese coche parece construido para evitar que el sol entre en él.
—El
Vampmóvil
, eso es lo que pensé que era ese coche —dije yo.
—De todas maneras, da igual cómo han llegado a tu casa, Abel, el problema es que lo han hecho —dijo entonces Gabriel, volviendo al inicio de la conversación—. No se van a parar ante nada ni ante nadie, de eso estoy seguro.
—¿Crees que también irán a tu casa? —le pregunté a Arisa.
—No lo creo. En la inscripción y los otros papeles puse la dirección de Boston —contestó Arisa—. Allí vivo en la residencia de la universidad. No creo que sepan donde viven mis padres y dudo que vayan a Harvard con la misma historia con la que han ido a tu padre.
—De todas maneras, Arisa, será mejor que no vuelvas por el momento a Boston —dijo Gabriel—. Ni tú a tu casa, Abel. Hasta que no estemos seguros de que no corréis peligro si regresáis, mejor ni acercarse por allí y, por ahora, no comentéis nada a vuestros padres, ya que a lo mejor los ponéis en peligro al hacerlo.
—¿Y qué sugieres que hagamos ahora? —pregunté yo.
—Creo que lo mejor es seguir con el plan previsto —contestó Gabriel—. Después de desayunar iremos a Nueva York a darle la carta de mi padre al señor Braker. Quizá él nos pueda ayudar.
Lo que sabemos sobre los vampiros
Julia Hertz
L
legamos a casa de Tom S. Braker, una vivienda unifamiliar de dos plantas cerca del campus de la Universidad de Columbia, cuando los Braker estaban tomando el postre de la comida del mediodía. Gabriel había insistido en salir de Syracuse alrededor de las ocho de la mañana para llegar a Nueva York al mediodía, ya que de esa manera tendríamos muchas posibilidades de encontrar al señor Braker en casa.
Es lo que suelen hacer los teleoperadores, llamar a la hora de comer o a la hora de cenar a una vivienda, pues saben que a esas horas seguro que pueden encontrar a la persona que buscan para informarle de algo sobre lo que no quiere ser informado o para intentar venderle algo que no necesita. Es una estrategia de ventas un poco absurda, ya que se supone que lo que ha de intentar el vendedor es caerle bien al cliente, y hacerle levantarse de la mesa, en mitad de una comida o una cena, no es una buena manera de iniciar una relación comercial.
Entiendo que ser teleoperador, sobre todo si cobras por porcentaje de ventas, debe de ser un trabajo poco gratificante, ya que aparte de ganar poco dinero has de llevarte una veintena de insultos al día, algunos de ellos para compartir con la familia. Nosotros aplicamos el sistema del teleoperador en nuestra visita al señor Braker, pero por suerte ya había acabado con los platos principales de la comida.
Llamamos a su puerta y nos abrió una chica de raza negra, pelo castaño y unos curiosos ojos verdes, que después supimos que era la hija mayor del señor Braker, Michelle, y que tenía un año menos que yo. Le dijimos que traíamos una carta para su padre que debíamos entregar en mano. La chica cerró la puerta y medio minuto después apareció el señor Braker.
—Mi hija me ha dicho que tenéis una carta para mí.
—Sí, señor, es de mi padre, Elijah Shine —dijo Gabriel.
—¿Elijah Shine? —se preguntó a sí mismo extrañado—. Hace mucho tiempo que no tengo noticias de él. Entonces, tú debes de ser Gabriel.
—Sí, señor Braker —dijo Gabriel.
—No, por favor, llámame Tom, no me gusta nada eso de señor Braker, me hace sentir algo que no soy —dijo el señor Bra…, perdón, dijo Tom—. No te veo desde hace, no sé, ¿cuando murió tu madre?
—Hace unos veinte años.
—Pues desde entonces. Hace veinte años que no sé de ti. ¿Y estos jóvenes que te acompañan quiénes son?
—Estos son mis amigos Arisa y Abel —dijo Gabriel, presentándonos a Tom, quien nos apretó las manos con fuerza, como si fuera a presentarse a las elecciones de algo.
Entonces Gabriel sacó de su mochila la carta de su padre y se la dio a Tom. Este la abrió delante de nosotros, y a medida que la iba leyendo su rostro fue pasando de indiferencia a curiosidad, de curiosidad a preocupación y de preocupación a algo que no sabría definir qué era, pero que se manifestó con la aparición de una gota de sudor que descendió desde su rizado cabello hasta llegarle al entrecejo. Cuando terminó de leerla, la dobló, la volvió a meter en el sobre y nos pidió que le acompañásemos a su despacho para poder hablar con tranquilidad.
—Bien, en esta carta tu padre dice que si me la entregas es que está muerto —empezó diciendo Tom—. ¿Es eso cierto?
—No lo sabemos aún, aunque confío en que no sea así —dijo tartamudeando Gabriel, a quien el comentario de Tom le había pillado por sorpresa—. Hace un par de noches lo secuestraron unos tipos.
—Unos vampiros —añadí yo, y al hacerlo me di cuenta de que había metido la pata y de que debía haberme asegurado de que podía confiar en Tom antes de soltar algo tan difícil de creer.
—¿Cómo sabéis que eran vampiros? —preguntó Tom, dando a entender que quizá si creía en ellos.
—Porque antes de que llegaran a casa, mi padre nos dijo que eran vampiros —dijo Gabriel, quien parecía confiar en Tom—. En verdad ellos no querían hacerle daño a mi padre, eso creo, sino que venían a matarnos a nosotros tres.
—Sí, eso es lo que dice la carta, pero no explica el motivo —apuntó Tom.
—Abel y yo descubrimos una especie de catacumba con nichos de mármol y una fosa con cadáveres en el sótano de un restaurante chino de Tribeca, El Año del Dragón. Además, allí nos enfrentamos a una mujer vampiro que dijo llamarse Julia Hertz y que al parecer conocía a mi padre. A mi casi me mata, menos mal que Abel me salvó el cuello.
Tom no dijo nada. Yo esperaba que se pusiera a reír o que nos tomara por locos, pero no, aquel hombre sabía de lo que estábamos hablando. Posiblemente sabía mucho más del tema que nosotros mismos. Aprovechando el silencio de Tom, Gabriel le explicó que su padre había querido que huyéramos a Canadá, pero que volvimos a la casa y vimos cómo le secuestraban. Entonces Tom le pidió que no dijera nada más, que su casa no era el lugar idóneo para hablar del tema.
—¿Os alojáis en el algún sitio? —preguntó Tom.
—Estamos en el hotel del aeropuerto de Syracuse. Me he registrado con un carnet falso que había encargado mi padre —explicó Gabriel—. Creo que allí estamos seguros.
—No, no lo estáis. Si tu padre está aún vivo, y Dios quiera que sea así, a lo mejor le torturan, y si lo hacen puede que les diga lo de tu identidad falsa —dijo Tom—. Esta gente es muy poderosa y tiene acceso a todo tipo de información. Si saben tu nombre falso, te encontrarán.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó entonces Arisa.
—Mirad, en Congers tengo una casa que era de mis padres. Congers está al norte, a menos de una hora. ¿Lleváis GPS u os hago un mapa? —preguntó Tom.
—Llevamos un GPS coreano —contesté yo.
—Vale, entonces es imposible que os perdáis —dijo Tom, desconociendo que el GPS no garantizaba nada si el copiloto era Gabriel—. En la entrada encontraréis una estación de servicio. Preguntad por Peter, es el propietario, y decidle qué vais a estar en mi casa. Él se encarga del mantenimiento de la casa y va un par de veces por semana a echarle un vistazo, y es mejor que sepa que estáis allí. De todas maneras os daré una nota para que se la entreguéis. Si necesitáis algo mientras estéis allí, pedídselo a él.
Tom cogió una cuartilla y escribió en ella la nota que debíamos darle a Peter de Congers. Luego se levantó, salió del despacho y volvió cinco minutos después con las llaves de la casa que le habían legado sus padres y se las entregó a Gabriel.
—Id a Syracuse, recoged vuestras cosas y viajad a Congers sin perder tiempo. Creo que allí estaréis a salvo. No creo que esos vampiros os relacionen conmigo. Yo os iré a ver esta noche y hablaremos de todo lo que tengamos que hablar. Eso sí, no os quiero volver a ver en esta casa. No quiero arriesgar la vida de mi mujer y mis hijas. No os voy a dar mi número de teléfono; seré yo quien se ponga en contacto con vosotros. Si por la razón que sea queréis verme o hablar conmigo, decidle a Peter que me llame. ¿De acuerdo?
El viaje a Congers se me hizo muy largo, no por las horas de ese viaje con escala en Syracuse —donde recogimos el equipaje y cancelamos los billetes de avión—, sino por las ganas que tenía de saber lo que nos iba a explicar Tom esa misma noche. Arisa había decidido quedarse con nosotros hasta que encontrásemos una salida a aquella situación. Aunque en un principio consideraba que en Harvard no corría peligro, después de hablar con Tom no estaba tan segura de que eso fuera así. Aprovechamos el viaje para poner en común qué preguntas le plantearíamos a Tom cuando habláramos con él. Hicimos el siguiente listado:
¿Quiénes son esos vampiros?
¿Cómo sabe él que los vampiros existen?
¿Qué pasó realmente con la madre de Gabriel?
¿Qué relación tenía el señor Shine con esos vampiros?
¿Quién es Julia Hertz?
¿Qué son aquellos nichos con cojines dorados en el sótano de El Año del Dragón?
¿Sabía de la existencia de la fosa de cadáveres?
¿Qué es
Circle Books
?¿La teoría del
Vampmóvil
es cierta?Y la más importante: ¿Qué vamos a hacer a partir de ahora?
Al llegar a Congers, pasamos por la estación de servicio de Peter y le entregamos la nota de Tom. Él nos indicó el camino para llegar a la casa y nos informó de dónde había un supermercado cercano para comprar lo que necesitáramos. Fuimos a ese supermercado y compramos comida para una semana y vino para semana y media. Ya en la casa de los padres de Tom, aparcamos el coche en el garaje cubierto de la misma, momento en el que Gabriel dijo que era una suerte que el vehículo permaneciese oculto, ya que seguramente los vampiros lo conocían. Entonces fue cuando me di cuenta de que ese todoterreno era un peligro con ruedas y apunté que sería necesario deshacernos de él. Con el dinero que le había dado a Gabriel su padre podríamos adquirir algún vehículo de segunda mano que nos permitiera movernos con mayor libertad. Gabriel dijo que a la mañana siguiente le comentaría a Peter el tema, ya que estaba seguro de que sabría decirnos dónde comprar un coche usado.