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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (8 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—Oh, Zymas, quédate —dijo Belleza—. El día no habría sido completo sin ti.

Zymas no se detuvo a escuchar a ninguno de los dos. Siguió caminando implacablemente hacia Belleza, con la espada en lo alto. Estaba casi sobre ella y todos sintieron la fugaz esperanza de que tal vez la acción directa de Zymas fuera el antídoto contra esta repentina enfermedad que se había cernido sobre el mundo. Pero no. De pronto su cabello se tornó gris plata, y el rostro se colmó de años y arrugas. La espada cayó de sus dedos sarmentosos y artríticos y el hombre se tambaleó endeble bajo el peso de la armadura.

—Zymas, tan temerario, tan valiente, ha muerto —anunció Belleza—. En su lugar, el capitán de la guardia de mi palacio, Pusilánime. Lo llamaré así, y para todos ser Pusilánime.

Porque fue tan cobarde que tuvo miedo de una mujer.

Belleza miró a su alrededor, a todos los que había detestado durante tanto tiempo y sonrió. En su gesto había genuina hermosura, y la Princesa Flor supo que cuando ese rostro había sido suyo jamás tuvo tal expresión de éxtasis.

—Pusilánime, Urubugala y Comadreja. Mi fortaleza, mi ingenio y mi hermoso rostro.

Siempre os tendré a mi lado, Capitán, Bufón y Doña Doña. Seréis las gemas de mi corona. Y fuera de Inwit, donde deberá morar eternamente, estará Palicrovol, rey de Burland, siempre recordándome, siempre deseándome. Y si alguna vez comienza a sentir pena de si mismo, puede acordarse de vosotros, e imaginar lo que os estaré haciendo, y eso le alegrará inmensamente.

Fue hasta el tembloroso Palicrovol, y posó su mano delicadamente sobre su cintura. Él lanzó un grito, se arrojó hacia ella y cayó sin sentido.

—Lleváoslo de aquí —dijo Belleza.

Y los horrorizados e impotentes testigos de la escena la obedecieron y lo retiraron de palacio. Lo sacaron de Inwit por el Portal del Oeste.

Fuera de la ciudad aguardaban unos pocos de sus hombres más valientes, quienes vistieron su cuerpo desnudo y lo llevaron lejos de allí. Una monja que pasó por el lugar predijo que el hombre que mataría a Belleza entraría por la misma puerta. Y por esta razón Belleza hizo sellar el portal, y nunca más lo volvió a usar.

Al cabo de un tiempo notablemente breve, la ciudad de Inwit regresó a su vida normal y llegó a estar aún mejor que antes. Todas las leyes de Palicrovol siguieron vigentes, y todas las libertades por él conferidas permanecieron intactas. Belleza gobernó en su ciudad con tal gracia que la gente no reparó en el cambio de monarcas. Y su corte se convirtió en un sitio resplandeciente, que los reyes de otras naciones visitaban con gran placer. Pronto aprendieron que no debían visitar a Palicrovol en persona, ya que si le rendían los honores que se le debían en calidad de Rey de Burland, desarrollaban las infecciones más molestas. De modo que debían enviar embajadores, que pronto aprendían a maldecir a Palicrovol cada vez que hablaban de él para eludir las pestes que de otro modo les azotarían.

Belleza gobernó en Inwit, y así comenzó el exilio de Palicrovol. Pero a medida que los años pasaron supo que su venganza era hueca e incompleta. Porque a pesar de todos sus insultos no logró cambiarte a ti, ni pudo cambiar a tus tres amigos cautivos. Pudo alterar nuestra carne, y llenar nuestras vidas de humillación y miseria, pero seguimos siendo nosotros, y a menos que nos matase no podía conseguir que fuésemos distintos de lo que éramos. Siempre estuvimos fuera de su alcance, aun cuando siempre nos tuvo en sus garras.

5
EL REY CAUTIVO

Aquí se contará cómo un hombre puede ser esclavo, aun cuando sea libre de ir a cualquier sitio menos a uno.

LOS TORMENTOS DE BELLEZA

¿Enunciaré para ti los sufrimientos de tu exilio, Palicrovol?

Los embajadores extranjeros te denostaban, pues de lo contrarío a vejiga les ardía al orinar.

Tus propios soldados escupían cuando te acercabas, si no se infestaban de piojos.

Por mucho que se esforzaran los cocineros, todo lo que te sirvieran de comer se cubría de moho y todas las bebidas quedaban cubiertas de fango.

Te rodeabas de hechiceros para poder tener un momento de respiro de vez en cuando, pero Belleza derribaba sus endebles barreras cuando le venia en gana y a partir de ese momento el mago que te ayudaba era incapaz de copular.

También llamabas a los sacerdotes, pese a que Dios había perdido todo poder ya que permanecía mudo sobre la Tierra; los sacerdotes que te honraban y consolaban caían victimas de bocios descomunales y de tumescencias en el cuello y la cabeza.

Durante una semana entera te dejaba estreñido sin remedio. Y a la semana siguiente padecías disentería e ibas de cuerpo en lugares públicos de modo que te veías obligado a llevar pañales por respeto a los que te acompañaban.

Despertabas presa de una comezón insoportable en mitad de la noche. En verano te congelabas y en invierno no tolerabas la ropa a causa del calor que te obligaba a sufrir.

Durante días enteros los sueños más espantosos no te dejaban descansar, y luego durante semanas te dormías en las reuniones con tus generales o mientras dictabas sentencia.

Uno de sus peores trucos era intercambiar la visión contigo Miraba a través de tus ojos y veía cuanto sucedía a tu alrededor, y al mismo tiempo tú veías lo mismo que ella dentro de palacio. No lo hacia para espiarte: tenía su Visión mágica que le permitía percibir a voluntad el reino entero de Burland. Lo hacia para obligarte a ver cómo azotaban a Comadreja por alguna que otra ofensa. O cómo Pusilánime cargaba pesos imposibles con paso tambaleante, o hacia reverencia ante un lacayo. O cómo Urubugala hacia cabriolas ante un divertido auditorio de nobles y herederos de ricos mercaderes.

Tus amigos, sufriendo por tu causa, y tú, incapaz de ayudarlos.

Por eso mandaste hacer cálices de oro y con ellos te cubriste los ojos, para que no entrara el menor rayo de luz. Y así diste lugar a uno de tus tantos nombres: el Hombre de los Ojos de Oro. También te llamaban el Hombre de la Cornamenta, el Hombre que no puede estar solo, y el Consorte de la Distante Belleza. Y a tu pueblo no lo embaucaban: podrías ser el juguete de Belleza, pero eras un buen rey, y tus súbditos prosperaban y vivían libres en general, y pagaban sus insignificantes tributos con buena disposición, y se sometían a tu juicio con confianza.

Y sin embargo, irónicamente, las pestes te hicieron tanto mal como bien. Sabias que si un hombre permanecía a tu lado para servirte no era por honor ni por placer, ni siquiera porque tuviera lástima de ti o porque odiara a la Reina Belleza. Los que estuvieron a tu lado en esas épocas duras, los que vivieron cerca de ti y conocieron tus más íntimos pensamientos, te servían o bien por que sabían de tu corazón y te amaban, o bien porque amaban tu buen gobierno y te soportaban a ti y a la vida que debían llevar a tu lado por el bien del pueblo de Burland. Gozabas de un don que se concede a pocos reyes: podías confiar en todos los que tenías cerca.

Ese bien se equiparaba con el mal. Con amarga injusticia, tu misma justicia te hacia sumamente difícil formar y mantener un ejército ya que ¿quién querría derrocar a Belleza de Inwit, siendo que las cosas marchaban tan bien para Burland? A tu ejército sólo acudían los aventureros, y los Enviados de Dios que la detestaban por haber silenciado al Señor. Y los marginados que no tenían otra clase de esperanzas. Para llenar las tropas y regimientos debías reclutar soldados, lo cual no hacia más que darte hombres débiles y mal predispuestos. Eran suficientes para mantener a raya a los enemigos de Burland, pero no bastaban siquiera para alimentar tu esperanza de derrotar a la Reina.

Y así fue durante días, semanas, años, décadas y centurias. Tus fieles seguidores llegaban, te servían, envejecían y morían, pero tú seguías vivo, igual que Urubugala y Pusilánime. Y Comadreja seguía viva porque Belleza, destruida de niña, no lograba crecer por muchos años que viviera; pasaría eternidades infligiendo venganza por una crueldad fugaz y no deseada, acontecida tantos años atrás…

Tres veces llevaste tu ejército a las puertas de Inwit. Tres veces la Reina Belleza te dejó albergar vanas esperanzas. Y entonces infundió terror en el corazón de tus huestes, y a cada soldado lo enfrentó con lo que más temía en el mundo, y todos menos un puñado de valientes huyeron de tu ejército, y así te retiraste de la ciudad que habías ganado a su padre hacia tanto tiempo, obligado a comenzar de nuevo, y una vez más avergonzado ante las otras naciones del mundo.

LA HORA DEL VENADO

Después de más de tres siglos de exilio, un día en que llevabas sobre los ojos los cálices de oro, una visión llegó hasta ti. Al principio creíste que la enviaba Belleza, pero en un instante supiste que no era así. Viste al Venado, al gran ciervo velludo, el que había visto Zymas. El águila se aferraba a su vientre, sosteniendo la herida con firmeza. Y el Venado se detuvo y volvió la pesada cabeza para mirarte, y entonces viste un collar de hierro alrededor de su cuello, las patas atadas y encadenadas. Y él te hizo señas de que lo siguieras y lo liberaras.

No puedo, le respondiste.

Ven, te dijo, aunque no oíste sus palabras.

De nada servirá, replicaste. Belleza me verá e impedirá todos mis actos.

Ven, repuso. Ya que durante esta hora no ve, y no ve que no ve. De modo que quitaste de tus ojos los cálices de oro y saliste rumbo al bosque y armado de tu arco seguiste la senda de un ciervo en la espesura y fuiste hacia donde el venado escogió conducirte.

Fue todo el poder de que pudieron armarse los dioses, desplegado para ti, ese día en el bosque, no lejos de la aldea de Banningside. ¿No te preguntaste por qué te guiaron hasta allí, por qué hiciste lo que hiciste? ¿Acabarás ahora con lo que surgió de esa hora?

Fue tu salvación, Palicrovol. Fue tu único hijo varón.

6
LA ESPOSA DEL GRANJERO

Ahora bien, la vida de Orem el Carniseco, el Reyecito, comenzó así: con un hombre que seguía a un venado por el bosque, y con una mujer que se bañaba en el arroyo.

ELLA ERA UNA POETISA DE TODAS LAS COSAS QUE CRECEN DE SI MISMAS

Molly, la esposa del granjero, tenía seis hijos varones y no deseaba más. Seis varones y tres niñas: demasiados hijos entre quienes dividir la granja; demasiadas hijas para casarlas con algo parecido a una dote. No era en otro hijo en lo que pensaba la mañana en que fue a su escondite a orillas del Banning. Partió con un pase mágico de sus dedos, de modo que nadie pudiese seguirla. Pero la siguieron. Mejor dicho, la encontraron.

Era un lugar oscuro y silencioso, donde el río se angosta y corre profundo y rápido; tanto, que una rama se pierde en sus aguas en un instante; tan silenciosamente que se escuchan todas las melodías y se advierten todos los pasos. Los árboles se extendían por sobre el río para encontrarse en un denso techo que impedía al sol danzar sobre las aguas Aquí hacia frío, aun durante el verano. Una caverna de hojas y agua; todas las cosas terribles y frías de una mujer; era el verdadero hogar de Molly, el sitio donde osaba llamarse Por su nombre más secreto.

—Capullo —susurró, llamándose.

Silencio, habló el río en respuesta. Silencio, que ya llega el fin de tu vida, tras los pasos de un ciervo.

EL VENADO ALCAHUETE

En la otra orilla, frente a ella, había un inmenso venado gris. Molly lo conocía bien; sabia que en el venado y la cierva había magias fuera del alcance de las tontas granjeras de Waterswatch. Incluso del suyo, pese a que ella era la mejor de todas. Dicen que la sangre del Venado mancha el mundo entero. Por eso observó cómo el venado condescendía a beber las aguas de la corriente; observó cómo el agua caía plateada de su boca y regresaba al río; vio cómo por detrás de la bestia se acercaba un cazador con el arco vuelto al suelo y la flecha sin tensar, pero listo para tirar en un instante.

No te atrevas a hacer daño a esa cornamenta, clamó en silencio.

Y, como si obedeciera a sus palabras, el cazador se detuvo y miró cómo bebía el ciervo, dejando que la flecha cayera de la cuerda y que el arco quedara adormecido. Hoy no moriría ninguna cabeza de cien puntas.

Molly estudió al cazador mientras éste estudiaba al ciervo. Tenía aspecto poderoso. No era alto, pero si moreno, como los hombres del oeste. Iba vestido con el tono verde de la guardia del Rey. Soldado, entonces. Pero no como la mayoría de los soldados, ya que Molly jamás había visto un luchador que tuviese la sabiduría de reconocer la belleza de un ciervo; ni conocía tampoco hombre alguno capaz de posar su atención sobre una cosa durante tanto tiempo. Los ojos del hombre resplandecían en la oscuridad de la cueva verde y silenciosa. Estaba inmóvil, pero incluso en reposo sus brazos tenían poder. Aun en silencio sus labios exigían atención. Y supo, o creyó saber, o lo soñó aún mientras sucedía: supo que no se trataba de un mero soldado del Rey. Era el mismo Palicrovol. Si.

Palicrovol el Exiliado, el Consorte de la Distante Belleza. así se entiende, pensó, así se entiende que mire al ciervo con semejante anhelo. Desea que algún dios pueda ser liberado para tener un poco de paz. Bueno, Reina Belleza, si hoy estás mirando, observa cómo le daré reposo, pensó Molly, la fecunda Hija Capullo, ya que tendré a este hombre y llevaré su vida dentro de mi.

Soy una mujer casta, gritó una parte de ella. Y de su simiente nacen monstruos.

Pero su otra parte respondió, con una paz que sólo las Dulces Hermanas pueden irradiar: de mi no nacen monstruos, y una mujer no es verdaderamente casta si rehúsa al hombre que el Venado le trae. Su vientre, tantas veces colmado, ansiaba crecer una vez más.

—Hombre —murmuró. Era tal el silencio del lugar que él la escuchó y no sintió temor.

—Mujer —replicó, y su rostro reveló fría diversión.

—¿Eres tú fuerte como este río?

—¿Eres tú tan profunda? —preguntó él.

En respuesta se tendió sobre la ribera tapizada de hojas y hierba y sonrío. Ven hacia mi, si en ti tienes tanto de hombre como de rey.

Como si oyera su chanza, cruzó el río, sin más atavío ahora que su cuchillo, ya que jamás iba desarmado. Luchó con ánimo contra la corriente, pero puso pie en tierra más abajo que donde ella lo esperaba. La mujer lo observó mientras llegaba chorreando agua y exhausto. El río Banning era considerado imposible de vadear, y poco seguro para nadar. Pero el Rey lo había cruzado por ella y a Molly le temblaron las piernas.

El se detuvo de pie a su lado, con el fango y la hierba adheridos a sus piernas. No era hermoso, pero mientras levantaba la vista hacia él sintió un hondo estremecimiento en su vientre.

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