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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (2 page)

BOOK: España invertebrada
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Frente al proceso de incorporación, la esencia del particularismo desintegrador consiste en que
cada grupo deje de sentirse a sí mismo como parte, y de compartir los sentimientos de los demás.
Este proceso de desintegración particularista no es, sin embargo, solamente imputable a algunas de las partes que desintegran el todo, porque también el núcleo inicial,
Castilla, ha deshecho España,
al ser la primera en mostrarse particularista desde el poder central.
Castilla se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones —Cataluña, Vasconia, Galicia—; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empiezan a no enterarse de lo que pasa en ellas.

Sin embargo, el particularismo no es solamente una característica de la desarticulación territorial, sino que afecta como mal general a todos los sectores de la sociedad española
—empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo—
porque el particularismo es el denominador común, la manifestación de la perversión más profunda del alma de nuestro pueblo: el odio a los mejores, que ha llevado a la carencia de minorías directoras y al imperio de las masas, que explica, también, el
desprecio hacia los políticos, más que como gobernantes, como parlamentarios.
En este punto Ortega también va más allá del regeneracionismo para revelar cómo también el mismo particularismo está en lo más profundo del tópico antiparlamentario:
porque el Parlamento supone tener que contar con los demás, y eso no satisface a cada clase, a cada grupo en particular, que prefiere imponer su voluntad por medio de la acción directa.

Estas ideas tendrán también desarrollo posterior por el propio Ortega. En
La rebelión de las masas,
profundizará su estudio de las relaciones entre minorías rectoras y masa obediente —que había bosquejado en la
Segunda Parte
de nuestra obra —y la extenderá al ámbito europeo, haciendo un llamamiento a la
unidad de Europa,
como
verdadera y definitiva solución de futuro de la profunda crisis
que padece el continente; idea y objetivo que incorpora luego expresamente al
Prólogo a la Cuarta Edición de la España invertebrada
en 1934, como queriendo completar con un horizonte de futuro el cuadro crítico de nuestro proyecto nacional.

LA VERTEBRACIÓN DE UN PROYECTO

Porque si es verdad que Ortega realiza en este libro un certero diagnóstico, no lo es menos que el proyecto de futuro sólo se adivina al trasluz de las patologías denunciadas en esta obra, y hay que completarlo con otras obras políticas posteriores del propio Ortega, en las que revela los perfiles de la nueva vertebración política territorial de España, cuyo núcleo germinal estaba, en negativo, en la
España invertebrada.

En 1931 recoge en el volumen titulado
La redención de las provincias
sus artículos políticos correspondientes a los años finales de la Dictadura. En ellos ya había ido avanzando un proyecto en positivo para la
reorganización
de España. Diseña entonces una
nueva Constitución
que suponga
un gran proyecto nacional, capaz de movilizar a los españoles
—que califica nuevamente de
propósito integral—
pero
partiendo de los viejos defectos, para aprovecharlos.

Estos defectos son, de nuevo, manifestaciones del particularismo, el
madrileñismo
y su complementario, el
provincialismo.
Aquél como expresión de un centralismo que
confundía la nación con su centro
y
se había olvidado de las provincias, auténtica realidad nacional,
generando así
el peor localismo, el provincianismo.

Se trata, entonces, de
organizar políticamente la vida local: créese una anatomía pública que agarre a ese hombre por sus efectivas preocupaciones —el estado de tal industria comarcana, el problema de las comunicaciones, los conflictos económicos de los ayuntamientos, etc.— que le obligue a complicarse con otros hombres con afanes un poco más amplios, a luchar y apasionarse, a alistarse en grupos militantes, a acometer empresas, a exigir y a ser responsable.

Esa nueva
unidad política
no es ni el municipio ni la provincia, sino
la gran comarca o región. Organicemos España en diez grandes comarcas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva.
Que
cada comarca, cada región, se gobierne a sí misma, que sea autónoma en todo lo que afecta a su vida particular,
más aún,
en todo lo que no sea estrictamente nacional;
que estarán regidas por
una Asamblea comarcal de carácter legislativo y fiscal y por un gobierno de la región emanado de aquella con número bastante de diputados,
de forma que sean de su competencia temas de
lucha y organización política los asuntos mismos que habitan de sólito en la preocupación del español medio.
Se trata, en suma, de dinamizar las partes para recuperar el todo.

En al Segunda República, el propio Ortega tuvo oportunidad de desarrollar en la práctica estos pensamientos en sus discursos parlamentarios, primero en las Cortes Constituyentes al hablar sobre el
Proyecto de Constitución
[1]
y, una vez aprobada esta, al hacerlo sobre el
Estatuto de Cataluña.
En ellos explaya su proyecto de un sistema
integral,
para una
España nueva constituida en grandes unidades regionales, cada cual con su gobierno local y con su asamblea comarcana elegida por sufragio universal.
Se trataba, en efecto, de una fórmula nueva e integral que excluía tanto el solo reconocimiento de la autonomía de unas regiones singulares cuanto la fórmula federal.

Por ello, se opone a
una división en dos Españas diferentes, una compuesta por dos o tres regiones ariscas; otra integrada por el resto, más dócil al poder central (...) Pues tan pronto como existan un par de regiones estatutarias, asistiremos en toda España a una pululación de demandas parejas, las cuáles seguirán el tono de las ya concedidas, que es más o menos, querámoslo o no, nacionalista, enfermo de particularismo.
El nacionalismo seguía siendo, pues, para Ortega, particularismo desintegrador. Con las autonomías no se trataba de restablecer situaciones del pasado, sino de rectificar y aprovechar el dinamismo de todas las partes en el futuro común:
no pido la organización de España en grandes regiones por razones de pretérito, sino por razones de futuro
dentro del Estado. Y ello por la cuestión de la soberanía, que para él
significa la voluntad última de una colectividad... la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico... y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieran desjuntarse de España, que quieran escindir la soberanía... es mucho más numeroso el bloque de españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las salas sagradas de esencial decisión... por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.

La Segunda República sería víctima en no pequeña medida de aquellos particularismos que Ortega había señalado en
España invertebrada
y, tras su trágico final, el proyecto orteguiano reaparece, con más fuerza, en la transición a la democracia tras los largos años de franquismo.

LOS NACIONALISMOS: ¿ÚLTIMO PARTICULARISMO?

Cuando en 1977 España recupera la libertad de decisión de su propio futuro, los dirigentes políticos y sociales sí fueron conscientes de la necesidad de sobreponerse a los viejos particularismos. De hecho, merece subrayarse cómo el pensamiento de Ortega influyó mucho más de lo que suele reconocerse.

Cabría incluso hacer una lectura de la transición a la luz de
España invertebrada.
Porque, en efecto, los dirigentes políticos y sociales de hace veinte años supieron embridar el endémico particularismo por medio de un formidable ejercicio de tolerancia, buscando lo que unía en lo fundamental y posponiendo lo que separaba. Si Ortega señaló que la Monarquía y la Iglesia históricamente
no habían pensado más que en sí mismas,
sin impulsar empresas verdaderamente nacionales>>, hoy habría de reconocerse que tanto la Corona, por su impulso sostenido, cuanto la Iglesia católica, por su mensaje de reconciliación nacional y su renuncia a cualquier privilegio, fueron factores decisivos en aquel empeño colectivo hacia la libertad. Durante la transición se produce la plena identificación de la Monarquía con la nación (desparticularización), que Ortega había reclamado, como reconoció su discípulo el senador real Julián Marías.

Su para Ortega el Parlamento debía ser
el órgano de la convivencia nacional
cuyo funcionamiento sería
demostrativo de trato y acuerdo entre iguales,
el trabajo de las Cortes Constituyentes fue la más cabal expresión de la superación del viejo antipalamentarismo particularista. En primer término, por el método de consenso adoptado para la elaboración del texto fundamental; además, por el hecho mismo de que se tratara de un texto íntegramente elaborado en y por el propio Parlamento, en fin, porque la adopción como forma de gobierno del régimen parlamentario, tan denostado en los pocos años de este siglo en los que había estado vigente, supuso una decidida apuesta de futuro por la razón dialogada y dialogante como procedimiento de ordenación y resolución de los conflictos políticos. Importa subrayar, a nuestros efectos, que Ortega y gasset fue el autor más citado en los debates constituyentes, de manera particular
España invertebrada,
tanto en el Pleno del Congreso como en el del Senado, y desde todas las posiciones ideológicas, salvo los nacionalistas.

En fin, el virus de los pronunciamientos, que merece tan lúcido análisis en este libro, fue superado como una vacuna en su último brote el 23 de febrero de 1981 por la inmensa mayoría de unas Fuerzas Armadas, bajo el mando del Rey, en síntoma inequívoca con los deseos de paz y libertad de nuestro pueblo. La adhesión de España al tratado de Washington, creador de la OTAN apenas un año más tarde, y la participación de unidades militares españolas en misiones integradas de paz y seguridad internacionales, ha dado a nuestros Ejércitos el horizonte exterior que reclamaba Ortega.

Un horizonte exterior de mayor alcance, inequívocamente europeo desde nuestro ingreso en las Comunidades, que se ha afianzado con la pertenencia a la Unión Económica y Monetaria, como primer proyecto europeo en el que España participa desde el comienzo, y que completa así el proyecto orteguiano.

Con todo, los nacionalismos que tanto preocuparon a Ortega han adquirido en estos años una fuerza tal que parece fueran a desbordar el marco del Estado de las Autonomías —que ha proporcionado el mayor grado de autogobierno jamás antes alcanzado por las
nacionalidades y regiones—,
hasta el punto de generar no poca inquietud por la unidad final del proyecto colectivo. Por eso, a la hora de cerrar este balance, conviene examinar lo ocurrido con esmerada objetividad.

Hay que recordar que la Constitución española no optó por un modelo definido ni cerrado de articulación territorial del Estado. En este punto no puede decirse que el constituyente siguiera el proyecto orteguiano —a pesar de su importante influencia— por cuanto se daba a
los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía
(Disposición Transitoria Segunda), es decir, a Cataluña, País Vasco y Galicia, distinto procedimiento de ascenso y más amplias competencias estatuarias (artículo 149 Constitución Española) que al resto (artículo 148 Constitución Española), posibilidades estas que los proyectos de Estatutos de Sau y de Guernica intentaron llevar a sus máximas consecuencias, asumiendo incluso competencias que en el texto constitucional se atribuían en exclusiva al Estado, por medio de la cláusula
sin prejuicio.

Una vez aprobados los Estatutos catalán y vasco, se produjo en las restantes comunidades el efecto emulación —que Ortega ya había predicho— con base en un pretendido agravio comparativo, invocado por los partidos de ámbito nacional.

Tras la intentona frustrada del 23 de febrero de 1981, el Gobierno de Unión de Centro Democrático y el Partido Socialista Obrero Español, oposición ya claramente alternativa, alcanzan los acuerdos del 31 de julio de 1981, a fin de encauzar el proceso autonómico por medio, en primer término, de su generalización y en segundo lugar, a través de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), a lo que también se añade un acuerdo sobre financiación plasmado en la Ley sobre Regulación del Fondo de Compensación Interterritorial.

La famosa LOAPA era el intento de cerrar, por vía de interpretación legislativa, el proceso autonómico abierto por la Constitución, con técnicas propias del neofederalismo solidario o cooperativo, con toda la carga de homogeneización autonómica que provocó la inmediata reacción de los nacionalismos catalán y vasco, que impugnaron la ley por inconstitucional, a través de los órganos de gobierno de sus comunidades.

El Tribunal Constitucional tuvo entonces el acierto de reforzar su legitimidad, al dar la razón a los recurrentes a partir de la Constitución Española; la Constitución y el Tribunal aparecieron así como garantes de las autonomías, al tiempo que este último retenía para el futuro la capacidad de dirimir, caso a caso, los conflictos derivados del desarrollo constitucional y estatuario.

Pero esta inteligente y constitucionalmente impecable actitud del Tribunal no consiguió, sin embargo, cambiar la mentalidad gubernamental, que convirtió el proceso de desarrollo estatuario en un goteo de transferencias entendidas casi como concesiones graciables y no como pura y simple aplicación de las Leyes del Estado. Actitud esta que encontró, a su vez, la de reivindicación permanente en los nacionalistas, tanto en sus gobiernos cuanto a través de sus grupos parlamentarios en las Cortes Generales.

Esta dinámica contribuyó a recrear un clima de desentendimiento entre los nacionalistas y el resto de España, agravado en el caso vasco por la continuidad del terrorismo etarra y, en ambos casos, por los excesos verbales de los líderes nacionalistas

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