Son hombres de Alejandría, amargos, duros, y están aquí porque se les paga bien y porque obtienen un porcentaje sobre todo el oro que producen las minas. Están aquí con sus sueños de riqueza y ociosidad, y con la promesa de obtener la ciudadanía romana una vez que hayan servido cinco años en beneficio de la corporación. Viven para el futuro, cuando alquilen una vivienda en una casa de vecindad de Roma, cuando cada uno de ellos compre tres o cuatro o cinco muchachas esclavas para que duerman con ellos y para que les sirvan, y cuando pasen el día entero en los juegos o en los baños, y cuando se emborrachen todas las noches. Creen que viniendo a este infierno, anticipan su futuro paraíso terrenal; pero la verdad es que ellos, al igual que los guardianes de las cárceles, necesitan más del insignificante señorío sobre los condenados que el perfume, los vinos o las mujeres.
Son extraños hombres, producto único de los arrabales de Alejandría y hablan un lenguaje que es una jerga de arameo y griego. Hace dos siglos y medio que los griegos conquistaron Egipto y estos capataces no son ni egipcios ni griegos, sino alejandrinos. Lo que quiere decir que son versátiles en su corrupción, cínicos en sus apreciaciones e incrédulos de todo dios. Su codicia es grande pero barata. Se acuestan con hombres y duermen adormecidos por la droga del jugo de las hojas de Khat, que crece en las costas del mar Rojo. Tales son los hombres a los que observa Espartaco en la fresca hora anterior al amanecer, mientras los esclavos salen de las grandes barracas de piedra, echan al hombro sus cadenas y van hacia la escarpa. Ésos serán sus amos; y sobre él detentarán poder de vida y muerte; y por eso observa en busca de pequeñas diferencias, costumbres, maneras e indicaciones. En las minas no hay guardianes buenos, pero es posible que algunos sean menos crueles y menos sádicos que otros.
Observa cómo se apartan, uno a uno, para hacerse cargo allí donde están formando los esclavos. Aún hay demasiada obscuridad para poder distinguir sutilezas de rasgos o formas, pero sus ojos tienen práctica en tales cosas, y hasta en la manera de caminar y en el peso de un hombre existe algo que los define.
Está fresco y los esclavos están desnudos. Ni siquiera un jirón de género oculta sus lastimosos, inútiles órganos sexuales quemados por el sol, y allí están de pie tiritando y cruzando sus brazos en torno al cuerpo. La ira llega lentamente hacia Espartaco, ya que la ira no es productiva en la vida de los esclavos, pero piensa: «Podemos soportar todo menos esto, porque cuando no hay ni un pedazo de genero para cubrir nuestras partes, somos como animales». Y entonces revisa mentalmente: «No, menos que animales. Porque cuando los romanos se apoderaron de las tierras a que pertenecíamos y de las plantaciones en que trabajábamos, los animales quedaron en el campo y solamente nosotros fuimos enviados a las minas».
Ahora ha cesado el maldito redoble del tambor y los cuidadores desenrollan sus látigos y ablandan la tiesura del cuero de modo que el ambiente se llena de chasquidos y estallidos. Descargan sus látigos al aire, porque es demasiado temprano para descargarlos sobre la carne, y la pandilla avanza hasta el frente de las formaciones. Está más claro ahora y Espartaco puede ver el flaco niño que tirita a su lado y que deberá arrastrarse al fondo de la tierra para picar en la piedra blanca donde se encuentra el oro. Los otros tracios también ven, ya que se han reunido en torno a Espartaco, y algunos murmuran:
—Padre, oh padre, ¿qué clase de infierno es éste?
—Todo marchará bien —declara Espartaco; porque cuando a uno le llaman padre los suficientemente viejos como para ser padres de uno, ¿qué otra cosa se puede decir? De modo que dice las palabras que debe decir.
Todos los grupos se han ido hacia la escarpa y solamente ha quedado el desordenado grupo de los tracios. Queda una media docena de capataces, dirigido por uno de ellos. Avanzan hacia los recién venidos arrastrando los látigos, que dejan trazos sobre la arena. Uno de los capataces habla y pregunta en su jerga:
—¿Quién es vuestro líder, tracios?
Nadie responde.
—Es demasiado pronto para el látigo, tracios. Espartaco interviene entonces:
—Ellos me llaman padre.
Los cuidadores lo miran de arriba abajo y lo miden.
—Eres demasiado joven para que te llamen padre.
—Ésa es la costumbre de nuestra tierra.
—Aquí tenemos otras costumbres,
padre.
Cuando los hijos pecan, los padres son azotados. ¿Me oyes?
—He oído.
—Entonces oíd todos vosotros, tracios. Éste es un mal lugar pero puede ser peor. Mientras viváis, os exigiremos trabajo y obediencia. Una vez hayáis muerto, no os exigiremos nada. En otros lugares es mejor vivir que morir. Pero aquí podemos hacer que sea preferible morir que vivir. ¿Me entendéis, tracios?
Está saliendo el sol. Se los encadena y llevan sus cadenas hacia la escarpa. Allí se las quitan. La breve frescura de la mañana ya ha desaparecido. Se les entregan herramientas, picos de hierro, barrenos, barras. Se les muestra una veta blanca en la roca negra, en la base de la escarpa. Puede ser el comienzo de una vena; puede no ser nada. Deben extraer la roca negra y dejar al descubierto la piedra que contiene oro.
El sol se ha remontado en el cielo y el terrible calor del día comienza de nuevo. Picos y barras y barrenos. Espartaco enarbola un martillo. Cada hora hay medio kilo más de peso en el martillo. Es fuerte, pero nunca antes en su vida de trabajo hizo un trabajo como éste, y pronto cada músculo de su cuerpo se retuerce y gime bajo la tensión. Es muy sencillo decir que el martillo pesa más de ocho kilos; pero no hay palabras para describir las torturas de un hombre que enarbola y descarga tal martillo hora tras hora. Y aquí, donde el agua es tan preciosa, Espartaco comienza a sudar. El sudor mana de su piel, corre por su frente, y le cae en los ojos. Con toda la fuerza de su voluntad quiere que el sudor cese. Sabe que en ese clima, sudar es perecer. Pero el sudor no se detiene y la sed se convierte en un terrible, salvaje, doloroso animal dentro de sí.
Cuatro horas se han ido para siempre. Cuatro horas son una eternidad. ¿Quién mejor que un esclavo sabe cómo controlar los deseos del cuerpo? Sin embargo, cuatro horas se han ido para siempre y, cuando las botas de agua circulan entre los grupos, Espartaco siente como si muriera de sed, como lo sienten todos los tracios. Y extraen de las botas de cuero el verde y gorgoteante fluido bendito. Y entonces saben qué insensatez han hecho.
Así son las minas de oro de Nubia. Cuando es mediodía, la fuerza y el poder de trabajo han disminuido y entonces el látigo comienza a urgirlos. ¡Oh, qué gran maestría la de los capataces en el manejo del látigo! Pueden tocar cualquier parte del cuerpo, con delicadeza, suavemente, amenazadoramente, como una advertencia. Pueden tocar la ingle del hombre o su boca o su espalda o su frente. Es igual que un instrumento y puede ejecutar música en el cuerpo del hombre. La sed es ahora diez veces más intensa que antes, pero el agua se ha terminado y no se les proporcionará más hasta que termine la jornada de trabajo. Y un día así es una eternidad.
Y sin embargo termina. Todo termina. Hay un tiempo para comenzar y un tiempo para terminar. Una vez más redobla el tambor y la jornada de trabajo ha finalizado.
Espartaco deja caer el martillo y mira sus manos sangrantes. Algunos de los tracios se sientan. Uno de ellos, un muchacho de dieciocho años, se revuelca y cae sobre el costado, las piernas encogidas en apretada agonía. Espartaco se dirige hacia él.
—¿Padre... padre, eres tú?
—Sí, sí —dice, y besa al muchacho en la frente.
—Bésame entonces en los labios, porque me estoy muriendo, padre mío, y lo que queda de mi alma quiero dártela a ti.
Y Espartaco lo besa, pero no puede llorar, porque está seco y chamuscado como cuero quemado.
Así terminó Baciato su relato de cómo llegaron Espartaco y otros tracios a las minas de Nubia y cómo trabajaron desnudos frente a la negra escarpa. Le había llevado mucho tiempo el contarlo. La lluvia había parado. La obscuridad era profunda y total bajo el cielo plomizo, y los dos hombres, uno entrenador de gladiadores y el otro un soldado patricio afortunado que algún día llegaría a ser el hombre más rico de su tiempo, estaban sentados en la fluctuante zona que formaba la luz de las lámparas. Baciato había bebido una buena cantidad de vino y los fofos músculos de su cara se habían vuelto más flácidos. Era ese tipo de sensualista que combina el sadismo con una enorme capacidad de autoconmiseración e identificación subjetiva, y su relato de las minas de oro había sido hecho con mucha fuerza, color y también piedad, y Craso estaba emocionado, a pesar suyo.
Craso no era ni ignorante ni insensible y había leído el vibrante ciclo que Esquilo escribió sobre Prometeo, y vio algo de lo que significaba para Espartaco emerger de donde había estado hasta el punto de que Roma no tuviera fuerzas suficientes que reunir para hacerles frente a sus esclavos. Tenía una necesidad casi apasionada de comprender a Espartaco, de imaginarse a Espartaco..., sí, y de arrastrarse un poco dentro de Espartaco, por difícil que pudiera ser, de modo que el eterno enigma de su clase, el enigma del hombre encadenado que alcanza las estrellas, pudiera él despejarlo en algo. Miró a Baciato de soslayo y reconoció que en realidad era mucho lo que le debía a aquel hombre obeso y feo, y pensó en cuál de las desaliñadas sirvientas del campamento podía contarse para que compartiera su camastro por aquella noche. En líneas generales, tal lujuria no estaba dentro de la comprensión de Craso, cuyos deseos actuaban diferentemente, pero el comandante era meticuloso en cuanto al pago de pequeñas deudas personales.
—¿Y cómo escapó Espartaco de aquel lugar? —preguntó al
lanista.
—No escapó. Nadie escapa de un lugar así. La virtud del lugar está en la rapidez con que destruye los deseos de los esclavos de volver al mundo de los hombres. Yo compré a Espartaco allí.
—¿Allí? Pero ¿por qué? ¿Y cómo supo que estaba allí o quién era o cómo era?
—Yo no lo sabía. Pero usted piensa que mi reputación por los gladiadores es una leyenda, una ficción... Usted piensa que yo soy un gordinflón grasiento e inútil, que no sabe nada de nada. Pero, aun en mi profesión hay arte, se lo aseguro...
—Le creo —asintió Craso—. Cuénteme cómo compró a Espartaco.
—¿Está prohibido el vino en la legión? —preguntó Baciato, levantando en alto la botella vacía—. ¿O debo agregar la ebriedad a los motivos de desprecio que usted siente por mí? ¿O no se dice que el tonto suelta su lengua sólo cuando el alcohol la desata?
—Traeré más vino —respondió Craso, y se levantó y fue hasta el otro lado de la cortina, al cuarto de dormir, volviendo con otra botella. Baciato era su camarada, y Baciato no se preocupó por el corcho, sino que golpeó el cuerpo de la botella contra la pata de la mesa y llenó su copa hasta que se derramó.
—Sangre y vino —dijo, y sonrió—. Me gustaría haber nacido diferentemente y mandar una legión. Pero ¿quién sabe? Es posible que para usted el placer consista en ver pelear a los gladiadores. Yo estoy aburrido de eso.
—Ya veo suficientes combates.
—Claro, por supuesto. Pero en el circo hay un estilo y un valor que difícilmente pueden igualar ni sus propias matanzas en masa. A usted lo envían a que salve la suerte de Roma después de que Espartaco ha aplastado las tres cuartas partes del poderío de Roma. ¿Domina usted Italia? La verdad es que es Espartaco quien domina Italia. Sí, usted lo derrotará. No hay enemigo que pueda hacerle frente a Roma. Pero por el momento él tiene la ventaja. ¿Verdad?
—Sí —contestó Craso.
—¿Y quién entrenó a Espartaco? Yo fui. Nunca peleó en Roma, pero los mejores combates no se celebran en Roma. Carnicería es lo que le gusta a Roma, pero las verdaderas grandes peleas se realizan en Capua y en Sicilia. Yo se lo digo, no hay legionario que sepa pelear, completamente cubiertos con
galea, pectoralis y humeralia
, como un niño en la matriz blandiendo esos garrotes de ustedes. Vayan desnudos a la arena, con una espada en la mano y nada más. Sangre en la arena y se la huele cuando se camina por ella. Las trompetas suenan y los tambores redoblan y el sol lo ilumina todo y las damas agitan sus pañuelos de encaje y no pueden apartar la vista de esas partes que cuelgan desnudas frente a ellas, y todos se estremecen de emoción antes de que termine la jornada, pero sus propios órganos son los que salen afuera cuando es cortado el abdomen, y usted está allí gritando cuando sus intestinos se derraman sobre la arena. Eso es pelear, mi comandante... y para hacerlo bien, la gente normal no sirve Se necesita gente de otro origen, y ¿dónde se la encuentra? Estoy dispuesto a gastar dinero para ganar dinero, y envío a mis agentes a comprar lo que necesito. Los envío a lugares donde los hombres débiles mueren rápidamente y donde los cobardes se suicidan. Dos veces al año envío agentes a las minas de Nubia. Una vez fui allí personalmente... sí, y me bastó con esa vez. Para mantener una mina en explotación hacen falta esclavos. La mayoría sirve para un par de años, no más. Otros apenas sirven para seis meses. Pero la única forma provechosa de explotar una mina es usando esclavos rápidamente y siempre comprando más. Y como los esclavos lo saben, existe siempre el peligro de la desesperación. Que es una enfermedad contagiosa. De modo que cuando hay un hombre desesperado, un hombre fuerte que no teme al látigo y a quien otros hombres escuchan, no hay nada mejor que matarlo rápidamente y empalarlo al sol de modo que las moscas puedan alimentarse de su carne y todos puedan ver el fruto de la desesperación. Pero esa forma de matar constituye un derroche y no incrementa las ganancias de nadie, de modo que he hecho un arreglo con los capataces y ellos me guardan esos hombres para mí y me los venden a un precio razonable. Ellos se guardan el dinero y nadie se perjudica. De esos hombres salen buenos gladiadores.
—¿Y así fue como compró usted a Espartaco?
—Precisamente. Compré a Espartaco y a otro tracio llamado Gannico. Usted sabe que estuvieron muy en boga los tracios porque saben manejar muy bien la daga. Un año es la daga, al siguiente la espada, el otro año la
fuscina.
En realidad hay muchos tracios que nunca han tocado una daga pero la leyenda es ésa, y las damas no quieren ver dagas en las manos de nadie más.
—¿Usted lo compró personalmente?