Arisa abrazó a Gabriel, y él me abrazó a mí y ahí acabaron los abrazos, cosa que me fastidio un poco, pero solo un poco. Además, sabía que esa noche me tocaba otra vez sesión de arrepentimiento, por lo que ese abrazo poco iba a aportarme.
A la mañana siguiente, y después de pasar por Manhattan para recoger el Beetle mis amigos me acompañaron al aeropuerto JFK de Nueva York, donde iba a coger el avión que me llevaría de vuelta al hogar, esta vez aterrizando en Nashville y no en Memphis. Arisa me preguntó antes de salir de casa si me quería llevar mi ballesta y le dije que se la quedara, ya que seguramente le iba a sacar más provecho que yo. Así que dejé en Congers, pegado a la culata de un arma mortal, sobre todo para los vampiros, el corazón de escayola de Mary. Antes de entrar en la zona de embarque, me despedí de Gabriel y Arisa. Fue la típica despedida: comprobación de que todos teníamos los números de móvil de los demás, intercambio de direcciones postales y electrónicas, promesas de volvernos a ver pronto, y abrazos, besos y alguna lágrima. Estaba a punto de pasar a través del detector de metales, cuando me volví y me acerqué de nuevo a mis amigos porque se me había olvidado decirle una cosa muy importante a Arisa.
—Arisa, no me puedo ir sin decirte que para mí eres
Yokono
.
—¿Yoko Ono? —preguntó extrañada.
—Ah, perdona, es que lo he pronunciado mal. Bien, pues eso, que quiero que sepas que para mí eres Yoko Ono.
La cara que puso cuando dije eso no la puedo describir. Seguro que jamás había podido imaginarse que un jovencito sureño le diría un día que para él era Yoko Ono. ¡Seguro que después de oír eso, ella también se arrepintió de lo que pudo haber sido y no fue!
Algo pasa con Mary
N
unca pensé que me alegraría tanto ver a mi padre. Dejé la maleta y corrí hacia él para abrazarle con todas mis fuerzas. Mi padre no supo cómo reaccionar, no estaba acostumbrado a recibir esas muestras de cariño. Mi madre sí era muy cariñosa, a veces demasiado, pero yo era más como mi padre, una especie de lechuga con patas a la que le costaba demostrar a la gente lo que sentía por ella. Doy por hecho que mi padre pensó que lo había pasado mal durante el seminario, ya que aquello de abrazarle era como lo de besar el suelo cuando tu avión aterriza después de haber sufrido algún percance aéreo. Precisamente, doce de los pasajeros de mi avión acababan de hacer lo que comento, besar el suelo del aeropuerto de Nashville poco después de aterrizar. Era comprensible que lo hicieran, ya que durante el viaje la mayoría de la gente que viajaba en aquel avión pensó que nos íbamos a estrellar. El piloto advirtió a los pasajeros que estábamos atrapados entre dos tormentas, aunque en principio no había de qué preocuparse porque pensaba que iba a poder pasar aprovechando un pasillo que existía entre ambas. Pensaba que iba a poder pasar, pero por la razón que fuera tuvo que cambiar de opinión y nos comimos una de las tormentas enterita. Pánico general. El avión daba unos botes impresionantes, al tiempo que se iba balanceando sin control aparente. La gente gritaba, el equipaje de mano caía de lo alto, había aceitunas rodando por el pasillo, una mujer que no estaba embarazada se puso a dar a luz, las azafatas lloraban al tiempo que le decían a la gente que se tranquilizase, algunas personas compartieron bolsas de vómito… La mujer que tenía al lado me enseñó las fotos de sus siete nietos y sus tres gatos y luego se puso a besarlos, y empezó a decir no sé qué de un valle de la muerte. Lo mejor fue cuando se fue la luz; en ese momento incluso yo pensé que de esa no salía con vida. La mujer de al lado se agarró a mí, como si con ello pudiera evitar que nos estrellásemos y, en pleno ataque de histeria, me preguntó si yo me acordaba de dónde había dicho la azafata que estaban las salidas de emergencia. Seguro que ella era de esas que cuando uno le pide a la azafata que repita su rollo para casos de emergencia se pone a abuchear y silbar. Al final no necesitamos salir por ninguna puerta que no fuera la de salida normal porque el avión superó la tormenta para regocijo de todos los pasajeros y la tripulación. Eso sí, desde ese momento hasta que aterrizamos, tuve que soportar batallitas de aquella señora de los siete nietos y los tres gatos, con las que me quería demostrar que a lo largo de su vida había estado muchas veces al borde de la muerte, pero que Dios siempre le había enviado a sus ángeles para protegerla.
—Nada más nacer, hijo, la comadrona se resbaló con mi placenta y caímos las dos al suelo —empezó a contarme—. Ella encima de mí. Pesaba más de cien quilos y, ya ves, aquello no me mató. Cuando cumplí un año, hubo un incendio en mi casa, salieron todos corriendo y no se dieron cuenta de que yo me había quedado dentro.
—Dentro se había quedado —le dije yo entonces.
—Sí, dentro, pero al final me rescató un bombero.
—Un bombero la rescató.
—Sí, eso, un bombero. Tres meses después del incendio, me mordió un ciervo…
—Perdone, señora, ¿qué edad tiene usted?
—Eso no se le pregunta a una dama, pero no tengo ningún problema en confesar que acabo de cumplir los ochenta y cuatro.
Tras cinco horas, doce incendios, una guerra mundial, una paliza de un marido borracho —no el suyo, sino el de una vecina—, catorce atropellos, dos inundaciones, cuatro alergias, una gripe mal curada, la mordedura de un ciervo, un accidente de avión del que no se enteró porque estaba dormida, un viaje en globo, dos abortos, tres picaduras de serpiente, cinco coces de cinco bichos diferentes, la explosión de un extintor, dos accidentes de coche, tres operaciones de apendicitis —sí, tres—, seis naufragios y un yogur caducado, por fin el avión aterrizó en Nashville. Ahora que lo pienso, quizá no abracé a mi padre por haberlo pasado mal por culpa de aquellos vampiros, sino por haber sobrevivido a aquella anciana, la cual, por cierto, aprovechó la ocasión, entre un accidente y una de sus tres operaciones de apendicitis, para intentar colocarme a una de sus nietas; a la más fea, por supuesto.
En el viaje de Nashville a casa, mi padre me preguntó cómo me lo había pasado en Nueva York. Por supuesto, no le dije la verdad, sino que le expliqué que el seminario fue un rollo y que no me veía como escritor.
—Pero a ellos les gustó tu relato, ¿no? —me preguntó
—Sí, les gustó mucho, incluso demasiado —le contesté—, pero ya te digo que eso de escribir no es lo mío. Vamos, que no me gusta.
—¿Y has conocido a mucha gente?
—Hombre, pues sí, he conocido a mucha gente. A algunos habría preferido no conocerlos, pero también he tenido la suerte de conocer a un par de personas muy majas, Gabriel y Arisa.
—¿Arisa era una chica?
—Sí, ¿qué pensabas que era, un acordeón?
—Ya, hijo, ya me imagino que es una chica, lo preguntaba para ver si tú y ella… Bueno, saber si te gustaba.
—La verdad es que es muy guapa, muy inteligente, una persona excepcional.
—¿De dónde es?
—Es japonesa, pero estudia en Boston, en Harvard.
—Ah, Harvard, como los pedantes de las series de televisión.
—Pero ella no es pedante, es genial.
—¿Y tú y ella… ?
—No, papá, a mí solamente me ha interesado como amiga, en ningún momento la he visto de otra manera.
—¿Y había alguna chica más?
—¡Qué pesado estás con el tema!
—Eso lo dices porque seguro que has conocido a alguna chica más y te da vergüenza contármelo.
—No he conocido a ninguna más.
—Va, Abel, que soy tu padre y a mí no puedes engañarme porque te conozco como la palma de mi mano.
—Pues no he conocido a ninguna… Ah, sí, perdona, sí he conocido a otra chica, Julia.
—¿Era guapa?
—Era guapísima, una de las chicas más guapas que he visto en mi vida.
—¿Y qué, hubo algo?
—La verdad es que me fue detrás durante algún tiempo, pero tenía muy mal carácter.
—¿Te persiguió una chica preciosa y pasaste de ella?
—Sí, ya sé que parece increíble, pero si tú la hubieses conocido habrías hecho lo mismo que yo.
—¿Y esa tal Julia es la que te hizo ese chupetón?
—¿Qué chupetón?
—Pues ese que tienes en el cuello.
—Ah, esto. No, no fue Julia, sino otra chica, Anne. Me pilló desprevenido. Era una niñata.
—¡Estás hecho un donjuán, Abel!
—Hombre, no diría tanto, pero puede que tengas razón.
—Así que, en resumen, te lo has pasado muy bien en Nueva York.
—Ha habido de todo, momentos buenos y malos.
—Al menos habrás aprendido algo útil, ¿no?
—La verdad es que lo único que he aprendido es que te quiero mucho y que añoro muchísimo a mamá.
—Y yo también, hijo. También te quiero mucho y no pasa un día sin que me sienta triste al recordarla.
No le abracé para que no tuviéramos un accidente, pero era un momento propicio para hacerlo. Era curioso que cuatro vampiros malcarados hubieran hecho que, por fin, después de cuatro años, mi padre y yo confesásemos que Irene Young nos hizo polvo cuando se le ocurrió morirse. Quizá no podía compararse aquello con lo de matar vampiros, pero para mí era algo tan o más extraordinario y, por supuesto, mucho más bonito.
Después de dos días en los que, básicamente, me dediqué a comer como un cerdo y a dormir como una marmota que se hubiera comido un cerdo, volví a la ferretería con mi padre. Me di cuenta de que me costaba muchísimo centrarme en el trabajo, era como si me hubiera olvidado de todo lo que había aprendido de mi padre o como si sintiera que la ferretería no era mi lugar en el mundo. Reflexionando sobre esto, llegué a la conclusión de que mi cuerpo estaba en Tennessee, pero mi mente aún no había vuelto de Nueva York. Aquella aventura
vampiril
aún no había concluido, faltaba algo, pero no sabía el qué. Al final me di cuenta de que lo que faltaba era cerrar el círculo contándole a Higgins todo lo que había sucedido. El, sin querer, casi hace que me maten, y aunque puede que se sintiese mal al saberlo, yo tenía la obligación de contárselo. Además, él le había enviado mi relato a un amigo suyo y también era importante que supiera para quién trabajaba esa persona en la que él confiaba. Puede que le costase creerme del todo, pero si comprobaba que Elijah Shine había desaparecido o que
Circle Books
era una editorial fantasma, mi relato no le parecería tan descabellado.
Fui al instituto, pero Higgins no estaba en su despacho. En conserjería me dijeron que volvería en un par de días, que se había ausentado por un tema de salud. Le dejé al conserje mi número de móvil para que se lo diera a Higgins y que este me llamase cuando volviese. Al salir del instituto, al lado del cartel donde decía que aquello era el hogar de los
Tigers
, el equipo de fútbol americano había montado un tenderete con camisetas, gorras, banderines y otros objetos de
merchandising
con el fin de recaudar fondos para los gastos extras del equipo durante la temporada. No explico esto porque comprase nada, sino porque allí estaba el bueno de Harry o Howard, animando a los alumnos a ayudar al equipo al mismo tiempo que él era animado por una animadora que le estaba animando muy bien. La animadora no era Mary. Quizá ella se había largado definitivamente a la universidad y había cortado con Harry por el bien de Howard y este parecía que no había optado por llorar ni por la música autodestructiva para olvidarla.
Decidí enterarme de qué había pasado, y para ello no tuve más remedio que ir a la cafetería de las Simmons y tener que ver a Lucy y, seguramente, hablar con ella, lo cual podía ser muy peligroso. Casi me muero de la risa cuando pensé que podía ser peligroso hablar con Lucy Simmons. ¿Peligroso? Peligroso es invitar a cenar a Julia Hertz comida china o ir a buscar vino al sótano de la casa de un vampiro, eso sí es peligroso. Así que la posibilidad de que mis testículos sufrieran algún percance por culpa de los hombres de Ohio no me detuvo, y al mediodía fui a aquella cafetería para averiguar qué había pasado.
Antes de entrar en la cafetería, me enteré de que Mary no se había ido del pueblo; es que la vi por uno de los ventanales del local sirviendo una mesa. Estaba preciosamente preciosa con aquel uniforme verde con bordados dorados. Me acerqué a aquel ventanal y golpeé suavemente el vidrio para llamar su atención. Ella me miró y sonrió. Le pedí con un gesto de cabeza que saliera un momento, pero me contestó con otro que no podía porque estaba trabajando. No tuve más remedio que entrar. Me senté a una mesa, dispuesto a tomarme cualquier cosa menos el especial de la casa, ya que a saber qué entendían Lucy y su madre por «especial».
—¿Qué deseas? —me preguntó Lucy Simmons cuando, por desgracia, decidió que mi mesa sería atendida por ella en persona.
—De primero, desearía que me atendiera otra camarera —le contesté sonriendo—. Si puede ser, que sea aquella rubia que está apoyada en la barra y que quería atenderme hasta que te has entrometido.
—Yo considero que no es bueno que la molestes con tus tonterías —me dijo el bicho ese—. Ahora lo que menos necesita es que aparezcas tú por aquí, para ver sí vuelve contigo porque la ha dejado Harry.
—Dirás Howard.
—Eso, Horward. Bueno, ¿qué vas a tomar?
—Creo que voy a tomar una importante decisión, aunque ahora mismo no.
—Si no vas a consumir, te recomiendo que te vayas.
Mary me miraba con carita de pena desde la barra de la cafetería, y yo consideré que no era el momento propicio para decir lo que quería decir y hacer lo que debía hacer. Me levanté, le hice una seña a Mary como diciéndole que ya hablaríamos, ella me envió un beso y me largué de allí. Creo que los clientes más fíeles del establecimiento de las Simmons lo eran porque tenían miedo de cambiar de local y que ellas se enterasen. Me fui porque de todas maneras había averiguado lo que había ido a averiguar, que Mary volvía a estar sola. Además, averigüé una segunda cosa de rebote, que amaba a Mary Quant con todo mi ser.
Durante la comida mi padre me dijo que quería que después le ayudara a ordenar el almacén de la ferretería, pero le pedí que dejáramos eso para otro día, pues tenía varias cosas que hacer aquella misma tarde. La primera de mis tareas vespertinas consistió en ir a la consulta de mi antigua psicóloga para comentarle un par de temas. Su secretaria me dijo que no iba a estar en toda la semana y entonces le pregunté si le podía dejar una nota. Ella misma me dio un folio y un bolígrafo, lo que era una manera muy práctica de decir que sí, que le podía dejar una nota. Esto fue lo que escribí: