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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (5 page)

BOOK: España invertebrada
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Esta Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas, de su misma raza latina, con las cuales no poseía, sin embargo, conexión política alguna. La identidad de raza no trae consigo la incorporación en un organismo nacional, aunque a veces favorezca y facilite este proceso. Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza, por los mismos procedimientos que siglos más tarde había de emplear para integrar en el Imperio a gentes tan distintas de ella étnicamente como celtíberos y galos, germanos y griegos, escitas y sirios. Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de excluir la incorporación histórica, subraya lo que hay de específico en la génesis de todo gran Estado.

Ello es que Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una articulación unitaria, que fue el
foedus latinum,
la federación latina, segunda etapa de la progresiva incorporación.

El paso inmediato fue denominar a etruscos y samnitas, las dos colectividades de raza distinta limítrofes del territorio latino. Logrado esto, el mundo italiota es ya una unidad históricamente orgánica. Poco después, en rápido, prodigioso
crescendo,
todos los demás pueblos conocidos, desde el Caúcaso al Atlántico, se agregan al torso italiano, formando la estructura gigante del Imperio. Esta última etapa puede denominarse de colonización.

Los estadios del proceso incorporativo forman pues, una admirable línea ascendente: Roma inicial, Roma doble, federación latina, unidad italiota, Imperio colonial. Este esquema es suficiente para mostrarnos que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una unidad social distinta de Roma y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea llamada Imperio romano. NO; la cohesión gala perdura, pero queda articulada como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un rango privilegiado por ser el agente de la
totalización.

Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquellos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto: sometimiento, unificación, incorporación, no significa muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay entre ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como parte de un todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación —Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia—, amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos.

Pero la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de su período formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y si aquella consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración.

Es preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional, no como una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre gravitando sobre las pilastras no es menos esencial al edificio que el empuje contrario ejercido por las pilastras para sostener la techumbre.

La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos, acaso, que en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas
estímulos funcionales;
sin ellas, el organismo no funciona, no vive.

Del mismo modo, la energía unificadora, central, de
totalización
—llámesele como se quiera—, necesita, para no debilitarse, de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrífugo perviviente en los grupos. Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo independiente.

Potencia de nacionalización

El poder creador de naciones es un
quid divinum,
un genio o talento tan peculiar como la poesía, la música y la invención religiosa. Pueblos sobremanera inteligentes han carecido de esa dote y, en cambio la han poseído en alto grado pueblos bastante torpes para las faenas científicas o artísticas. Atenas, a pesar de su infinita perspicacia, no supo nacionalizar el Oriente mediterráneo; en tanto que Roma y Castilla, mal dotadas intelectualmente, forjaron las dos más amplias estructuras nacionales.

Sería de gran interés analizar con alguna detención los ingredientes de ese talento nacionalizador. En la presente coyuntura basta, sin embargo, con que notemos que es un talento de carácter imperativo, no un saber teórico, ni una rica fantasía, ni una profunda y contagiosa emotividad de tipo religioso. Es un saber querer y un saber mandar.

Ahora bien: mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas.. La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar. Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no habría habido nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir sólo podremos imaginar una humanidad caótica. Pero también es cierto que con sólo la fuerza no se ha hecho nunca cosa que merezca la pena.

Solitaria, la violencia fragua pseudoincorporaciones que duran breve tiempo y fenecen sin dejar rastro histórico apreciable. ¿No salta a la vista la diferencia entre esos efímeros conglomerados de pueblos y las verdaderas, sustanciales incorporaciones? Compárense los formidables imperios mongólicos de Genghis-Khan o Timur con la Roma antigua y las modernas naciones de Occidente. En la jerarquía de la violencia, una figura como la de Genghis-Khan es insuperable. ¿Qué son Alejandro, Cesar o napoleón, emparejados con el temible genio de Tartaria, el sobrehumano nómada, dominador de medio mundo, que lleva su
yurta
cosida en la estepa desde el Extremo Oriente a los contrafuertes del Caúcaso? Frente al Khan tremebundo, que no sabe leer ni escribir, que ignora todas las religiones y desconoce todas las ideas, Alejandro, César, Napoleón son propagandistas de la Salvation Army. Mas el Imperio tártaro dura cuanto la vida del herrero que lo lañó con el hierro de su espada; la obra de César, en cambio, duró siglos y repercutió en milenios.

En toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional,
un proyecto sugestivo de vida en común.
Repudiemos toda interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven
por estar
juntos, sino
para hacer
juntos algo. Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. Roma les sonaba a nombre de una gran empresa vital donde todos podían colaborar; Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable administración, un tesoro de ideas recibidas de Grecia que prestaban un brillo superior a la vida, un repertorio de nuevas fiestas y mejores placeres. El día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló.

No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. Este error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana.

En cuanto a la fuerza, no es difícil determinar su misión. Por muy profunda que sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella intereses particulares, caprichosos, vilezas, pasiones y, más que todo esto, prejuicios colectivos instalados en la superficie del alma popular que va a aparecer como sometida. Vano fuera el intento de vencer tales rémoras con la persuasión que emana de los razonamientos. Contra ella sólo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía histórica.

Es, pues, la misión de ésta resueltamente adjetiva y secundaria, pero en modo alguno desdeñable. Desde hace un siglo padece Europa una perniciosa propaganda en desprecio de la fuerza. Sus raíces, hondas y sutiles, provienen de aquellas bases de la cultura moderna que tienen un valor más circunstancial, limitado y digno de superación. Ello es que se ha conseguido imponer a la opinión pública europea una idea falsa sobre lo que es la fuerza de las armas. Se la ha presentado como cosa inhumana y torpe residuo de la animalidad persistente en el hombre. Se ha hecho de la fuerza lo contrapuesto al espíritu, o, cuando más, una manifestación espiritual de carácter inferior.

El buen Heriberto Spencer, expresión tan vulgar como sincera de su nación y de su época, opuso al
espíritu guerrero
el
espíritu industrial,
y afirmó que era éste un absoluto progreso en comparación con aquél. Fórmula tal halagaba sobremanera los instintos de la burguesía imperante, pero nosotros debiéramos someterla a una severa revisión. Nada es, en efecto, más remoto de la verdad. La ética industrial, es decir, el conjunto de sentimientos, normas, estimaciones y principios que rigen, inspiran y nutren la actividad industrial, es moral y vitalmente inferior a la ética del guerrero. Gobierna a la industria el principio de la utilidad, en tanto que los ejércitos nacen del entusiasmo. En la colectividad industrial se asocian los hombres mediante contratos, esto es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que en la colectividad guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad, dos normas sublimes. Dirige el espíritu industrial un cauteloso afán de evitar el riesgo, mientras el guerrero brota de un genial apetito de peligro. En fin, aquello que ambos tienen de común, la disciplina, ha sido primero inventado por el espíritu guerrero y merced a su pedagogía injertado en el hombre.

Sería injusto comparar las formas presentes de la vida industrial, que en nuestra época ha alcanzado su plenitud, con las organizaciones militares contemporáneas, que representan una decadencia del espíritu guerrero. Precisamente lo que hace antipáticos y menos estimables a los ejércitos actuales es que son manejados y organizados por el espíritu industrial. En cierto modo, el militar es el guerrero deformado por el industrialismo.

Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército. ¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana? La fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual. Ésta es la verdad palmaria, aunque los intereses de uno u otro propagandista les impidan reconocerlo. La fuerza de las armas, ciertamente, no es fuerza de razón, pero la razón no circunscribe la espiritualidad. Más profundas que ésta, fluyen en el espíritu otras potencias, y entre ellas las que actúan en la bélica operación. Así, el influjo de las armas, bien analizado, manifiesta, como todo lo espiritual, su carácter predominantemente persuasivo. En rigor, no es la violencia material con que un ejército aplasta en la batalla a su adversario lo que produce efectos históricos. Rara vez el pueblo vencido agota en el combate su posible resistencia. La vistoria actúa, más que materialmente, ejemplarmente, poniendo de manifiesto la superior calidad del ejército vencedor, en la que, a su vez, aparece simbolizada, significada, la superior calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército.

Sólo quien tenga de la naturaleza humana una idea arbitraria tachará de paradoja la afirmación de que las legiones romanas, y con ellas todo gran ejército, han impedido más batallas que las que han dado. El prestigio ganado en un combate evita otros muchos, y no tanto por el miedo a la física opresión, como por el respeto a la superioridad vital del vencedor. El estado de perpetua guerra en que viven los pueblos salvajes se debe precisamente a que ninguno de ellos es capaz de formar un ejército y con él una respetable, prestigiosa organización nacional.

En tal sesgo, muy distinto del que suele emplearse, debe un pueblo sentir su honor vinculado a su ejército, no por ser el instrumento con que puede castigar las ofensas que otra nación le infiera; éste es un honor externo, vano, hacia fuera. Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales. Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia y desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al planeta.

Por tanto, aunque la fuerza represente sólo un papel secundario y auxiliar en los grandes procesos de incorporación nacional, es inseparable de ese estro divino que, como arriba he dicho, poseen los pueblos creadores e imperiales. El mismo genio que inventa un programa sugestivo de vida en común, sabe siempre forjar una hueste ejemplar, que es de ese programa símbolo eficaz y sin par propaganda.

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