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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (20 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Nada sucede en el Camino de la Reina sin que lo sepamos.

Me duelen los pies, pensó Orem. ¿Cuál es su oferta?

—¿Crees que estos señores lo gobiernan todo? Tonterías. Somos nosotros quienes lo hacemos. Uno de nosotros es el mayordomo, el que gobierna en la casa. ¿Quién administra sus tierras sino nosotros? Oh, el amo toma las decisiones, pero ¿quién le da toda la información de que se vale para decidir? Nosotros somos los amos de Inwit, somos el comienzo y el fin de todo. ¡Nosotros les hacemos concesiones, y son ellos los que creen que nos pagan! ¡Incluso creen que nos contratan!

—¿Pero la oferta de la que habló? ¿Para qué habría de necesitarnos?

El hombre se inclinó hacia adelante y sonrió.

—Bien, como verás, nosotros estamos fuera cuidando de sus casas, pero mientras tanto

¿quién atiende las nuestras? Sin contar las de nuestros amos, las casas que poseemos son las más bellas de Inwit. Son realmente hermosas. ¿Quién sirve en las casas de los sirvientes? Para eso os queremos.

Sirvientes de sirvientes. Allí estaba mi pase. Allí estaba mi entrada en Inwit.

Orem no se sentía triunfador por haber conseguido trabajo. En cambio, trataba de pensar si alguna vez había escuchado un poema sobre un sirviente.

—¿Cuánto? —preguntó Zumbón.

—Dos cobres a la semana —anunció el anciano—. Dos cobres a la semana y una tarde libre y otra los días santificados si sois creyentes. Una habitación y dos comidas.

—Dos cobres —dijo Zumbón sorprendido.

—Es lo mejor. Aquí os casaréis. Aquí dormiréis y tendréis hijos. Y vuestros hijos e hijas harán lo que vosotros no habéis podido hacer: ellos vestir n la librea y aprender n las palabras y los momentos, y aguardar n al lado de los grandes hombres y serán parte de nuestra familia. De la familia Dyer, y nos enorgullecer n para siempre. Seréis progenitores de miembros de las cincuenta familias, aunque vosotros nunca lleguéis a formar parte de ellas.

Orem supo que debía rechazarlo. No comprendía por qué. Era trabajo, era una forma de permanecer en Inwit, pero era insoportable Sus hijos e hijas sirvientes y sus nietos y nietas, por toda la eternidad, todos sus hijos inclinándose y desapareciendo, cocinando y desapareciendo, limpiando y desapareciendo.

—No —dijo Orem—. Se lo agradezco señor, pero no.

Zumbón le aferró por la camisa y dio semejante tirón de ella que la tela casi se rompe en el cuello.

—En nombre de Dios, Carni, ¿qué dices? Uno no regatea con un pase y dos cobres por semana.

—El niño es crudo pero tiene razón —dijo el hombre—. No regatearé. Sé que estoy siendo generoso.

—No estoy regateando —se defendió Orem.

—¿Y entonces? —preguntó el anciano.

—Estoy declinando la oferta.

—En ese caso, eres un tonto —dijo con desprecio.

—Sí. De eso no cabe duda.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Zumbón—. ¿Me tomará sin él?

El anciano sonrió débilmente.

—Un cobre por semana. Éste sabía leer. Los dos a la semana eran por él, porque venías con él.

—Por uno o por dos, para mí está bien.

—Quédate entonces, Zumbón —dijo Orem—. Gracias por todo. Dios sea contigo. —Inclinó la cabeza y se alejó del jardín. Su padre había sido apenas un granjero, demasiado pobre para compartir sus tierras con un séptimo hijo varón, pero había sido libre y su hijo también lo era, y no traería hijos al mundo menos libres que lo que él mismo había nacido.

Salía por la calleja, rumbo a la niebla oscura y espesa, cuando escuchó pasos a sus espaldas. Sabía de quién eran.

—Zumbón —dijo.

—¡Qué idiota! —se lamentó.

—Tal vez sí.

—Dos comidas por día y además dos cobres. ¿Por qué no, en nombre de la sangre de mi madre?

—Vine a Inwit en busca de un nombre, de un lugar y de un poema.

—Pensé que viniste a buscar trabajo.

—¿Para qué el trabajo? Para subsistir. Pero ¿para qué subsistir? No para eso. No me eches la culpa. Pudiste haberte quedado.

—¡Qué imbécil! Pensé que sabías lo que estabas haciendo. ¡Un poema! ¡Por la cachiporra de mi padre! —Y Zumbón lanzó un escupitajo al suelo como para que no quedaran dudas.

—Entonces regresa.

—Lo haré.

—Muy bien.

—Pero mañana.

Siguieron andando en silencio y se detuvieron ante la puerta de La pala y la sepultura.

La niebla era densa; la noche se cernía sobre ellos, como un débil brillo sobre los tejados.

Los faroles brillaban patéticamente, como si no tuvieran posibilidad de alumbrar un aire tan húmedo.

—¿Qué clase de poema? —preguntó Zumbón en voz baja.

—Un poema verdadero.

—¿Para ti, Carniseco, un poema verdadero?

—¿Por qué no?

—Los héroes hacen grandes cosas.

—Yo pienso hacerlas.

—¿No me digas?

—Y el sirviente de un sirviente no tiene esperanzas de hacerlas.

—¿Y ahora qué, Carni? Mañana se te termina el pase.

—Me iré. Y regresaré.

—¡Cuando se te cure la mejilla! ¡Pasarán meses!

—Regresaré de otro modo.

Zumbón sacudió la cabeza.

—No conozco esa parte de la ciudad. No conozco a nadie que haya entrado por allí.

—Buenas noches, Zumbón —dijo Orem—. Sin duda soy un tonto. Regresa con el anciano y vive bien.

—Jamás he escuchado mejor consejo. Que Dios te ayude. —Y Zumbón se internó en la niebla.

EL REGATEO

Orem durmió bien esa noche, para su propia sorpresa, y al día siguiente bajó las escaleras y alegremente anunció al hostelero que se jodiera, sin saber bien lo que significaba. Luego se marchó hacia otra hostería, y desayunó por un cobre: le provocó dolor de estómago, pero no más que antes. Era un gesto de rebeldía y desafío después de haber ayunado durante casi tres días para ahorrar sus monedas.

Y cuando se largaba del lugar, con la panza llena y satisfecho, pasó al lado de un niño que estaba recostado contra la puerta, sin advertir quién era hasta alejarse unos pasos.

Entonces se volvió y exclamó:

—¡Zumbón!

Zumbón parecía disgustado.

—¡Podías haberme guardado algo de semejante desayuno!

Y caminaron juntos, hacia el norte, rumbo al Camino de las Meadas.

—Pensé que desayunarías con el anciano —dijo Orem—. Creía que te habías separado de mí.

—Es lo que debí haber hecho —admitió Zumbón—. Pero soy tan estúpido que creí lo que me dijiste ayer por la noche. Si tú puedes conseguir un poema, Carni, ¿por qué no yo?

Cuando crezca seré el doble de alto que tú. Mi padre alzó un hacha para el Rey, mi madre me lo contó. Me dijo otras cosas, también, ¿pero quién sabe? Tal vez…

—Tal vez.

—Cuando vayas a ganarte un poema llámame. Prométemelo.

—Te lo prometo por mis esperanzas de conseguir nombre y poema —juró Orem con solemnidad.

Zumbón no respondió. En silencio toco la mano de Orem un instante, y dejó tres monedas en la palma.

—No —dijo Orem.

—No son mías. Puedes quedártelas.

—No puedo llevarme tus cobres.

—¿Porque los robé? Te mentiré y diré que los encontré si eso te place.

—No me debes nada.

—Vas a incluirme en tu poema. Conque déjame ayudarte a iniciarlo. —Y tras decir estas palabras Zumbón salió corriendo hacia la muchedumbre del Camino de las Meadas.

Orem le observó hasta que se perdió de vista y siguió mirando mucho tiempo después de que se hubiera ido. Dentro de Inwit estaba en deuda con un ladrón, y fuera de Inwit, con un carpintero mentiroso. Eran lo más cercano a un hombre honorable que había encontrado.

La hilera ante el portal era casi tan larga como la que había ingresado, pero se debía a que era de mañana. Esta vez la fila se movía con rapidez. Nombre, devolver el pase, mostrar la cicatriz morada sobre el rostro y luego salir. Por un instante casi dio la vuelta, casi corrió hasta la calle de los sirvientes a aceptar la oferta del anciano, dispuesto a olvidar su sueño infantil. Pero entonces la hilera se movió y le empujaron hacia adelante, y eso le alivió.

Reclinado contra la puerta, observando a los hombres desalentados que se marchaban dejando su pase de pobre, estaba Brasa, el tipo con cara de comadreja. Orem caminó resueltamente hacia él.

—Cinco cobres —dijo Orem.

—Vaya alegre saludo. Cinco era todo lo que tenías hace tres días. ¿Qué tienes ahora?

—Cinco.

Brasa lo miró, con una ceja enarcada.

—El jovenzuelo tiene recursos, ¿eh?

—Cinco. Quiero pasar por el otro lado. Si hay trabajo allí.

—No te prometo nada. Diablos, ni siquiera te prometo todo el trayecto. Conozco los primeros portales y los nombres de los que tienen nombre, más de lo que tú sabes, de todas formas. Y te cobro cinco de cobre.

—Vayamos entonces.

—¡Qué ansioso estás, bastardo! —Brasa frunció los labios—. Te digo que tal vez sea mejor aguardar aquí hasta que se te cure la mejilla.

—¿Qué? ¿Intentas subirme el precio?

Brasa le estudió un instante y luego sonrió con ancho gesto. Si hubiese tenido más dientes a Orem le habría resultado una sonrisa amenazadora.

—Muy bien, entonces. Cinco cobres. Ahora.

—Uno ahora, uno en la primera puerta, el resto cuando llegues hasta donde puedas llevarme, si considero que es lo suficientemente lejos.

—Dos ahora, tres en la puerta.

—Uno ahora, dos en la puerta, dos al final.

—Hecho. Pero muéstramelos todos ahora.

Orem dio un paso atrás y dejó ver las monedas a distancia prudencial para que no pudiera arrebatárselas.

—Veo que has aprendido lo que es la cautela.

—Una ahora.

Y arrojó la moneda. Brasa la atrapó diestramente, la sospesó en un dedo y la introdujo en su camisa, bajo el brazo. Debe tener un bolsillo allí, pensó Orem. Yo también necesito uno. Para estar más seguro. Hay ladrones que saben cómo robar monedas de los fondillos de un hombre.

Y fue así como Orem violó la ley para ingresar por la Puerta del Oeste, en lugar de elegir la seguridad de ser el sirviente de un sirviente. Dime, Palicrovol: ¿crees que tu hijo podía haber escogido otra cosa?

15
EL HOYO

De cómo Orem el Carniseco fue reconocido por primera vez al ingresar a Inwit a través del Hoyo.

LA SOMBRA NO LO CONOCE

Brasa le condujo por un tortuoso periplo a través del Pueblo de los Mendigos que finalmente acabó en una taberna, lejos de las torres gemelas del Hoyo. No era una taberna pintada de tonos chillones como La pala y la sepultura, sino un sitio derruido y descascarrillado por fuera, sucio y corrupto por dentro. Brasa dejó ver una moneda y el mesonero asintió. La moneda giró en el aire Antes de que el mesonero pudiera atraparla, Orem notó que era de plata. No cobre sino plata. Fue entonces cuando se asustó. Si el primer soborno que pagaba Brasa era tanto mayor que todo el precio que Orem le pagaría, sin duda eso significaba que había alguien más que estaba pagando a Brasa para que hiciera pasar a Orem.

—Necesito ir a hacer pis —dijo Orem.

—Ahora no —respondió Brasa. No se escaparía tan fácilmente. Con un doloroso apretón en el brazo le hizo subir las escaleras deprisa y trasponer una puerta abierta.

A través de los tablones resquebrajados de un postigo se filtraba una débil rendija de luz. En la habitación había otra persona. Estaba demasiado a oscuras para poder ver más que una sombra contra los postigos. La sombra respiraba pesadamente y de su boca se escapaba un fétido aliento.

—Nombre. —Era un susurro, y Orem no podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer, si era joven o viejo, amable o cruel.

—Orem.

—Nombre.

—Me llaman el Carniseco.

—Nombre.

—El de Banningside. Orem el Carniseco, el de Banningside.

Más respiración. La sombra no le creía.

—Por Dios que es cierto —dijo Orem.

Un suspiro como el más leve silbido de una serpiente.

—No puedo decir si es verdad o mentira.

—¿Le azoto, entonces? —preguntó Brasa.

Orem se dispuso a correr, no moriría en un sitio semejante. Pero Brasa era fuerte, más que lo supuesto en un hombre tan pequeño. Y luego la mano seca de la sombra, ligera y frágil como el papel, que le acaricio el brazo.

—Tranquilo, tranquilo —escuchó el suspiro—. Tranquilo, tranquilo. —Y entonces un pequeño pinchazo en el brazo, algo con filo como una navaja o una piedra plana que raspaba la sangre que manaba y la sombra se alejó.

—Dulces, dulces Hermanas, hermanas, hermanas —se oyó el susurro desde un rincón de la habitación—. Nada, nada.

—¿Y qué entonces? —preguntó Brasa. Su voz fue casi un grito, de tan silenciosa que estaba la sala.

—Pasa o se queda, se queda o pasa, es lo mismo. ¿Qué puedo decir?

Vacilación.

—Necesito ir a hacer pis.

La mano de Brasa le estrechó el brazo con más fuerza.

—Ahora no, no ahora. Estoy pensando. ¿Qué eres, niño?

—Tengo miedo de morir. Soy un miedoso. Eso es lo que soy. ¡En nombre de Dios, han tomado mi sangre! Déjenme ir.

—Orem ap Avonap —dijo—. Intente con ese nombre.

La sombra replicó en seguida:

—¿Hijo de Avonap? Pero eso no es cierto. Es una mentira, mentira. En ti no hay una sola gota de simiente dorada como el trigo.

—Se lo juro por Dios.

—Está la palabra de un docto sabio —dijo la sombra.

—¿Le será útil este niño?

—¿Quién lo sabe? Seguid el camino bajo, bajo hasta Segrivaun, y preguntad por el cristal de la muerte pública.

—Mierda —musitó Brasa.

—O nada.

—Mierda digo. Pero sí. Sí, el camino bajo, maldito seas.

—Y maldito seas tú —se oyó el suspiro.

Brasa lo arrastró a un rincón lejano de la habitación donde sobre la negrura de la pared aguardaba una oscuridad más negra aún. Brasa se detuvo allí y le dio un empujón.

Durante un instante pavoroso creyó estar cayendo por un foso. Luego su pie tocó un peldaño en mala posición. Tambaleó tres escalones más y cuando logró tomar control el pie le ardía de dolor y estaba despavorido.

—Cuidado, niño —dijo Brasa.

—No veo nada.

Una puerta se cerró suavemente sobre ellos. Sólo entonces Brasa intentó encender una luz. Clic. Chispa. Clic. Chispa. Clic. Luz. Una pequeña llama en una estopa de lana seca. Con las manos desnudas, Brasa acercó suavemente la mecha en llamas a un farol diminuto.

BOOK: Esperanza del Venado
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