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Authors: José Ortega y Gasset
A estas fechas, Europa no ha comenzado aún su interna restauración. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que los pueblos capaces de organizar tan prodigiosamente la contienda se muestren ahora tan incapaces para liquidarla y organizar de nuevo la paz? Nada más natural se dice: han quedado extenuados por la guerra. Pero esta idea de que las guerras extenúan es un error que proviene de otro tan extendido como injustificado. Por una caprichosa decisión de las mentes, se ha dado en pensar que las guerras son un hecho anómalo en la biología humana, siendo así que la historia lo presenta en todas sus páginas como cosa no menos normal, acaso más normal que la paz. La guerra fatiga, pero no extenúa: es una función natural del organismo humano, para la cual se halla éste prevenido. Los desgastes que ocasiona son pronto compensados mediante el poder de propia regulación que actúa en todos los fenómenos vitales. Cuando el esfuerzo guerrero deja extenuado a quien lo produce, hay motivo para sospechar de la salud de éste.
Es, en efecto, muy sospechosa la extenuación en que ha caído Europa. Porque no se trata de que no logre dar cima a la reorganización que se propone. Lo curioso del caso es que no se la propone. No es, pues, que fracase su intento, sino que no intenta. A mi juicio el síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana. Si las grandes naciones no se restablecen es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición. Y esto, adviértase bien, no ha pasado nunca en Europa. Sobre las crisis más violentas o más tristes ha palpitado siempre la lumbre alentadora de una ilusión, la imagen esquemática de una existencia más deseable. Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas, placeres, saben a rancio. ¿Qué es lo que en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea. NO hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un ´órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. Por eso faltan al anciano, y en su hueco vienen a alojarse las reminiscencias.
Europa padece una extenuación en su facultad de desear que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas? No he de intentar responder ahora a esas preguntas que tanto preocupan hoy a los espíritus selectos. He rozado la cuestión para advertir nada más que a los males españoles descritos por mí no cabe hallar medicina en los grandes pueblos actuales. No sirven de modelos para una renovación porque ellos mismos se sienten anticuados y sin futuro incitante. Tal vez ha llegado la hora en que va a tener más sentido la vida en los pueblos pequeños y un poco bárbaros. Permítaseme que deje ahora inexplicada esta frase de contornos sibilinos. Antes conviene —puesto que se han abierto un camino inesperado hasta el gran público— que produzcan todo su efecto las páginas de este libro, llamémosle así.
Octubre 1922
Prólogo a la Cuarta Edición
Hace varios años se agotaron los ejemplares de esta obra, y he pensado que acaso conviniera su lectura a una nueva generación de lectores. Estas páginas, en rigor, son ya viejas: comenzaron a publicarse en
El Sol
e 1920. Datan pues, de hace casi quince años y, como Tácito sugiere,
quince años son una etapa decisiva del tiempo humano: per quindecim annos, grande mortalis aevi spatium.
Quince años no es una cifra cualquiera, sino que significa la unidad efectiva que articula el tiempo histórico y lo constituye. Porque historia es la vida humana en cuanto que se halla sometida a cambios en su estructura general.
Pues bien: la estructura de la vida se transforma siempre de quince en quince años. Es cuestión secundaria cuántas cosas continúen o desaparezcan en el paso de uno de esos períodos al siguiente; lo decisivo es que cambia la organización general, la arquitectura y perspectiva de la existencia. Casi fuera expresión estricta de la verdad decir que la palabra
vida humana,
referida a 1920 y a 1934, significa cosas muy diferentes; porque, en efecto, la faena de vivir, que es siempre tremebunda, consiste hoy en apuros y afanes muy otros que los de hace quince años
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Sería pues, lo más natural que estas páginas resultasen hoy ilegibles, ya que no son lo bastante arcaicas para acogerse a los beneficios de la arqueología. Mas también puede acaecer lo contrario: que estas páginas fuesen en 1920 extemporáneas; que hubiesen representado entonces una anticipación y sólo en la fecha presente encontrasen su hora oportuna.
Cuando menos, cabe asegurar que no pocas de las ideas insinuadas por vez primera en estos artículos tardaron años en brotar fuera de España y desde allí refluir hacia nuestra península. Algunas valen hoy como
la última palabra,
a pesar de que este volumen, tan viejecito y sin tan pretensiones, estaban ya inclusive con su palabra, con su bautismo terminológico. Sólo les faltaba algo que han recibido fuera: su falsificación, su desmesuramiento y su petrificación en tópicos.
Debo decir que a mí, de todas esas ideas, las que hoy me interesan más son las que todavía siguen siendo anticipaciones y aún no se han cumplido ni son hechos palmarios. Por ejemplo: el anuncio de que cuanto hoy acontece en el planeta terminará con el fracaso de las masas en su pretensión de dirigir la vida europea. Es un acontecimiento que veo llegar a grandes zancadas. Ya a estas horas están haciendo las masas —las masas de toda clase— la experiencia inmediata de su propia inanidad. La angustia, el dolor, el hambre y la sensación de vital vacío las curarán de la atropellada petulancia que ha sido en estos años su único principio animador. Más allá de la petulancia descubrirán en sí mismas un nuevo estado de espíritu: la resignación, que es en la mayor parte de los hombres la única gleba fecunda y la forma más alta de espiritualidad a que pueden llegar. Sobre ella será posible iniciar la nueva construcción. Y entonces se verá, con gran sorpresa, que la exaltación de las masas nacionales y de las masas obreras, llevada al paroxismo en los últimos treinta años, era la vuelta que ineludiblemente tenía que tomar la realidad histórica para hacer posible el auténtico futuro, que es, en una u otra forma, la unidad de Europa. Siempre ha acontecido lo mismo. Lo que va a ser la verdadera y definitiva solución de una crisis profunda es lo que más se elude y a lo que mayor resistencia se opone. Se comienza por ensayar todos los demás procedimientos y con predilección los más opuestos a aquella única solución. Pero el fracaso inevitable de éstos deja exenta, luminosa y evidente la efectiva verdad, que entonces se impone de manera automática, con una sencillez mágica.
Cuando este volumen apareció, tuvo mayores consecuencias fuera que dentro de España. Fui solicitado reiteradamente para que consintiese su publicación en los Estados Unidos, en Alemania y en Francia, pero me opuse a ello de modo terminante. Entonces los grandes países parecían intactos en su perfección, y este libro presentaba demasiado al desnudo las lacras del nuestro. Como puede verse en el prólogo a la segunda edición, publicada muy pocos meses después de la primera, yo sabía ya que muchas de estas lacras eran secretamente padecidas por aquellas naciones en apariencia tan ejemplares, pero hubiera sido inútil intentar entonces mostrarlo.. Hay gentes que sienten una repugnante y hermética admiración hacia todo lo que parece en triunfo, y un desdén bellaco hacia lo que por el momento toma un aire de cosa vencida. Hubiera sido vano decir a estos adoradores de todos los Segismundos que Inglaterra, Francia, Alemania sufrirían de los mismos males que nosotros. Cuando hace diez años anuncié que en todas partes se pasaría por situaciones dictatoriales, que éstas eran una irremediable enfermedad de la época y el castigo condigno de sus vicios, los lectores sintieron gran conmiseración por el estado de mi caletre. Era, pues, preferible, si quería aclarar un poco lo que más me importaba y me urgía —los problemas de España—, renunciar a complicarlos con los menos patentes del Extranjero. Mi obra era para andar por casa y debía quedar como un secreto doméstico. Hoy se ha visto que
ciertos
males profundos son comunes a todo el Occidente, y no me opondría ya a que estas páginas fueran vertidas a otros idiomas.
Mas, con todo esto, no debe el lector creer que va a entrar en la lectura de un libro, lo que se llama, hablando en serio, un libro. Una vez y otra se hace constar en el texto la intención puramente pragmática que lo inspiró. Yo necesitaba para mi vida personal orientarme sobre los destinos de mi nación, a la que me sentía radicalmente adscrito. Hay quien sabe vivir como un sonámbulo; yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia. Necesito vivir de claridades y lo más despierto posible. Si yo hubiese encontrado libros que me orientasen con suficiente agudeza sobre los secretos que el camino que España lleva por la historia, me habría ahorrado el esfuerzo de tener que construirme malamente, con escasísimos conocimientos y materiales, a la manera de Robinson, un panorama esquemático de su evolución y de su anatomía. Yo sé que un día, espero que próximo, habrá verdaderos libros sobre historias de España, compuestos por verdaderos historiadores. La generación que ha seguido a la mía, dirigida por algún maestro que pertenece a la anterior, ha hecho avanzar considerablemente la madurez de esa futura cosecha. Pero el hombre no puede esperar. La vida es todo lo contrario de las Kalendas griegas. La vida es prisa. Yo necesitaba sin remisión ni demora aclararme un poco el rumbo de mi país a fin de evitar en mi conducta, por lo menos, las grandes estupideces. Alguien en pleno desierto se siente enfermo, desesperadamente enfermo. ¿Qué hará? No sabe medicina, no sabe casi nada de nada. ES sencillamente un pobre hombre a quien la vida se le escapa. ¿Qué hará? Escribe estas páginas, que ofrece ahora en cuarta edición a todo el que tenga la insólita capacidad de sentirse, en plena salud, agonizante, y por lo mismo, dispuesto siempre a renacer.
Junio, 1934.
No creo que sea completamente inútil para contribuir a la solución de los problemas políticos distanciarse de ellos por algunos momentos, situándolos en una perspectiva histórica. En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda realidad.
En este ensayo de ensayo, es, pues, el tema histórico y no político. Los juicios sobre grupos y tendencias de la actualidad española que en él van insertos no han de tomarse como actitudes de un combatiente. Intentan más bien expresar mansas contemplaciones del hecho nacional, dirigidas por una aspiración puramente teórica y, en consecuencia, inofensiva.
En la
Historia Romana
de Mommsen hay, sobre todos, un instante solemne. ES aquel en que, tras ciertos capítulos preparatorios, toma la pluma el autor para comenzar la narración de los destinos de Roma. Constituye el pueblo romano un caso único en el conjunto de los conocimientos históricos; es el único pueblo que desarrolla entero el ciclo de su vida delante de nuestra contemplación. Podemos asistir a su nacimiento y a su extinción. DE los demás, el espectáculo es fragmentario: o no lo hemos visto nacer, o no lo hemos visto aún morir. Roma es, pues, la única trayectoria completa de organismo nacional que conocemos. Nuestra mirada puede acompañar a la ruda Roma
quadrata
en su expansión gloriosa por todo el mundo ecuménico, y lego verla contraerse en unas ruinas que no por ser ingentes dejan de ser míseras. Esto explica que hasta ahora sólo se haya podido construir una historia en todo el rigor científico del vocablo: la de Roma. Mommsen fue el gigantesco arquitecto de tal edificio.
Pues bien: hay un instante solemne en que Mommsen va a comenzar la relación de las vicisitudes de este pueblo ejemplar. La pluma en el aire, frente al blanco papel. Mommsen se reconcentra para elegir la primera frase, el compás inicial de su hercúlea sinfonía. En rauda procesión transcurre ante su mente la fila multicolor de los hechos romanos. Como en la agonía suele la vida entera del moribundo desfilar ante su conciencia. Mommsen, que había vivido mejor que ningún romano la existencia del Imperio latino, ve una vez más desarrollarse vertiginosa la dramática película. Todo aquel tesoro de intuiciones da el precipitado de un pensamiento sintético. La pluma suculenta desciende sobre el papel y escribe estas palabras:
La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación.
Esta frase expresa un principio del mismo valor para la historia que en la física tiene este otro: la realidad física consiste últimamente en ecuaciones de movimientos. Calor, luz, resistencia, cuanto en la naturaleza no parece ser movimiento, lo es en realidad. Hemos entendido o explicado un fenómeno cuando hemos descubierto su expresión foronómica, su fórmula de movimiento.
Si el papel que hace en física el movimiento lo hacen en historia los procesos de incorporación, todo dependerá de que poseamos una noción clara de lo que es la incorporación.
Y al punto tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva a representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de un núcleo inicial. Procede este error de otro más elemental que cree hallar el origen de la sociedad política, del Estado, en una expansión de la familia. La idea de que la familia es la célula social y el Estado algo así como una familia que ha engordado, es un rémora para el progreso de la ciencia histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas.
No; incorporación histórica no es dilatación de un núcleo inicial. Recuérdense a este propósito las etapas decisivas de la evolución romana. Roma es primero una comuna asentada en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma Palatina,
Septimontium, o Roma de la montaña.
Luego esta Roma se une con otra comuna frontera asentada sobre la colina del Quirinal, y desde entonces hay dos Romas: la de la montaña y la de la colina. Ya esta primera escena de la incorporación romana excluye la imagen de dilatación. La Roma total no es una expansión de la Roma palatina, sino la articulación de dos colectividades distintas en una unidad superior.