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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (9 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—¿Mujer, cómo te llaman?

En su mirada no había afecto ni deseo. No fingiría que era hermosa ni joven, pues no era ni lo uno ni lo otro. El vientre caía flojo por debajo de sus faldas, los muslos eran macizos y los senos colgaban vacíos como las ubres de una vaca vieja. Lo que el Venado une es lo que jamás se uniría sin su intervención. Hermosa o no, sin duda él deseaba lo mismo que ella y tanto como ella.

—Soy Capullo —le dijo, dándole su nombre secreto de mujer, aun cuando él era un hombre: el Venado lo había conducido hasta allí.

—¿El bosque te ha entregado a mi?

—Tengo esposo —respondió—. No he de ser tuya.

— Para su sorpresa, él se mostró irritado, y retrocedió un paso, como si su condición de desposada fuese un obstáculo para él.

—Hombre —lo detuvo—. Yo no he de ser tuya, mas ¿acaso tú no serás mío?

—Si —repuso—. Si lo seré. Si.

La poseyó como el ciervo monta a la hembra, y ella gritó con el placer y el dolor que causa tomar y entregarse. El depositó en ella la simiente de un hijo, y luego le besó la espalda, por detrás de la matriz.

—Sólo Dios dirá qué ha de salir de todo esto —le dijo.

Pero ella apenas gimió y quedó tendida sobre la ribera, desnuda, sin siquiera volverse para mirarlo mientras él se hundía otra vez en la corriente y se alejaba nadando. Dios no lo había traído hasta allí. ¿Acaso no lo sabia? No, no seria Dios sino el Venado quien dijese qué saldría de eso; la sangre del Venado, la sangre que fluía de su vientre aunque no era virgen, como si él la hubiese perforado secretamente con su cuchillo. Oh, Palicrovol, yo haré que lo que hayas sembrado en mi sea más fuerte que tú. más grande y más fuerte. Nueve hijos he parido con vida, y los nueve han sido de mi esposo. Pero este no es de él. Es mío. Lo llamaré Orem, ya que la mañana en que fue concebido el agua cayó como plata del cuerpo de su padre.

7
EL NACIMIENTO DEL HIJO DE PALICROVOL

Estos son los signos que se produjeron cuando nació Orem el Carniseco, llamando el de Banningside, llamado el Reyecito.

LOS SIGNOS DE LA MADRE

Mientras yacía en su lecho de parto, y sus ojos se mecían con ese dolor que jamás se atenuaba por más veces que lo hubiera experimentado, Molly vio a la comadrona alzar al niño, y bajo la luz de la primera mañana que fluía por la ventana de su casa que miraba al este, el pequeño refulgió con un tinte plateado ante sus ojos, cubierto por la sangre y la viscosidad del alumbramiento. Plateado como el agua que cayó de la boca del venado.

Lo sostuvo, le canturreó y le habló mucho antes de que el pequeño siquiera pudiese comprenderla. En silencio, le dijo de todas las formas posibles: “Tú eres el hijo del Rey, pequeño mío; has nacido para ser grande.” Las palabras jamás fueron pronunciadas, mas el crío comprendió. A los ocho meses ya sabia caminar, y eso porque no se le ocurrió que fuese incapaz de hacerlo. Habló claramente desde su primera palabra, esperando ser comprendido dijese lo que dijese. Qué niño más listo, le decían a Molly todas las vecinas.

Pero por dos razones no le agradaba lo que decían. En primer lugar, sabían que también se comentaban otras cosas, ya que el niño no se parecía al gigante rubio que tenía por esposo. Y en segundo lugar, estaban sus propios miedos y temores. Pronto supo que cuando su séptimo hijo estaba a su lado perdía todos sus sutiles poderes. Sus hechizos para preparar los alimentos de nada servían cuando él se hallaba en la casa, por muchos ratones muertos que desangrara sobre el fogón. Su magia con la rueca no formaba ningún motivo en los hilados cuando el niño observaba su labor. Allí estaban libres los picaros espíritus del hogar, allí donde antes habían estado bien atrapados con la rienda más firme de todo High Waterswatch.

Pero lo peor era cuando ella hacia las señales que ocultaban sus pasos de los ojos mortales mientras se encaminaba hacia el bosque. Él siempre la seguía, siempre podía

verla a pesar de la sangre que derramaba de su propio dedo. ¿Qué me han enviado las Dulces Hermanas?, se preguntaba atemorizada. Pero no era Dios ni las Hermanas; lo sabia pues el Venado también la había encontrado en su escondite y Orem era hijo del Venado. Estos fueron los signos de la madre y en lugar de sentir amor por su hijo no tardó en sentir miedo, ya que él la había hecho ser débil, y antes había sido poderosa a su manera, menuda y vegetal.

LOS SIGNOS DEL PADRE

Cuando Molly estaba en su lecho de parturienta, su esposo Avonap aguardó impacientemente en la otra habitación. Otras nueve veces había aguardado de ese modo, con sus seis varones y sus tres niñas. En nueve ocasiones había sentido idéntica impaciencia. Mujer, los campos aguardan, quería gritarle. La tierra me llama. ¿No sabia acaso cómo era la labor del granjero?

Con la tierra, como con la mujer, su tarea era arar, plantar la semilla, cuidar y cosechar.

Pero el maíz no le exigía sentarse y aguardar en la otra habitación hasta que el grano madurara en silencio. No. Madurar, dar fruto, esas eran cosas que dependían de Dios dador de vida, o de las Dulces Hermanas, después de las señales de la mujer, que no se atrevía a despreciar. Su quehacer concluía con el suelo sin abrir, con el maíz sin madurar, con las mazorcas sin atar. Pero nada tenía que ver con esperar… ¿con esperar qué esta vez? ¿Una hija a quien casar? ¿Un hijo a quien criar en el desencanto? Cinco veces había tenido que decirle a un hijo de sus entrañas que los campos jamás serian suyos, y cada una de las veces había sentido odio a sus espaldas, con la hoz en la mano y desasosiego. No era que les temiese; pero en el corazón de Avonap había una debilidad oculta: amaba a sus hijos y quería ser amado por ellos. Nada que no se hubiera escuchado antes en un hombre, pero tampoco algo de lo que uno pudiese enorgullecerse.

A nadie le hablaba de esto, pero cuando sentía el calor de su ira como el aliento sobre la espalda sudorosa pensaba: Si, si, me odian; si, estoy perdido.

De modo que cuando la partera salió de la habitación y anunció “Un varón”, se quedó atónita por la expresión sombría de su rostro. Sin embargo, supo que faltaba lo peor. Ya que Avonap era uno de los gigantescos granjeros rubios de High Waterswatch que había hecho ganar al lugar el apodo “Tierra de los Hombres de Paja”, y el niño que le acercaron no tenía la cabeza blanquecina de todos los demás hijos de Molly. El niño era rojo y amoratado, más largo y delgado que los demás, y lo peor fue la conmoción del copete negro en la coronilla. El niño gemía lastimosamente, pero al verlo Avonap no sintió compasión.

—Es una criatura suplantada —murmuró Avonap, y la comadrona hizo un círculo sobre la tela del pañal.

¿Suplantada? Oh, no, no era obra de los duendes ni de Sebastit el merodeador. Temió que fuese algo peor. Vio al niño y soñó con las torres del oeste, donde los hombres son delgados y de cabello oscuro, y donde las mujeres son de tez nívea y cabellos de ébano.

Soñó con uno de estos occidentales llegando de algún modo al oeste. En el ejército, sin duda. Soñó con una torre que miraba al oeste, y con Molly encaramada en lo alto, peinando su larga cabellera rubia para que pendiera y ocultara el rostro del soldado que trepaba hacia ella. Soñó con el volcán que había visto en erupción durante su juventud, en su único viaje a Scravehold. Y odió al niño. Dejádselo a su madre, pensó. Sea lo que fuere, y sea quien fuere su progenitor no es nada mío, nada de mi, y por una vez me alegra no compartir mis tierras con él.

Pero el tiempo vence todas las cosas, incluso a los hombres rubios y gigantescos que labran las tierras, los valles y las riberas de High Waterswatch.

En primer lugar, pronto comprendió con claridad que Orem seria su último hijo de Molly y recordó el dicho:

El último de diez, si tiene vida plena

es la abeja más rica de la colmena,

quien la tumba del mendigo abre,

y el ladrón del amor de su padre.

En segundo lugar, estaba la cuestión del cabello del niño. Desde luego, era un niño criado por mujeres, y por ello había cierta tontería en que lo lavasen y peinasen más de lo que debe serlo un varón. Pero a veces, cuando Avonap veía al pequeño durante la cena, con el ceño fruncido ante el plato, veía bajo la luz de la fogata un destello de oro rojizo en el cabello oscuro del niño y advertia en el rostro blancuzco y pálido lo que había estado ausente en todos sus otros hijos e hijas: la gracia de la joven Molly, el premio más grande que había conseguido en toda su vida. Y de pronto, un día se encontró queriendo al niño.

En tercer lugar y esto si fue importante, pronto notó que a pesar de que Molly se ocupaba por completo del pequeño, también lo apartaba. No le permitía jugar cerca del hilado, no le permitía ayudarla con el fogón. Con frecuencia lo veía entreteniéndose con juegos extraños durante el verano, al socaire de la casa. No estaba en los recintos protegidos de la madre ni afuera, en los campos del padre, donde los hombres sembraban trigo y centeno torrado bajo el fuego del sol.

Fue así que un día, por azar el cuarto cumpleaños de la joven vida de Orem, Avonap dejó caer su azada al ver al niño y se encaminó hacia donde estaba jugando.

—¿Qué haces? —quiso saber el padre.

—Hago ejércitos en la tierra —respondió el hijo.

—¿Qué ejércitos?

Y el niño señaló con la punta de su vara el sitio donde se alzaba el ejército de Palicrovol, una serie de círculos ocultos tras las malezas o atrincherados en lo alto de montículos de dos centímetros de altura.

—Y aquí —señaló el pequeño— está la ciudad de Inwit, la capital de Palicrovol, que hoy reconquistará.

—Pero no son más que círculos sobre la tierra —razonó Avonap—. ¿Por qué no estás dentro con tu madre?

—Me manda afuera cuando tiene cosas que hacer. Trabaja mejor cuando no hay niños a su alrededor.

¿Qué vio Avonap en el rostro del pequeño? El rostro de Molly, sin duda; y tal vez sintió el viejo anhelo Por su mujer joven. Pero más que eso, pues Avonap tenía corazón sensible. Vio a un niño que no era bien acogido en ningún lado. Ni en el mundo suave, apacible y protegido de las mujeres, ni en el mundo de trabajo escabroso y áspero de los hombres. Avonap sintió lástima del pequeño. Un niño debe ser fuerte, rubio y vigoroso; y este niño extraño no era nada de eso. Pero un niño también debe tener una sonrisa a flor de piel. Cuando su hijo era muy pequeño había sonreído así, pero ya nada quedaba del tierno gesto. Y sin duda algo debía poder hacer para remediarlo.

—Entonces, ya que no tienes nada que hacer aquí, ¿por qué no vienes conmigo?

Y el regocijo en la mirada del niño fue suficiente para el padre. Desde ese momento en adelante ni su cabello oscuro ni su fragilidad fueron barreras entre ellos. Ni pensó más en niños cambiados, ni en hijos bastardos. Avonap hizo con Orem lo que no había hecho desde que el mayor era pequeño. Algunos decían:

—El Pequeño Orem es el hijo de la vejez; miren cómo surge el retoño amado de la corteza del árbol añoso…

Y es que eso parecía: que Orem crecía del hombro de su padre, o que brotaba de la tierra al lado de él, enlazado por el tallo, enlazado por la mano. En follaje y raíz fue hijo de su padre.

Estos fueron los signos del padre.

EL SIGNO DEL HIJO

¿Y qué hay de los otros cuentos que contaba el populacho? ¿De cómo la Reina Belleza lloró toda la noche cuando nació Orem? ¿Y de cómo Enziquelvinisensee Evelvinin despertó y por esa única noche vio hermosa su imagen en el espejo? ¿De cómo el mismo Palicrovol se sintió henchido de poder la noche en que nació Orem, y se plantó de pie a las puertas de su tienda, desnudo y cuan largo era, pleno en el alumbramiento de su hijo bastardo? ¿De cómo las estrellas cayeron, y los lobos se aparearon con las ovejas y los peces echaron a andar, y las Dulces Hermanas se aparecieron ante las monjas del Gran Templo de Inwit?

Tales relatos fueron concebidos para que el Relato tuviera más magia. Ni Orem, ni Molly, ni Avonap sospecharon qué había sido fraguado en el mundo. Sólo hubo estos signos: los signos de la madre quien primero amó al niño y luego le temió; los signos del padre, quien primero odió al niño y luego lo amó. Y el signo del niño.

Este fue su signo: a menudo seguía a su madre hasta su caverna a orillas del río, donde los árboles eran tan altos que se arqueaban a ambos lados del Banning, que allí corría hondo y veloz, de tal forma que sólo una luz verdosa tocaba las aguas, y todo rebosaba por el poder que las mujeres llamaban Hermandad, y los hombres, Dios. Y allí, una vez la observó bañarse a orillas de la corriente encabritada, y vio hundirse en las aguas sus senos y su vientre caídos y flojos y vio aparecer un gran ciervo, con una cornamenta de cien puntas, escudriñando por entre las hojas, mirando. Lo vio por un instante. Y luego apartó la vista y cuando volvió a mirar el venado ya no estaba. Entonces no se preguntó qué significaría; entonces sólo temió por un instante que su madre desnuda y vulnerable pudiese estar en peligro ante la bestia. No sabia que el Venado ya la había penetrado una vez, tan hondo como podía penetrarse a una mujer. Y ése fue el signo del hijo.

8
LA CASA DE DIOS

He aquí el relato del único milagro auténtico de la niñez de Orem, y de cómo llegó a ser clérigo.

EL SÉPTIMO HIJO VARÓN DE AVONAP

Debido a que Avonap amaba a su séptimo hijo varón, trató de alejarlo de la granja tan pronto como le fue posible. No era bueno para un hijo tardío quedarse mucho tiempo en la granja, ya que cuanto más crecía más comía, y más sentían los hijos mayores que la herencia se malgastaba, o acaso que era amenazada por ese hijo a quien el padre amaba más. Estos hijos de la vejez solían morir de extraños accidentes. Avonap no tenía motivos para pensar que Orem estaría a salvo.

Intentó que Orem ingresase como soldado por intermedio de un hombre tuerto de la aldea que una vez había sido sargento en el ejército de Palicrovol, pero Orem era de constitución muy endeble, demasiado bajo de estatura para portar las armas. Y no quedó más remedio que entregar el niño a Dios.

Orem tomó la noticia con agrado. Veía que a su padre le afligía el hecho de su partida, y eso le hacia sentir bien. También veía que a su madre le aliviaba su marcha y esto le hirió tanto que ya no deseó quedarse.

De modo que a los seis años se llevaron a Orem a lomos de un burro hasta el pueblo de Banningside, y le pusieron en manos de los clérigos de la Casa de Dios.

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