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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (4 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Las palabras podían haber sido dichas por Berry, ya que Berry comprendía estas cosas, y Asineth apenas adivinaba lo que querían decir.

—¿Qué importa? —dijo el Rey con pesar—. Tú pronunciaste las palabras, el Rey las escuchó y tuvo que actuar. Berry debió morir y ahora la echo de menos. Ojalá hubieses muerto al nacer, llevándote a tu madre contigo. Juro por el Venado que eso es lo que siento. Lo juro por las Dulces Hermanas. Y ahora márchate, niña.

Ella se fue. Hasta ese momento había sido la única persona en todo Burland que no temía al rey Nasilee. Ahora ya no quedaba nadie que no le temiese, ya que era el Rey, y con una palabra podía acabar con cualquiera.

LA LECCIÓN DE ASINETH SOBRE LA INJUSTICIA Y LA MISERICORDIA

Era el tiempo de Palicrovol.

El terrible rebelde había alzado a todo el pueblo de Burland contra el Rey. Con ese traidor de Zymas había derrotado a ejército tras ejército, no en batalla abierta sino cortándoles los suministros, separando las formaciones, seduciendo a los soldados, a las tropas, a los ejércitos enteros para que desertaran y sirvieran a Palicrovol. Ahora, por fin, después de quince años de una contienda que jamás había llegado a las armas, el ejército de Palicrovol estaba a las puertas de Esperanza del Venado, la ciudad principal sobre el Burring, la capital. Y Nasilee alzó la mirada y no encontró ayuda.

Durante los últimos diez años las recaudaciones de tributos habían decaído constantemente. Primero cesaron en las regiones distantes, y finalmente se redujeron a la nada. El comercio de la misma capital había menguado, ya que Palicrovol había construido una carretera en el oeste y obligado a todo el tráfico fluvial a viajar por tierra, pese a subir los precios. Esperanza del Venado pasaba hambre, y la gente huía. Ahora Nasilee aguardaba tras los muros impenetrables; observaba a Palicrovol, un Enviado de Dios, congregar sus blancos pabellones rodeado de cien hombres cada uno, hasta que la tierra pareció la nívea espuma de las olas en el mar.

Asineth también esperaba. Observaba a su padre consultar a los hechiceros, a los pocos que quedaban. Lo observaba merodear por las semivacías habitaciones de palacio, asaltado por el conocimiento de su propia muerte. Todos sabían que los muros de Esperanza del Venado no podían ser franqueados. Tenían kilómetros de largo, metros de altitud y grosor; los pocos soldados que Nasilee había dejado podían resistir al ejército de Palicrovol; aun con el traidor Zymas a la cabeza.

Pero Asineth tenía miedo. Ya tenía edad suficiente, doce años, y la feminidad brotaba fresca en ella. Suficiente para saber que su padre era un hombre malvado, que el pueblo tenía razones para odiarlo. Asineth sabía que Palicrovol era amado por todos, ya que incluso los sirvientes de palacio, cautos como eran, hablaban en voz baja y con anhelo de la libertad y la prosperidad que Palicrovol llevaba a las tierras que conquistaba. Asineth temía que los soldados de su padre lo traicionaran y abrieran las puertas a Palicrovol. Y

por eso oraba a las Dulces Hermanas. Llevó la sangre de la luna consigo al altar de las mujeres en el lugar secreto, y dijo:

—Que el corazón de estos hombres sea leal a mi padre, para que nos salvemos del enemigo.

La mañana que siguió a la noche en que quemó sangre a las Dulces Hermanas, las puertas de la ciudad se abrieron de par en par y los soldados de los muros exteriores alzaron la bandera blanca del Dios de Palicrovol. Corría la voz de que Zymas se había presentado ante ellos por la noche, solo y desarmado, y que con sus palabras estremecedoras se había ganado sus corazones.

Asineth fue con cuatro guardias fornidos al altar de las Hermanas, donde ningún hombre había posado los pies anteriormente, y les ordenó que hicieran añicos el santuario. Lo destrozaron de cuatro mazazos. El sólido altar de roca estaba hueco. Como un cuenco pequeño, contenía aguas antiguas que habían estado allí desde que el mundo brilló por vez primera sobre la punta del Asta del Venado. El agua se derramó sobre el suelo, y Asineth pisoteó el liquido y lo embarró con su zapato.

—Os odio —dijo a las Dulces Hermanas.

Ahora el ejército de Palicrovol había tomado la mismísima ciudad de Esperanza del Venado. Corría la voz que Palicrovol había cambiado el nombre de la ciudad. Ahora se llamaba Inwit, y la mitad de sus soldados estaban construyendo un inmenso templo a su Dios. Prohibió ofrendar sangre al templo del Venado.

Esto proporcionó a Asineth alguna esperanza. Aun cuando el Venado fuera un dios extraño para ella, como para todas las mujeres, estaba segura de que el Ciervo la escucharía. ¿No eran aliados, ahora? ¿Acaso Palicrovol no era su enemigo común?

Entonces oró al Venado, para que fuera un escudo en torno de los muros del castillo. Ya

no había peligro de traición: sólo quedaban unos pocos guardias y el rey Nasilee tenía las únicas llaves que abrían las puertas desde donde se podía levantar la reja o liberar el portón trasero. Pero Palicrovol tenía a Furtivo, el mago más grandioso del mundo, y él era capaz de hacer lo que a cualquier hombre le resultaría imposible. Por eso Asineth oró al Venado para que los protegiese.

Y por la noche, mientras oraba al Venado para que protegiera a su padre y a si misma, escuchó un ruido imponente, como si mil árboles se partieran durante la tormenta, y supo de inmediato lo que significaba. El inmenso portal del castillo había sido derribado por hechizo de Furtivo, y ya no había nada que pudiese detener a Palicrovol.

Asineth corrió por el laberinto de palacio en busca de su padre. Se fijó en todos los recovecos, pero no conocía a su padre tan bien como creía. No estaba en ningún escondite. De modo que lo encontró al mismo tiempo que los soldados, en la Cámara de las Preguntas.

—¡Padre! —exclamó.

—¡Imbécil! —le gritó—. ¡Huye!

Pero los soldados la reconocieron de inmediato y la atraparon, y la retuvieron hasta que llegó Palicrovol.

“Te odio, Venado”, dijo Asineth sin palabras.

Entraron en la Cámara de las Preguntas antes de que transcurriera una hora: Palicrovol, alto y fuerte, con la luz de Dios en el rostro, o al menos con la luz del triunfo.

Zymas, el traidor, con los brazos y las manos de un buey y el reflejo de la batalla en los ojos negros. Furtivo, macilento y espectral, de piel blanca, cabello blanco y ojos rosados, deslizándose como la neblina sobre el suelo.

—Debe morir como murieron miles de personas —exclamó Zymas—. Sentadlo desnudo sobre una estaca y que la gente escupa sobre su rostro mientras grita en su agonía.

—Debe ser quemado —dijo Furtivo—, para que el poder de su sangre regrese al mundo.

—Es un rey y morir como tal. —Palicrovol desenvainó la espada—. Dale la tuya, Zymas.

—Palicrovol —advirtió Zymas—, no debes asumir este riesgo.

—Palicrovol —avisó Furtivo—, no debe manchar tus manos con su sangre.

—Cuando los trovadores canten que he derrotado a Nasilee —dijo Palicrovol— será verdad.

Asineth vio cómo su padre tomaba la espada que le daban. No intentó luchar, habría sido indigno. En cambio, se puso en pie con la punta de la hoja en lo alto. Palicrovol blandió su espada dos veces contra la del contrincante, tratando de hacerle retroceder, pero Nasilee no cedió un palmo. Entonces Palicrovol tiró una estocada al pecho del rey y le atravesó el corazón. Asineth vio cómo la sangre de su padre corría jubilosa por la espada de Palicrovol y humedecía sus manos, y escuchó los vitores de las huestes.

En ese momento ella avanzó un paso.

—Soy la hija del Rey —dijo con una voz que, por ser tan endeble e infantil, sonó aún más poderosa.

Todos enmudecieron y la escucharon.

—Mi padre el Rey ha muerto. Según todas las leyes de Burland, a partir de este momento soy la Reina. Y el Rey será el hombre a quien despose.

—El Rey —dijo Zymas— es el hombre a quien obedecen las tropas.

—El Rey —aseguró Furtivo— es el hombre claramente favorecido por los dioses.

—El Rey —afirmó Palicrovol— es el hombre que te despose. Y yo me casaré contigo.

Asineth se armó de desdén, y le respondió:

—Te desprecio, conde de Traffing.

Palicrovol asintió, como si hiciera honor a su veredicto a costas de su honra.

—Como quieras —concedió—. Pero jamás pedí tu consentimiento. —Se volvió a uno de los sirvientes que se inclinaba bajo la mirada de los soldados—. ¿Esta niña es ya mujer?

El sirviente vaciló, mientras Asineth replicaba por si misma.

—¿Por qué no me lo preguntas a mi? No he de mentirte.

Al oír estas palabras, el rostro de Palicrovol se iluminó, como si recordara a alguien.

—Conocí a otra mujer que no mentía. Dime, entonces, Reina Asineth. ¿Ya eres mujer?

—Desde hace tres meses —contestó Asineth—. Ya tengo edad para desposarme.

—Entonces, te casarás.

—Pero jamás contigo.

—Ahora. Y conmigo. No permitiré que digan que reino sobre Burland sin derecho.

La vistieron con un traje de novia confeccionado para una doncella ocho generaciones atrás. Jamás había sido usado, pues la niña había fallecido de una peste antes de la boda. Llevaron a Asineth en un carro de prisioneros por las calles de Inwit, y rezó mientras diez mil personas se burlaban de ella y la maldecían, aunque jamás les había hecho el menor daño.

Oró al único dios que le quedaba, al Dios de Palicrovol, cuyo templo se elevaba en el extremo sudeste de la ciudad.

—Dios —le dijo—. Tu triunfo es absoluto. Yo también desprecio a las Hermanas y al Venado. Ten misericordia de mi, Dios. Déjame morir sin desposar a este hombre.

Pero no ocurrió el milagro: ningún cuchillo inadvertido estuvo a su alcance; ningún precipicio se abrió ante sus pies; no cruzó aguas más profundas que las del contenido de una urna. No podía cortarse el cuello, ni saltar, ni ahogarse. Dios no tenía misericordia para con ella.

La imagen del Venado había sido derribada de su sitio en el Templo y ahora se alzaba destartalada frente al Salón de los Rostros. Miles de generaciones de magos habían montado el lomo del Venado para orar por Burland y ofrecer la sangre del poder. Ahora sólo Palicrovol estaba allí, esperándola, vestido con la corta túnica del desposado. No habría Danza de la Descendencia, nada de ritos. Estaba claro a los ojos de cualquiera que Palicrovol pensaba consumar su matrimonio ante la vista de diez mil testigos, para que luego nadie pudiera decir que no había sido el esposo legitimo de la hija del Rey.

Asineth había sabido durante toda su vida que como hija del Rey, el Reino era su cuerpo, y que el hombre que la poseyera poseería Burland. Lo que no había pensado era que como hija del Rey, por encima de todas las leyes y costumbres, ahora no tenía protección. No había ley que señalara que una niña de doce años no podía ser deshonrada públicamente por un esposo al que no amaba, si era hija del Rey. No había usanza según la cual la gente pudiera volver la mirada avergonzada ante semejante crueldad para con una niña… no si la pequeña era la hija del Rey.

Introdujeron por la fuerza un anillo en el pulgar de su mano izquierda: fue el único gesto amable hacia ella de parte de Palicrovol en ese momento, nombrarla Belleza el día de su boda. También vio que él tenía su anillo en el pulgar de la mano derecha, lo cual significaba fortaleza.

—Ahora todos sabrán lo poderoso que eres —le dijo—, al conquistar a un enemigo tan peligroso como yo.

El no respondió. Sólo la miró.

Ataron a sus manos tablillas acolchadas, y quedaron tan pesadas e inmanejables que apenas podía levantarlas. Le pusieron una mordaza con espinos en la boca, de modo que apenas la tocaba con la lengua o trataba de apretar los dientes en ella se lastimaba dolorosamente. Luego la alzaron y la montaron sobre el lomo del Venado, y delante de todos los ciudadanos y soldados de Inwit su esposo pronunció las palabras del juramento, y luego hizo jirones su ropaje. Asineth sintió la brisa sobre su piel desnuda como si fuera el dardo de diez mil miradas. Soy la hija del Rey, y tú me has desnudado indefensa entre el vulgo. A mi padre le has concedido la dignidad de morir como un Rey, pero a mi me degradarás como ni siquiera se deshonra a la peor de las prostitutas. Asineth jamás había conocido semejante vergüenza en toda su vida, y deseaba morir. Pero su virginidad era Burland y Burland seria de él. Zymas el traidor tomó las ropas de Palicrovol. Furtivo lo ungió para el tálamo nupcial. Y mientras lo ungían, Palicrovol miró a la niña a quien

pensaba despojar de cuanto tenía y vio en su angustia qué terrible era lo que debía hacerle, pero por el bien del reino no rehusó su deber.

Porque era la hija del Rey, ella le sostuvo la mirada. Esos imbéciles boquiabiertos verían como se mancilla a una princesa, mas no la verían someterse. Mordió salvajemente los espinos de su mordaza, con la esperanza de ahogarse en su propia sangre, pero eran demasiado delgados para abrir el flujo caudaloso que necesitaba, y muy a su pesar se encontró tragando su propia sangre.

Entonces ella vio la compasión en su rostro y comprendió por vez primera que él no era ningún monstruo de poder sino un hombre; y si era un hombre, entonces era un animal; y si era un animal, era prisionero de su cuerpo. Palicrovol no tenía el poder de un dios, ya que los dioses no son misericordiosos, aunque si débiles o maliciosos. Palicrovol tenía el poder de asegurar que ella estuviese viva cuando él irrumpiera en su recinto secreto y dejara su huella de baba. Pero ¿acaso ella no tendría el poder que Berry le había enseñado: hacer que este hombre la recordara? Comenzó a mover su cuerpo de niña como había visto moverse a Berry. Vio la sorpresa de Palicrovol y luego sus ojos, llenos de… deseo. Su movimiento era tan sutil que no podía ser visto por nadie excepto Palicrovol; pero una vez que reparó en él, no pudo ver nada más. Asineth no se sorprendió de su fascinación: había aprendido de Berry y Berry era la perfección.

Palicrovol tembló al poseerla, y Asineth ignoró el dolor y trató de valerse de él como Berry le había dicho que una mujer debe usar a un hombre si desea ser recordada.

Cuando él terminó por fin, se puso en pie, con la sangre de ella brillando en su cuerno triunfal, y Asineth vio cómo depositaban sobre su cabeza la Corona de Asta, y sobre sus hombros, el Manto del Venado. Su mirada era distante, y sus rodillas flaqueaban. Y ella supo que lo había conmovido. Pensó que él temblaba por el recuerdo de su cuerpo, tal como los hombres se habían estremecido por Berry.

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