—Yo soy Léntulo Baciato,
lanista
—dijo el gordo, dándose a sí mismo el título despectivo que, se hizo la promesa, habría de costarles al menos cinco mil denarios antes de que terminara el día.
Braco hizo la presentación de ambos y entró inmediatamente en materia.
—Quisiéramos una demostración privada de dos parejas.
—¿Para ustedes dos solamente?
—Nosotros y dos amigos.
El
lanista
asintió gravemente y juntó sus manos regordetas, de modo que se vieran bien sus dos diamantes, su esmeralda y su rubí.
—Eso puede arreglarse—dijo.
—A muerte —dijo Braco con calma.
—¿Qué?
—Usted me ha oído. Quiero dos parejas, tracios, en un combate a muerte.
—¿Por qué? —preguntó Baciato—. ¿A qué se debe que cada vez que vienen ustedes los jóvenes de Roma tiene que ser a muerte? Ustedes pueden ver tanta sangre y combates de calidad igual... ¡no, superior!, en una pelea por decisión. ¿Por qué a muerte?
—Porque lo preferimos.
—Ésa no es una respuesta. Miren, miren —dijo Baciato, abriendo sus manos en procura de calma y reflexión y consideración científica de hombres que saben lo que tratan—. Ustedes piden tracios. Tengo los mejores luchadores tracios del mundo, pero ustedes no verán buenas peleas ni buen trabajo de daga si piden una pelea a muerte. Eso lo saben ustedes mejor que yo. Y es razonable. Ustedes pagan su dinero... y bueno, no hay nada más que decir. Puedo proporcionarles un día entero de juegos con punzones que será algo que jamás han visto en Roma. Para decir verdad, ustedes pueden ir al teatro y ver lo mejor de lo mejor. Pero si ustedes vienen a mí por placer personal, entonces yo defiendo mi reputación. Mi reputación no es la de un carnicero. Yo quiero ofrecerles buenas peleas, los mejores combates que puedan lograrse por dinero.
—Queremos buenas peleas —dijo Braco—. Las queremos a muerte.
—¡Eso es una contradicción!
—Para su manera de pensar —repuso suavemente Braco—. A usted le gustaría quedarse con las dos cosas, el dinero y los gladiadores. Cuando yo pago por algo, lo pago. Estoy comprando dos parejas en lucha a muerte. Y si usted no desea servirme, me voy a otra parte.
—¿He dicho yo que no quiera servirlos? Quiero servirlos mejor de lo que ustedes se imaginan. Si lo desean puedo darles series ininterrumpidas de dos parejas en la arena desde la mañana hasta la noche. Y los reemplazaré si cualquiera de las parejas resulta muy lastimada. Les proporcionaré toda la sangre y la emoción que puedan desear ustedes y sus damas, y no les cobraré más de ocho mil denarios en total. Esto incluye alimentos y vino y servicios del tipo que se les ocurran.
—Usted sabe lo que nosotros queremos. No me gusta regatear —dijo Braco fríamente.
—De acuerdo. Les costará veinticinco mil denarios. Cayo quedó impresionado (en realidad, un tanto asustado), ante la cifra, pero Braco se encogió de hombros.
—Muy bien. Tendrán que luchar desnudos.
—¿Desnudos?
—¡Como lo ha oído,
lanista!
—Está bien.
—Y no quiero triquiñuelas... nada de que se hagan un par de tajos y se tiren en la arena y finjan estar muertos. Si ambos caen, uno de sus entrenadores los degollará a los dos. Y ellos tienen que comprender eso. Baciato asintió.
—Le daré diez mil a cuenta y el resto cuando hayan terminado los combates.
—Está bien. Haga el favor de pagarle a mi contable. Él le dará el recibo y redactará el contrato. ¿Quiere verlos antes de irse?
—¿Podríamos tener el espectáculo por la mañana?
—¿Por la mañana?...
—Sí. Pero debo advertirle que ese tipo de combate suele terminar muy rápidamente.
—¡Por favor, no me haga advertencias,
lanista!
Se volvió a Cayo y le preguntó: ¿Quieres verlos, muchacho?
Cayo sonrió tímidamente y asintió. Salieron y, una vez que Braco hubo pagado y firmado el contrato, se introdujeron dentro de su litera y fueron llevados a la playa de ejercicios. Cayo no podía apartar sus ojos de Braco. Nunca, pensó, había visto a un hombre conducirse tan admirablemente. No era solamente por los veinticinco mil denarios, ya que su asignación de mil denarios al mes era considerada munificente por cualquiera que entendiera, sino por la manera de gastarlos y la forma despreocupada de tratar de la vida humana. Era una especie de desprecio cínico al que aspiraba Cayo y que, para él, señalaba el más elevado nivel de cosmopolitismo; y, en este caso, estaba combinado con una maravillosamente fría sofisticación. Nunca en mil años habría podido tener él el coraje de exigir que los gladiadores pelearan desnudos; y ésa era una de las razones por las que iban a tener el espectáculo para su propia diversión en Capua, en vez de ir al circo en Roma.
En la playa de ejercicios los esclavos descendieron las literas. La playa de ejercicios era un lugar circundado por rejas de hierro, de cuarenta y cinco metros de largo por doce de ancho, cercado con hierro por tres lados y formando el cuarto lado las celdas de bloques de piedra en que moraban los gladiadores. Cayó comprendió que allí había un arte mucho más peligroso que el de adiestrar y mantener bestias salvajes; porque un gladiador no solamente era una bestia peligrosa, sino una que al mismo tiempo podía pensar. Una emoción deliciosa de temor y excitación lo sacudió al observar a los hombres en la playa de ejercicios. Había unos cien, cubiertos sus ijares con géneros y nada más; perfectamente afeitados, el cabello cortado casi a rape, y hacían sus ejercicios provistos de bastones y garrotes de madera. Entre ellos se movían unos seis adiestradores y ellos, al igual que todos los entrenadores, eran viejos veteranos del ejército. Los entrenadores llevaban una corta espada hispánica en una mano y una pesada manopla de bronce en la otra, y andaban cautelosa y cuidadosamente, nerviosos y alerta los ojos. Un manípulo del ejército regular estaba diseminado a intervalos en torno al lugar cercado, con sus pesados y mortíferos pilos imponiendo una extraordinaria disciplina. No era de maravillarse, pensó Cayo, que fuera tan alto el precio de la muerte de unos cuantos de aquellos hombres. Los gladiadores ostentaban una musculatura soberbia y tenían la gracia de una pantera en los movimientos. En líneas generales, eran de tres tipos, los tres tipos de luchador tan populares en Italia en aquellos días. Estaban los tracios —una clasificación de tipo profesional más que racial, ya que entre ellos había numerosos judíos y griegos—, que eran los que gozaban de mayor favor en aquel entonces. Luchaban con la
sica
, una daga corta y ligeramente curvada, el arma corriente en Tracia y en Judea, donde habían sido reclutados la mayoría de ellos. Los
retiarii
comenzaban precisamente su época de popularidad y luchaban con dos curiosas armas, una red de pescar y una larga lanza de tres puntas llamada tridente. Para esta categoría Baciato prefería a los africanos, hombres altos, negros, de largas extremidades, procedentes de Etiopía, y siempre los enfrentaba a los
murmillones
, una amplia categoría de luchadores que llevaban tan sólo una espada o espada y escudo. Los
murmillones
eran casi siempre germanos o galos.
—Obsérvalos —dijo Braco señalando a los negros—, son el espectáculo más notable y son los más hábiles, pero pueden volverse tediosos. Para ver lo mejor de lo mejor hay que ver a los tracios. ¿No le parece? —preguntó a Baciato.
El
lanista
se encogió de hombros.
—Cada cual tiene sus virtudes.
—Enfrénteme a un tracio con un negro.
Baciato lo miró un momento y luego sacudió la cabeza:
—No es equitativo. El tracio lleva solamente una daga.
—Yo quiero eso —dijo Braco.
Baciato volvió a encogerse de hombros, echó una mirada a uno de los entrenadores y le hizo señal de acercarse. Fascinado, Cayo observaba las líneas de los gladiadores mientras proseguían en sus precisos ejercicios. Cual si danzaran, los judíos y los tracios realizaban su trabajo con la daga, usando para ello pequeños bastoncitos y un escudito también de madera, mientras los negros tenían redes y largas lanzas de madera que en su apariencia no eran otra cosa que palos de escoba, y los enormes y rubios germanos y galos finteaban con espadas también de madera. Nunca en su vida había visto hombres tan en forma, tan ágiles, tan dotados de gracia, aparentemente tan incansables, como aquellos que ejecutaban esos pasos de danza, una y otra vez y otra más. Allí, a la luz del sol tras las barras de hierro, comunicaban hasta Cayo —hasta aquella pobre, retorcida y contaminada conciencia— un sentimiento de piedad por el hecho de que existencias tan espléndidas y vitales pudieran servir tan sólo para el matadero. Pero fue apenas un destello; nunca antes había experimentado Cayo tan intensa excitación ante la perspectiva de un evento futuro. El aburrimiento habíase posesionado de su vida cuando aún era un niño. Ahora no estaba aburrido.
El entrenador estaba explicando:
—La daga tiene solamente filo en un lado. Si la daga cae dentro de la red, el tracio está perdido. En la escuela lo consideramos un mal ejercicio. No es equitativo.
—Tráigalos —ordenó Baciato secamente.
—¿Por qué no con un germano?...
—¡Estoy pagando por ver tracios —insistió Braco fríamente—, y no me discuta!
—Lo has oído —dijo el
lanista.
El entrenador llevaba un pequeño silbato de plata colgado del cuello. Lo hizo sonar secamente tres veces y los gladiadores tomaron posición de descanso.
—¿Cuáles quiere? —preguntó a Baciato.
—Draba.
—¡Draba! —gritó el entrenador.
Uno de los africanos se volvió y caminó hacia ellos, arrastrando la red y la lanza. Todo un gigante, brillante su piel negra bajo el lustre de la transpiración.
—David.
—¡David! —gritó el entrenador.
Éste era un judío, delgado, con fisonomía de halcón, labios delgados y de expresión amarga y ojos verdes en un rostro bien rasurado, curtido por el sol. Sostenía la daga de madera con unos dedos que se contraían y extendían, y miró a los visitantes sin verlos.
—Un judío —dijo Braco a Cayo—. ¿Has visto alguna vez a un judío?
Cayo negó con la cabeza.
—Va a ser emocionante. Los judíos son muy hábiles con la
sica.
Es todo lo que saben en materia de combate, pero lo hacen muy bien.
—Polemus.
—¡Polemus! —gritó el entrenador.
Polemus era un tracio, muy joven y agradable y bien parecido.
—¡Espartaco!
Este se unió a los otros tres. Los cuatro hombres se quedaron allí, separados de los dos jóvenes romanos, del
lanista
y de los lecticiarios, por la reja de hierro de la playa de ejercicios. Al mirarlos, Cayo comprendió que se trataba de algo realmente nuevo, algo diferente y extraño y terrible dentro de sus propios términos. No se trataba sólo de la ceñuda y resentida masculinidad que evidenciaban —masculinidad que casi nunca existió en el círculo de sus amistades—, sino de la forma en que se reconcentraban frente a él. Eran hombres adiestrados para luchar y matar, no como luchan los soldados, no como luchan los animales, sino como luchan los gladiadores, que es algo completamente diferente. Estaba mirando a cuatro máscaras aterradoras.
—¿Les parecen bien? —preguntó Baciato. Ni aunque le costara la vida, Cayo habría podido responder o siquiera articular una palabra, pero Braco dijo fríamente:
—Sí, salvo ése de la nariz rota. No tiene aspecto de luchador.
—Las apariencias engañan —le hizo notar Baciato—. Éste es Espartaco. Es muy hábil, muy fuerte y muy rápido. Lo he elegido por una razón: es muy rápido.
—¿Con quién lo va a enfrentar?
—Con el africano —respondió Baciato.
—Muy bien. Espero que valga el precio —dijo Braco.
Así fue cómo y cuándo Cayo vio a Espartaco; aunque cuatro años más tarde había olvidado los nombres de los gladiadores y sólo se acordaba del sol, el olor y las emociones del lugar y del olor de los cuerpos de aquellos hombres chorreando sudor.
He aquí a Varinia, que yace despierta en la obscuridad y no ha dormido en toda la noche ni un solo instante; pero Espartaco, que yace junto a ella, duerme. ¡Qué profunda y totalmente dormido está! El suave fluir de su respiración, la inhalación y la exhalación del aire, que es el combustible que alimenta el fuego de su vida interior, es más regular que nunca, como todos los flujos y reflujos del mundo de la vida, y Varinia piensa en ello y sabe que cuanto está en paz y asido a la vida tiene la misma regularidad, se trate del movimiento de las olas, del transcurrir de las estaciones, o de la fricción del óvulo dentro de la mujer.
Pero ¿cómo es posible que un hombre duerma de ese modo, sabiendo lo que tendrá que enfrentar cuando despierte? ¿Cómo puede dormir al margen de la muerte? ¿De dónde procede su tranquilidad?
Muy suavemente, lo más suavemente posible, Varinia lo toca y roza su piel, su carne y sus miembros, mientras yace en la obscuridad. La piel es elástica y fresca y viviente; los músculos están distendidos; los miembros están sueltos y en reposo. El sueño es precioso; para Espartaco, dormir es vida.
(Duerme, duerme, duerme, mi adorado, mi amor, mi querido, mi bueno, mi terrible... Duerme. Duerme y conserva tu fuerza, hombre mío, hombre mío.)
Suave y cuidadosamente, todo su gesto es como un susurro. Varinia se aprieta contra él, de modo que su carne se una cada vez más a la de él, sus largos miembros apretados a los suyos, sus pechos en plenitud estrechándose a él, y finalmente su rostro tocando el suyo, mejilla contra mejilla, sus dorados cabellos desparramados cual dorada corona sobre él, mitigado ahora su terror por los recuerdos y por el amor, porque no es fácil que el temor y el amor aniden juntos.
(Una vez ella le dijo: «Quiero que hagas algo. Quiero que hagas algo de lo que hacemos en nuestra tribu porque creemos en algo». Él le sonrió. «¿En qué creen en vuestra tribu?» Ella le replicó: «Te reirás», y él respondió entonces: «¿Río yo acaso? ¿He reído alguna vez?». Entonces ella le dijo: «En la tribu creemos que el alma entra al cuerpo por la nariz y por la boca, mezclada con la respiración, poco a poco. Estás sonriendo». Y él le dijo: «No me río de ti. Sonrío ante las maravillosas cosas que cree la gente». A lo que ella respondió: «Es porque eres griego y los griegos no creen en nada». Él le dijo que no era griego, sino tracio, y que no era cierto que los griegos no creyeran en nada, sino que, por el contrario, los griegos creían en las mejores y más hermosas cosas que pueda creer la gente. A esto su respuesta fue que le tenía sin cuidado lo que creyeran los griegos, sino si él quería o no hacer lo que hacían en la tribu. ¿Iba a poner su boca junto a la suya y respirar y exhalar su alma dentro de ella? Y luego ella haría lo mismo con él y por los tiempos de los tiempos sus almas estarían unidas y serían una persona en dos cuerpos. ¿O acaso tenía miedo? Y a esto él le respondió diciendo: «¿Puedes imaginarte las cosas a las que yo pueda temer?».)