—Por intermedio de mis agentes. Los embarcaron a ambos encadenados desde Alejandría, y yo tengo un agente portuario en Nápoles y despacho tierra adentro en litera.
—No es un negocio de pacotilla el suyo —admitió Craso quien siempre estaba alerta en busca de dónde invertir provechosamente un poco de dinero.
—De modo que usted lo aprecia —convino Baciato mientras el vino le chorreaba por los extremos de la boca al extender sus ponderables carrillos—. Poca gente lo hace. ¿Cuánto cree que tengo invertido en Capua?
Craso negó con la cabeza:
—Nunca pensé en ello. Uno ve gladiadores y no se detiene a pensar en cuánto hubo que invertir antes de que entraran en la arena. Pero eso es lo normal. Uno ve una legión y piensa que siempre hubo legiones y que, en consecuencia, siempre las habrá.
Fue una soberbia lisonja. Baciato dejó la copa y se quedó mirando al comandante, y luego se frotó con un dedo, de arriba abajo, su bulbosa nariz.
—Adivine.
—¿Un millón?
—Cinco millones de denarios —dijo Baciato, lenta y enfáticamente—. Cinco millones de denarios. Considere eso no mas. Tengo tratos con agentes en cinco países. Tengo agentes portuarios en Nápoles. Doy de comer lo mejor, trigo entero, cebada, carne de vaca y queso de cabra. Tengo propio circo para pequeños espectáculos y parejas, pero el anfiteatro tiene una gran tribuna y cuesta nada menos que un millón. Aparte de la guarnición local alimento y alojo un manípulo. Para no mencionar las propinas en la misma dirección... con su perdón. No todos los militares son como usted. Y si hay que hacer combatir a los muchachos en Roma, hay que pagar cincuenta mil denarios anuales a los tribunos y a los jefes de la guardia. Y no hablemos de las mujeres.
—¿Las mujeres? —preguntó Craso.
—Un gladiador no es un peón de latifundio. Si quiere que se mantenga a la altura requerida, debe proveerle de alguien que se acueste con él. Así come mejor y pelea mejor. Tengo una casa para mis mujeres y compro solamente lo mejor, nada de rameras o mujeres ajadas, sino que todas son fuertes y sanas y vírgenes cuando llegan a mis manos. Yo sé; las pruebo. —Vació la copa, se lamió los labios y quedó dolorido y solitario—. Tengo necesidad de mujeres —se quejó sirviéndose lentamente vino—. Algunos hombres no las necesitan... Yo sí.
—¿Y esa mujer a la que llaman mujer de Espartaco?
—Varinia —dijo Baciato—. Se había concentrado en sí misma y ante sus ojos había un mundo de odio, ira y desesperación. Varinia —repitió.
—Hábleme de ella.
El silencio que se produjo fue más elocuente para Craso que las palabras que siguieron.
—Cuando la compré tenía diecinueve años. Una bestiecilla germana, pero agradable de mirar, si a uno le gustan los cabellos rubios y los ojos azules. ¡Un animalejo sucio a quien debería haber matado y que Dios me asista! En cambio se la di a Espartaco. Fue una broma. Él no quería mujer alguna y ella no quería un hombre. Fue una broma.
—Hábleme de ella.
—Ya le he hablado —gruñó Baciato. Se puso de pie y salió tambaleándose por entre los colgantes de las cortinas y Craso oyó cómo orinaba afuera. Era virtud del comandante insistir en su objetivo obstinadamente. El regreso a la mesa de un tambaleante Baciato no le molestó. Ni era su propósito ni le interesaba hacer un caballero de aquel
lanista.
—Hábleme de ella —insistió.
Baciato sacudió la cabeza pesadamente.
—¿No le molesta si me emborracho? —preguntó con dignidad herida.
—No me preocupa lo más mínimo. Beba todo lo que quiera —respondió Craso—. Pero usted me estaba contando que había hecho traer a Espartaco y Gannico tierra adentro en litera. ¿Me imagino que encadenados?
Baciato asintió.
—¿Usted no lo había visto antes, entonces?
—No. Lo que yo vi habría significado muy poco para usted. Pero yo juzgo a los hombres en forma diferente. Ambos estaban barbudos, sucios, completamente cubiertos de úlceras y llagas y marcados de la cabeza a los pies por los efectos del látigo. Hedían en tal forma que revolvía el estómago acercárseles. Su propio excremento seco los cubría. Se hallaban en condiciones infrahumanas y solamente sus ojos revelaban en ellos al
desperante.
Usted no los habría usado ni para limpiar sus letrinas, pero yo los mire y vi algo en ellos. Vi algo en ellos porque ése es mi arte. Los puse en el baño, los hice afeitar y les hice cortar el cabello, los friccionaron con aceite y les di de comer bien...
—¿Quiere hablarme de Varinia ahora?
—¡Maldito sea!
El
lanista
trató de alcanzar su copa de vino, pero lo hizo con tanta torpeza que la volcó. Se quedó mirando la mesa, con la vista fija en la mancha roja. Lo que vio entonces nadie podrá decirlo. Es posible que viera el pasado, y posiblemente también algo del futuro. Porque el arte de los augures no es totalmente un fraude, y únicamente los hombres, no los animales, tienen el poder de juzgar las consecuencias de sus actos. Aquél era el hombre que había adiestrado a Espartaco; había enhebrado la vida de éste a un futuro sin fin —tal como muchos hombres lo hacen— y, si bien el tracio sería olvidado e ignorado durante siglos, posteriormente sería recordado. El adiestrador de hombres que había entrenado a Espartaco estaba allí sentado enfrentando al líder de los hombres que debían derrotar a Espartaco; pero ambos compartían el augurio vago y confuso del entendimiento de que nadie podría destruir a Espartaco. Y porque compartían por lo menos una vislumbre de aquello, ambos estaban igualmente condenados.
(Su amigo el gordo Léntulo Baciato, dijo Craso, el comandante, pero Cayo Craso, el muchacho que yacía a su lado en la cama, estaba dormitando, los ojos cerrados... y solamente había escuchado fragmentos del relato. Craso no era un buen narrador; el relato estaba en su mente, en sus recuerdos, en sus temores y en sus esperanzas. La rebelión de los esclavos había terminado y Espartaco había terminado. Villa Salaria significa paz y prosperidad, y esa paz romana que ha bendecido la tierra, y él yace allí acostado con un muchacho. ¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Es peor que lo que hicieron otros grandes hombres?
(Cayo Craso cavilaba sobre las cruces alineadas en el camino de Roma a Capua, ya que no estaba enteramente dormido. No le preocupaba el que estuviera compartiendo la cama con el gran general. Su generación ya no sentía necesidad alguna de mitigar culpas por la racionalización de la homosexualidad. Para él era normal. La pasión de seis mil esclavos que colgaban de las cruces a los costados del camino también era normal para él. Era mucho más feliz que Craso, el gran general. Craso, el gran general, era un hombre asediado por los demonios; pero Craso, el joven de noble cuna —parientes lejanos, tal vez, ya que la familia de los Craso era una de las más numerosas de Roma en aquel tiempo— no luchaba contra demonio alguno.
(Es verdad que el difunto Espartaco era un insulto para él. Odiaba al esclavo muerto, pero abrió los ojos y miró el rostro ensombrecido de Craso, incapaz de explicar su odio.
(No estás durmiendo —dijo Craso—, no estás durmiendo, después de todo, y ésa es la historia, tal como es —si es que algo de ella escuchaste—, y ¿por qué odias a Espartaco, que ahora está muerto y desaparecido para siempre?
(Pero Cayo Craso se había perdido en sus propios recuerdos. Había sido hacía cuatro años, y Braco era su amigo. Y con Braco había viajado por la vía Apia hacia Capua, y Braco había querido agradarlo. Para halagarlo galante, rica y generosamente, ¿qué mejor que sentarse junto al hombre que uno desea en los almohadones del circo y ver cómo los hombres luchan hasta morir? En ese tiempo, hace de esto cuatro años, cuatro años antes de esta extraña noche en Villa Salaria, él compartía una litera con Braco, y éste le había lisonjeado y prometido que vería los mejores combates que pudiera haber en Capua... y que el costo no sería obstáculo. Habría sangre en la arena, y mientras miraran beberían vino.
(Y entonces había ido con Braco a ver a Léntulo Baciato, que tenía la mejor escuela y entrenaba a los mejores gladiadores de toda Italia.
(Y todo eso, reflexionó Cayo, fue hace cuatro años, antes de que hubiera una rebelión de los esclavos, antes de que nadie hubiera oído mencionar el nombre de Espartaco. Y ahora Braco estaba muerto y Espartaco también había muerto, y él, Cayo, yacía en la cama con el más grande de los generales de Roma.)
Que es el relato del primer viaje a Capua hecho por
Mario Braco y Cayo Craso, unos cuatro años antes
de la velada en Villa Salaria, y del combate
de dos parejas de gladiadores
Un hermoso día de primavera, cuando Léntulo Baciato, el
lanista
, estaba sentado en su despacho, eructando intermitentemente, con su abundante desayuno haciendo un confortable bulto en su estómago, su contable griego entró en la habitación y le informó de que afuera esperaban dos jóvenes romanos, y que querían hablarle respecto a hacer combatir a algunas parejas de gladiadores.
Tanto el despacho como el contable —un esclavo jónico bien educado— eran indicios de riqueza y prosperidad por parte de Baciato. Su aprendizaje en la política de barrio y en la organización de peleas callejeras, su astucia para escalar posiciones sirviendo a una importante familia tras otra, y la habilidad organizativa que le había permitido crear una de las más numerosas y más eficientes pandillas de la ciudad, le habían proporcionado muy buenos beneficios, y la inversión de sus ahorros, cuidadosamente guardados, en una pequeña escuela de gladiadores en Capua, había constituido una inversión acertada. Como a menudo gustaba repetir, galopaba en el corcel del futuro. Un rufián podía llegar hasta allí y no más lejos, y no hay rufián que tenga astucia suficiente para elegir siempre el lado ganador. Pandillas más poderosas que la suya habían sido barridas del escenario romano por la inesperada victoria de un oponente y la furia salvaje de un nuevo cónsul.
Por otra parte, las peleas de parejas —como comúnmente se las llamaba— era un nuevo campo para inversiones y beneficios; era legal; se trataba de un negocio admitido; y cualquiera que supiera leer los signos de los tiempos adecuadamente, comprendía que estaban en sus comienzos. Un entretenimiento informal se transformaría pronto en la arrolladura locura de todo un sistema social. Los políticos comenzaban a comprender que si no se puede alcanzar la gloria de una guerra victoriosa en tierras extranjeras, se puede lograr casi otro tanto creando una réplica en escala menor en casa, y las peleas de cientos de parejas, prolongándose durante días y semanas, ya no eran cosa fuera de lo común. La demanda de gladiadores adiestrados no llegaba nunca a verse satisfecha, y los precios subían más y más. Se construían circos de piedra en ciudad tras ciudad y, finalmente, cuando se levantó en Capua uno de los más imponentes y hermosos circos de Italia, Léntulo Baciato decidió trasladarse allí y abrir una escuela de gladiadores.
Había comenzado en forma muy reducida, con una pequeña choza y un rústico corral de pelea, donde adiestraba a una pareja de gladiadores cada vez; pero sus negocios se desarrollaron rápidamente y ahora, cinco años más tarde, tenía un gran establecimiento donde eran adiestrados y alojados más de un centenar de parejas. Tenía su propio bloque de celdas de piedra, su propio gimnasio y casa de baños, su curso de entrenamiento, y su propio circo para espectáculos privados, nada parecido a los anfiteatros públicos, por supuesto, pero con capacidad para acomodar comitivas de cincuenta o sesenta personas y con amplitud suficiente para que combatieran tres parejas a la vez. Además, había establecido suficientes conexiones locales con las autoridades militares —mediante sobornos adecuados— como para tener una fuerza de tropas regulares disponibles en cantidad suficiente en cualquier momento, y de ese modo ahorrarse el gasto de mantener su propia fuerza policial privada. Sus cocinas alimentaban a un pequeño ejercito, ya que contando los gladiadores, sus mujeres, los entrenadores, los esclavos domésticos y los lecticiarios, la casa alojaba a más de cuatrocientas personas. Baciato tenía razones de sobra para estar satisfecho de sí mismo.
El despacho en que se hallaba sentado aquella soleada mañana de primavera constituía su última adquisición. Al comienzo de su carrera se había resistido a todo cuanto fuera aparentar. No era patricio y no pretendía aparentar serlo. Pero a medida que sus ganancias aumentaron, comprendió que le correspondía vivir de acuerdo con ellas. Empezó comprando esclavos griegos, y en la compra se incluyeron un arquitecto y un contable. El arquitecto lo había convencido de que debía construir un despacho al estilo griego, de techo plano y con columnas, dotado solamente de tres paredes, quedando el cuarto lado abierto a la perspectiva que su situación le permitía tener. Con los tapices recogidos hacia atrás, todo un lado de la habitación quedaba abierto al aire fresco y el sol. El piso de mármol y la hermosa mesa blanca desde la que dirigía sus negocios, eran del más refinado buen gusto. El lado abierto quedaba a sus espaldas y él miraba hacia la puerta de entrada. Aparte de eso, tenía una habitación para sus empleados y una sala de espera. Era un cambio considerable, sin duda, desde la época de las luchas callejeras de pandillas en los arrabales de Roma.
El contable prosiguió su información:
—Dos de ellos...,
rosillae.
Perfume, maquillaje y anillos y ropas muy costosas. Mucho dinero, pero son
rosillae
, y pueden ser un incordio. Uno es apenas un muchacho, de cerca de veintiún años, diría. El otro trata de agradarlo.
—Hágalos pasar —ordenó Baciato.
Un momento después entraron los dos jóvenes y Baciato se puso de pie con excesiva cortesía, indicando dos taburetes frente a su mesa.
Mientras ambos se sentaban Baciato los observó rápida y expertamente. Tenían aire de riqueza, pero tan sólo el suficiente como para evidenciar que no tenían que exhibirla. Eran jóvenes de buena familia, pero no dentro de la gran tradición, ya que lo que eran resultaba demasiado evidente para ser tolerado por algunas de las más severas
gens
de la ciudad. El más joven, Cayo Craso, era tan hermoso como una muchacha. Braco era algo mayor, fornido, y desempeñaba el papel dominante entre los dos. Tenía fríos ojos azules y cabello rubio, labios finos y expresión cínica. El fue quien habló. Cayo se limitaba a escuchar, mirando solamente a su amigo en forma ocasional, con respeto y admiración. Y Braco hablaba de gladiadores con la fácil familiaridad del aficionado a los juegos.