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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (21 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Encendió. La escalera descendía escarpada, y sin curvarse. El ancho de los escalones era de centímetros, la altura, de medio metro. Conducía a un sitio mucho más profundo que los posibles cimientos de la casa. El camino bajo.

Y si escapo, ¿qué? Debo recordar el camino de regreso. Subir las escaleras, salir por la puerta que quién sabe cómo se abre, pasar por la sombra que susurra, a la izquierda del salón, bajar las escaleras y afuera. Construyó un hilo en su mente: un hilo de palabras que se convertían en número y de números que se hacían palabras. El truco mnemotécnico daba como resultado Camino de Piedra Camino de Hueso. Las escaleras terminaban en un túnel de tierra que no seguía en línea recta más de quinientos metros, con curvas, hoyos por encima, hoyos por debajo y corrientes de agua sucia que cruzaban el camino.

Los muros de tierra pasaron a ser de ladrillo, y a cada paso presentaban rendijas, espacios angostos de un cuarto de ladrillo de ancho. De algunos de ellos salía un delgado hilo de fluido. ¿Estaría lloviendo por encima? ¿Por qué construyeron este lugar? Vuela perro, perro de niebla, agua de hielo, debajo del agua. El hilo del camino recordado se hacía cada vez más largo y Orem dudaba de ser capaz de retenerlo en su memoria. Y a lo largo de todo el muro, las pequeñas rendijas.

El pasillo se inclinaba hacia abajo y a la izquierda, y el suelo era de un fango espeso y pegajoso, y sobre él corría un delgado hilo agua. Orem resbaló. Se sostuvo contra la pared. Su dedo se introdujo en una de las rendijas de los ladrillos. El agua corrió por su brazo.

—En nombre de Dios —le detuvo Brasa—. Quita la mano de ahí.

Orem retiró el dedo de la ranura.

—Mírate el brazo.

Estaba húmedo. Brasa sostuvo la lámpara por encima, estudió el sitio por donde el agua había corrido.

—Debería estar negro. Debería estar negro, niño. Es donde ponen las cenizas de los muertos. Llenan las rendijas con las cenizas de los muertos y si uno se moja con el agua, uno… pero tú no has quedado negro. ¿Quién eres, niño?

Llegaron hasta una escalera que descendía. El agua formaba una cascada por los escalones. Bajaron, de peldaño en peldaño. De los ladrillos arqueados que tenían por encima comenzó a caer agua. De vez en cuando el farol chirriaba si alguna gota caía sobre él. Brasa parecía dar un respingo cada vez que salía humo del farol.

—Silencio aquí —dijo Brasa en voz baja—. Los guardias tienen túneles por este sitio y andan a la pesca de gente como nosotros, que busca entrar por el Hoyo. Y si piensas pedir ayuda, niño, recuerda esto: todos los que son atrapados en los túneles del Hoyo dicen que les obligan a venir, siempre alegan haberse perdido en las Tumbas. De todas formas los guardias les cortan en pedazos, niño. Les cortan en pedacitos. Piénsalo antes de gritar pidiendo ayuda.

Las escaleras terminaron y ahora había un manto de roca por encima de sus cabezas.

No de mampostería. Aquí y allá había postes que sustentaban el techo del túnel. El agua corría perezosa. ¿Dónde desembocaría, después de todo: en el abismo del mundo?

—¿Qué piensas hacer conmigo? —susurró Orem.

—Cierra la boca —respondió Brasa.

Más vueltas y curvas, y Orem sintió que el suelo del túnel comenzaba a inclinarse.

Ahora estaban trepando, y el agua se hacía más superficial y comenzaba a correr en contra del camino, hacia abajo. Finalmente se encontraron trepando un trayecto en

caracol que atravesaba la roca. Cuando el camino pasó sobre sí mismo tres veces, las paredes de piedra y los escalones dejaron paso a una estructura de madera.

—Despacio —advirtió Brasa—. Que no cruja ni haga ruido.

De escalón en escalón, pisando con cautela los bordes de los peldaños, fueron ascendiendo y reptando. De pronto se golpeó la cabeza contra algo que hacía las veces de techo. Había una estructura de lado a lado de las escalinatas que imponía fin a la ascensión.

—Vaya golpe —murmuró Brasa—. ¿Por qué no saludar a gritos? No pasaríamos por listos,

¿eh?

Brasa tanteó por encima torpemente y extendió el dedo hasta dar con un agujero en una de las planchas. Pasó el dedo por alrededor y luego acercó la llama del farol. Esta se redujo un instante y luego ardió con fuerza. Durante más de un minuto mantuvo la lámpara en ese sitio y luego se levantaron dos tablas a cada lado, hasta que quedo un lugar por el cual trepar. Las planchas de madera giraron silenciosamente sobre sus goznes.

—¿Tratabas de quemarnos vivos? —preguntó una inmensa mujer gruesa. Su voz era suave pero tenía cierto acento hostil.

—¿Quieres armar un incendio? ¿Se supone que debíamos asar una rata por el orificio?

Brasa, eres un cretino, eso es lo que eres. Vamos, sube de una vez.

SEGRIVAUN

La mujer tendió una mano a cada uno y les ayudó a ascender a una habitación que, para sorpresa de Orem, estaba iluminada por luz natural. ¿No era de noche? ¿Había estado horas en la oscuridad? ¿Ya era la mañana del día siguiente? No, tan cansado no estaba. No había ninguna ventana abierta. Sólo unas pocas rendijas en la pared de madera, con un rollo de pesada tela negra atado por encima. De noche lo desenrollarían y encenderían velas. Orem se preguntó si la mujer vivía siempre allí. Tal vez. Al parecer, era rentable: Brasa le extendió dos monedas de plata.

—Ah —dijo la inmensa mujer.

Los senos pendían por debajo de la cintura, como si pasara sacos de grano de contrabando por debajo de la blusa. La panza iba para un lado y para el otro mientras caminaba. El rostro también era un envoltorio de carnes: hasta la frente caía floja sobre los ojos, y en realidad, para poder mirar el rostro de Orem, tuvo que levantársela con la mano.

—¿Quién es? ¿Por qué por esta ruta? ¡Seguramente no ser para el!

—Una sombra dijo que te lo trajera, Segrivaun, y que nos condujeras al cristal de la muerte pública.

Segrivaun apartó la mirada y dejó que sus cejas cayeran nuevamente sobre los ojos.

—¿Qué os llevara hasta él?

—Dijo que lo quería.

—Ah, sí, lo quería. Hace una hora trajeron aquí lo que él quería, una pezuña hendida y dos hombres fajados. Sólo cuatro cuernos, pero suficiente. Poco, pero suficiente. No quiero nada de él. Venid, por aquí.

Les mostró el camino hasta un pasaje cavernoso. Obligado a inclinarse en el bajo túnel y a seguir a la mujer por detrás, Orem no podía esquivar el fétido olor que emanaba de ella. Pero el camino no fue largo. Llegaron a una habitación con un orificio redondo en el techo y dos pesadas cuerdas que descendían por él. Una cuerda estaba tirante y atada a un sólido anillo de hierro sujeto al suelo. La otra también estaba tensa pero caía libre a través de un orificio cercano a la anilla para internarse más profundamente en la casa.

La gruesa mujer se situó frente a ellos y les indicó que se apartaran de las cuerdas, mientras arrollaba la soga fija a su vientre y tiraba de la otra con ambas manos. El suelo se levantó por debajo de ellos.

No todo el suelo, sino un círculo y se sacudió enloquecidamente. Subieron un piso, otro piso y finalmente se detuvieron en el tercero. Segrivaun los levantó unos centímetros por encima del suelo, y luego comenzó a balancearse adelante y atrás. El movimiento era terrorífico y Orem no lograba hacer suficiente equilibrio para no caer. Pero cuando cayó, también lo hizo la plataforma, sobre un lado del agujero, donde Segrivaun le retuvo apoyando el peso de su cuerpo.

Brasa apartó rápidamente la lámpara unos pasos, hacia donde unos tablones de madera descansaban sobre el suelo. Levantó uno, y lo extendió para franquear el orificio que había quedado libre. Segrivaun salió del círculo de madera y ahora aparentemente ya no había necesidad de hablar a media voz.

—Levántate —dijo Brasa con impaciencia.

Orem se puso de pie, apartándose velozmente del círculo y del agujero. Fuego chamuscado, libertino lascivo, dedo de los números, Camino de Piedra, Camino de Hueso. El hilo estaba completo. Orem sabía que esta era su oportunidad: si se arrojaba por el orificio y caía hasta el piso inferior y luego descendía por la soga libre hasta el fondo. Si entonces volvía sobre sus pasos…

La mano gigantesca de Segrivaun se cerró sobre su brazo. Orem trató de zafarse.

—Algunos lo han intentado —dijo Segrivaun—. Pero todos han muerto. Se perdieron en las catacumbas.

—Yo no me perdería.

—Pero Brasa ya pagó tres monedas de plata y no quiere uno muerto, ¿no? No quiere uno muerto. Ven.

Segrivaun abrió una puerta y pasaron a una diminuta cámara. Brasa cerró la puerta por detrás y apoyaron el farol sobre un estante alto. Respiró hondo.

—Desnúdate —dijo.

Y lo dijo en serio, ya que él mismo comenzó a quitarse la ropa. Orem se desabotonó la camisa y la pasó por la cabeza, sin estar muy seguro de lo que sucedería después.

Segrivaun también se estaba desvistiendo. Pudorosamente les dio la espalda para quitarse sus hectáreas de tela. Orem vio que las nalgas eran tan flojas como los pechos, y que casi llegaban hasta el suelo.

—Quítate también los paños menores. Y las sandalias —ordenó Brasa.

Orem se desató las sandalias de las piernas, y las dejó caer al suelo. Brasa las apartó a un lado de un puntapié. Luego, como Orem tardaba demasiado con los calzoncillos, el hombre se los bajó de un tirón. Las últimas monedas de Orem cayeron al suelo. Brasa atrapó los cobres antes de que acabaran de rodar.

—Es lo que me debías.

—Jamás pierdes tajada, ¿eh? —La mujer rió entre dientes. Cruzaba las manos sobre el pecho en una parodia de castidad: los inmensos pezones negros de las ubres colgaban por debajo, donde sus manos no podían llegar—. Ya están listos allí. Seguro que ya están listos.

Orem se agachó a recoger sus cosas, hizo con ellas un fardo y las cargó bajo el brazo.

Brasa las tiró de nuevo al suelo de un manotazo y luego abrió la puerta.

Adentro el lugar resplandecía. Era una sala redonda, con paredes de piedra y sin ventanas. Una escalera de caracol ascendía por uno de los muros. Todas las paredes estaban iluminadas con velas, y en un cuenco de arcilla ardía una pequeña fogata, de la cual emanaba un olor dulce e intenso que hizo picar la nariz de Orem. Las piedras de las paredes eran tan inmensas que Orem supo de inmediato dónde estaba: en una de las torres del Hoyo. En una de las torres y seguramente las torres estaban custodiadas por los guardias; seguramente le habían traicionado.

Entonces vio al venado de cuatro cuernos en medio del suelo y ya no pensó en paredes ni soldados.

EL CIERVO EN LA TORRE

El venado estaba vivo, con los ojos mudos de terror. Yacía de espaldas, en posición indefensa y contraria a su naturaleza, con las cuatro patas atadas y estiradas en las cuatro direcciones, fijadas al suelo. Le habían hecho un tajo en la articulación que unía el ijar con el vientre y la sangre del venado manaba a borbotones lentos para caer en una olla de bronce que sostenía un anciano. Un anciano que no tenía otro atavío que un pellejo de ciervo echado sobre los hombros. De ante, ya que la cabeza sin cuernos descansaba sobre su cabello gris y desgreñado.

—¡Asesino de venados! —gritó Orem en un susurro. Y en el preciso momento en que su lamento por el crimen pendía en el aire pétreo y silencioso, el venado murió. La cabeza cayó inerte, y su lengua se aflojó sin fuerzas.

Por debajo de la piel de ante se escuchó una voz profunda.

—Un niño —dijo—. Y de High Waterswatch, donde conservan la memoria del Venado.

¿Qué me habéis traído?

—Su nombre es…

Pero Brasa se vio silenciado por el movimiento de una mano. La mano del viejo, de largos dedos, parecía tener demasiados nudillos, demasiadas articulaciones. Un dedo se alzó en el aire, pero desde el dorso de la mano, en un ángulo que producía dolor de solo mirarlo.

Todos los demás dedos apuntaban al suelo y éste, erguido, apuntaba hacia arriba.

Y aguardaron. La mano no vaciló.

La gruesa mujer se inclinó hacia adelante. El anciano hundió un dedo de su otra mano en el recipiente de cobre y llevó a la lengua el dedo tinto en sangre. Brasa probó el líquido y Orem también vio que el dedo buscaba su lengua. La sangre era dulce, dulce, y le hizo arder la garganta.

Brasa y Segrivaun lo miraron con enormes ojos atemorizados. ¿Qué sucedía? Orem se sintió invadido por el miedo y miró a sus espaldas, pero nada había detrás. Era a él a quien temían. ¿Qué cambio había impuesto sobre él la sangre del venado para que lo observaran con semejante horror?

—¿Cuál es el precio? —preguntó Segrivaun con voz aguda—. ¡Oh, Dios, caímos en la trampa de un peregrino!

Brasa rió nerviosamente.

—No me lo dijiste, niño. Tramposo. Tramposo. Dios odia a los mentirosos.

Orem no comprendía. ¿Qué tenía que ver esta charla sobre Dios y peregrinos, con un ciervo desangrado en el suelo y con el sabor de su sangre en la boca de todos?

Algo tocó su pierna. Orem bajó la vista. Era la mano del hechicero, que le aferraba abierta y encorvada como la mandíbula de una mordedora.

—¿No eres peregrino? —dijo la voz profunda. Sonaba gentil—. No eres peregrino y sin embargo te vemos. Todos nos vemos, y debíamos haber desaparecido al probar la sangre del venado…

Desaparecido. Se suponía que debían desaparecer, y le culpaban a él del fracaso.

—Perdóname, Horca de Cristal —se disculpó Segrivaun.

—¿Perdonarte? Te perdono con doce monedas de plata, así te he de perdonar. ¿Qué me has traído? ¿Tantas molestias por este niño miserable? Doce de plata, Segrivaun. No sabes quién guió tus pasos por la ruta baja, Brasa. No sabes quién te ayudó a ascender por el hilo de la araña, Segrivaun.

Horca de Cristal se puso de pie. Era alto para ser anciano. Miró a Orem directo a los ojos.

—Y tan temprano. Tan joven. Qué prisa.

Orem no sabía de qué hablaba el anciano. Sólo sabía que los ojos de Horca de Cristal estaban colmados de lágrimas, y que, al mismo tiempo, su rostro era codicioso.

—¿Cuánto tiempo te dejarán quedarte? ¿Qué crees? —preguntó en voz baja, como para sus adentros—. Tal vez el tiempo suficiente. Tal vez demasiado. Pero vale la pena, sí.

Siempre y cuando puedas aprender… y yo enseñar.

De pronto la mano de Horca de Cristal voló por el aire y se detuvo directamente frente al rostro de Orem, y el dedo levantado lentamente se posó sobre el globo ocular del niño.

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