Como le decía Braco a su joven compañero:
—Una vez que se ha visto a los tracios no se desea otra cosa, ¿sabes? Cualquier otra cosa resulta muy tediosa, aburrida y sin sentido. Un combate en que participen tracios es lo más emocionante que hay en el mundo.
Era el momento de las parejas. La bailarina y los músicos se habían retirado. La pequeña pista se hallaba vacía y desierta bajo el cálido sol de la mañana. Un silencio estremecedor y doloroso se instaló en el lugar, y los cuatro romanos, la dama y los tres caballeros, yacían sobre sus canapés bajo el toldo a rayas, bebiendo el rosado vino de Judea, a la espera de que los juegos comenzaran.
En la sala de espera, que consistía en un pequeño cobertizo abierto hacia la arena del circo, los tres gladiadores —los dos tracios y el negro— estaban sentados a la espera del regreso del judío. Estaban sentados en un banco, presas del infortunio; estaban
consignados
, como se solía decir. La vergüenza era su única compañía; no había para ellos ni gloria, ni amor, ni honor. El africano dijo finalmente, rompiendo el silencio que se habían impuesto voluntariamente:
—Quem di diligunt adolescens moritur.
Si los dioses te quieren, harán que mueras en la adolescencia.
—No —dijo Espartaco.
Y entonces el africano le preguntó:
—¿Crees en los dioses?
—No.
—¿Crees que hay otra vida después de ésta?
—No.
—Entonces, ¿en qué crees, Espartaco? —preguntó el africano.
—Creo en ti y creo en mí.
—Tú y yo —dijo Polemo, el joven y bien parecido tracio— somos carne en la mesa de la carnicería del
lanista.
—¿En qué más crees, Espartaco? —preguntó el negro.
—¿En qué más?... ¿Con qué sueña el hombre? Cuando un hombre va a morir, ¿en qué sueña?
—Te diré lo que expresé antes, —declaró suavemente el negro, resonante y apesadumbrada la voz que le salía de lo profundo del pecho—y te diré lo siguiente: estoy demasiado solo y muy lejos de mi hogar
y
muy amargado a causa de esta lejanía. No quiero seguir viviendo. No te mataré, camarada.
—¿Es éste un lugar para la clemencia?
—Éste es un lugar para el cansancio y yo estoy fatigado.
—Mi padre era esclavo —dijo Espartaco— y me enseñó la única virtud. La única virtud del esclavo es la de vivir.
—Los dos no podemos vivir.
—Y el único favor que la vida concede al esclavo es el de que, al igual que el resto de la gente, no sabe cuándo morirá.
Los guardianes les habían oído y con sus lanzas golpearon en la pared del cobertizo, exigiendo silencio. El judío regresó; de todos modos no había hablado; nunca solía hacerlo. Permaneció en la puerta, embozado, con la cabeza inclinada por el pesar y la vergüenza. Sonó una trompeta. El joven tracio se puso de pie, temblándole el labio inferior por la tensión, y él y el judío dejaron caer sus túnicas. La puerta se abrió y, desnudos, uno al lado del otro, entraron en la arena.
El africano no mostró interés. Estaba aferrado a la muerte. Cincuenta y dos veces había luchado con la red y el tridente y había salido indemne, pero ahora se había roto el lazo que lo ataba a la vida. Estaba allí en el banco, inmerso en sus recuerdos, agobiado, la cabeza entre las manos; pero Espartaco saltó hacia la puerta y acercó los ojos a un resquicio con el fin de poder ver, de poder saber. No tomó partido. El tracio era de su pueblo, pero el judío era algo que le laceraba el corazón de curiosa y extraña manera. Cuando una pareja luchaba a muerte, uno tenía que morir pero la esencia del hecho era la vida, mientras la vida persistiera. La esencia de Espartaco era la vida. La gente reconocía eso en él. Era la supervivencia en grado supremo; y ahora acercaba sus ojos a la rendija de la puerta para poder ver el centro de la arena.
La visión al comienzo estaba bloqueada por la pareja, pero las figuras de los gladiadores se fueron empequeñeciendo a medida que avanzaron hacia el centro de la pista y estuvieron frente a aquellos que habían comprado su carne y su sangre. Sus sombras los seguían; sus cuerpos estaban obscurecidos y resplandecientes de aceite. Entonces se apartaron diez pasos, y cada uno quedó enmarcado en la orilla de su radio visual, con el sol y la arena entre ellos. Espartaco veía el palco donde habían tomado asiento los romanos; cubría el final de lo que alcanzaba su vista un amplio y alegre pabellón de color rosa, amarillo y púrpura, con el toldo a rayas y el lento movimiento de los abanicos de plumas del personal de esclavos. Allí estaban sentados los que habían comprado la vida y la muerte, el grupito minoritario y poderoso, y todos los pensamientos que pueden ocurrírsele a un hombre, por lo menos en cada edad de los tiempos, todos esos pensamientos se le hicieron presentes a Espartaco.
El entrenador, arbitro del circo, entró en la pista. Llevaba los dos cuchillos en una bandeja de madera pulida, y los ofreció simbólicamente a quienes habían pagado el costo del espectáculo.
Al inclinar la bandeja hacia ellos, el sol brilló sobre el pulido metal de las hojas, treinta centímetros de reluciente acero, afiladas como navajas, hermosamente labradas, con mango de nogal obscuro. Los cuchillos eran ligeramente curvados, y el menor roce del filo contra la piel bastaba para seccionarla.
Braco hizo la señal y en Espartaco el odio fue como el roce de uno de aquellos afilados cuchillos desde la cabeza a los pies; mas luego, controlada y desapasionadamente, observó a los gladiadores elegir sus armas y alejarse de su campo de visión. Pero él conocía los movimientos que estaban haciendo; conocía cada uno de tales movimientos. Observándose el uno al otro con el cauteloso horror y agudeza mental de los condenados, ambos estaban midiendo los veinte pasos de espacio asignado. Se inclinaron y con arena frotaron sus puños y la superficie de las manos. Ahora estaban agachados y cada músculo temblaba cual tenso resorte y sus corazones latían con fuerza de máquinas.
El entrenador hizo sonar su silbato de plata y los dos gladiadores volvieron a entrar en el campo visual de Espartaco. Desnudos, agachados, cada cual con el reluciente cuchillo aferrado a la palma de la mano derecha, se habían desprendido de su condición humana. Eran dos animales. Se movían en círculo, igual que animales, arrastrando los pies, con pasos cortos, pegados a la arena caliente. Se acercaban y se alejaban en convulsivos movimientos, y los romanos estaban aplaudiendo, mientras el pecho del judío se había cubierto de un hilo de sangre, cual si fuera una banda.
Pero ninguno de los dos parecía tener noción del daño infligido. Su concentración en el otro era tan intensa, tan absoluta, tan absorbente, que todo el mundo parecía tener en ellos su centro de rotación. El tiempo cesó; toda la vida y la experiencia estaban concentradas en cada uno de ellos, y la intensidad con que ambos se estudiaban mutuamente se hizo penosa. Y una y otra vez volvieron a fundirse en lo que parecía una única convulsión de fuerza y de decisión, trabados, la mano izquierda agarrando la derecha, uno frente al otro, cuerpo contra cuerpo, rostro contra rostro, las muñecas apretadas, forcejeando y gritando en silencio el deseo de acercarse, cortar y matar. La transición era ahora completa; se odiaban mutuamente; un solo propósito los animaba, el propósito de la muerte, ya que sólo matando podían sobrevivir. Apretados el uno contra el otro, como estaban, los músculos rígidos y tensos, los dos se hicieron uno, una entidad rota dentro de ella misma.
Mientras la carne y la sangre pudieron soportarlo, estuvieron tensos en aquel abrazo prieto, y entonces se rompió y se separó, y a todo lo largo del brazo del tracio había una franja de rojo. A una distancia de doce pasos se quedaron jadeantes, odiándose y estremeciéndose, ambos cubiertos de arriba abajo con sangre y aceite y sudor, la sangre chorreando y manchando la arena a sus pies. Entonces el tracio atacó. El cuchillo tendido hacia delante, se lanzó sobre el judío y el judío se dejó caer sobre una rodilla, paró el cuchillo hacia arriba y arrojó al tracio malherido por el aire. Y aun antes de que el tracio cayera al suelo el judío ya estaba sobre él. Fue el momento supremo de horror y de extrema emoción de la pelea. La muerte cortaba en trozos al tracio. Se retorció, rodó convulso, usó sus pies descalzos para atajar el terrible cuchillo, pero el judío estaba de nuevo sobre él, cortando y apuñalando, mientras el joven tracio se debatía desesperadamente, incapaz de asestar un golpe mortal.
El tracio pudo ponerse en pie; su cuerpo sangrante, roto, literalmente saltó por el aire y cayó sobre los pies y allí se detuvo, pero la vida y la fuerza se le estaban escapando. La explosión que lo había puesto de pie había agotado hasta lo más profundo el recipiente de su fortaleza. Con una mano buscó el equilibrio y apretó el cuchillo con la otra y se balanceó de acá para allá, finteando con el arma para mantener al judío a distancia. Pero el judío se mantuvo a distancia sin hacer intento alguno por acercársele nuevamente... Y en verdad no hacía falta alguna acercarse, porque el tracio estaba deshecho, el rostro cruzado por un tajo, las manos, el cuerpo, las piernas cubiertos de heridas, sangrando copiosamente en el charco húmedo y creciente de la arena bajo sus pies. Y no obstante aún no había terminado el drama supremo de la vida y de la muerte.
Los romanos salieron del trance y comenzaron a gritarle al judío, en forma chillona, ronca, imperiosa:
—¡Verbera!
¡Ataca! ¡Ataca!
Pero el judío no se movió. Tenía solamente una cuchillada a través del pecho, pero el movimiento del combate había hecho que la sangre se extendiera por todo su cuerpo. De pronto lanzó el cuchillo contra la arena, donde se clavó cimbreante. Y se quedó de pie, con la cabeza inclinada hacia abajo.
En un instante la oportunidad pasaría. El desnudo tracio, que vestía ahora un atuendo de roja sangre que cubría cada palmo de su cuerpo, cayó sobre una rodilla. Había dejado caer su cuchillo y estaba muriendo rápidamente. Los romanos gritaron y el entrenador se lanzó a través de la pista blandiendo un largo y pesado látigo de cuero. Dos soldados lo siguieron.
—¡Pelea, escoria! —bramó el entrenador, y el látigo cayó sobre la espalda del judío y se enroscó en su abdomen—. ¡Pelea! —El látigo volvió a golpearle, pero él no se movió y entonces el tracio rodó sobre su rostro, tiritó un poco y comenzó a quejarse, al principio con débiles gritos que fueron aumentando en intensidad hasta alcanzar un crescendo arrancado del fondo mismo de su doblegado cuerpo.
Los gritos de dolor cesaron y quedó tendido e inmóvil; y entonces el entrenador dejó de azotar al judío. El africano se había unido a Espartaco en la rendija de la puerta. Ambos observaban sin hablar.
Los soldados se acercaron al tracio y lo aguijonearon con sus lanzas. Se movió un poco. Uno de los soldados desenganchó un pequeño pero pesado martillo que colgaba de su cinturón. El otro soldado, usando como cuña su lanza en el costado del cuerpo del tracio, hizo que se diera la vuelta. Entonces el primer soldado le aplicó un terrible golpe en la sien con el martillo, golpe que lo hizo hundirse en la suave superficie del cráneo. Después de esto, los soldados saludaron a los espectadores con el martillo impregnado de sesos. Al mismo tiempo otro entrenador hizo entrar un asno a la arena. El animal llevaba un brillante aderezo de plumas sobre la cabeza y arneses de cuero de los que colgaba una cadena. La cadena fue atada a los pies del tracio y los soldados hostigaron al asno con sus lanzas, de modo que galopó en torno a la pista, arrastrando tras de él el sangriento cadáver, del que en esos momentos se desprendía la masa encefálica. Los romanos aplaudieron el espectáculo y la dama hizo tremolar su pañuelo, deleitada.
A continuación, la arena bañada en sangre fue removida y aplanada, para dar lugar a la música y a la danza antes de que comenzara la lucha de la segunda pareja.
Baciato corrió apresuradamente al palco de sus clientes, para pedirles disculpas, para explicarles por qué, habiendo ellos pagado tan bien, el judío había fallado en el final mismo de la lucha, al no proceder a cortar una arteria del cuello o del brazo de modo que abundante sangre proporcionara al final del combate el rico colorido que se requería; pero Braco, con una copa de vino en la mano, le impuso silencio con la otra:
—Ni una palabra,
lanista.
Fue delicioso. Ha sido suficiente.
—Pero yo tengo mi reputación.
—Al demonio con su reputación. Pero, espere... Le diré lo que tiene que hacer. Traiga aquí al judío. No lo castigue en otra forma. Cuando un hombre ha peleado bien, basta con eso, ¿no es cierto? Tráigalo aquí.
—¿Aquí? Bueno, en realidad... —comenzó a decir Lucio.
—¡Por supuesto! No trate de limpiarlo. Que venga como está.
Mientras Baciato iba a cumplir el mandato, Braco comenzó el intento de explicar, como intentan tan a menudo los conocedores y con las mismas concesiones a lo fútil, la precisa belleza y pericia de lo que acababan de ver.
—Si entre cien peleas de parejas uno ve una como esta tiene suerte. Un momento de gloria es mejor que una hora de tediosas fintas. Éste es el famoso
avis jacienda ad mortem.
Una lucha a muerte... ¿y qué mejor muerte que ésta puede esperar un gladiador? Consideren las circunstancias. El tracio mide al judío y sabe que él lo aventaja...
—Pero fue el primero en hacer correr sangre —objetó Lucio.
—Lo que no significa nada. Lo más probable es que nunca hubieran peleado antes. De ahí la adopción de precauciones. Cada uno tenía que hacer una serie de pasos para conocer al otro. Si hubieran estado en igualdad de condiciones, habrían finteado, lo que habría significado habilidad y aguante; pero cuando se trabaron el judío rompió el abrazo y golpeó en el brazo del tracio. Si hubiera sido el brazo derecho en vez del izquierdo, la cosa habría terminado allí; pero tal como se produjo, el tracio sabía que lo aventajaban y se jugó todo en un golpe a fondo... un golpe a fondo con el cuerpo. Nueve gladiadores entre diez habrían parado el golpe e intentado trabarse con el otro, e inclusive habrían preferido recibir un mal golpe para pararlo. ¿Saben ustedes lo que significa parar uno de esos cuchillos con todo el peso del cuerpo de un hombre detrás de ellos? ¿Por qué mandé buscar al judío? Les mostraré...
Mientras hablaba, el judío había aparecido, todavía desnudo, oliendo a sangre y a sudor, visión salvaje, terrible de hombre de pie ante ellos, la cabeza inclinada, temblándole aún los músculos.