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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (23 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—Yo tampoco tengo la culpa —dijo Orem—. Pero no puedo vivir a base de esto.

—Entonces aprende rápido —advirtió el mago—. Estaba preparado para el peligro que representaba tenerte. ¡Pero para los inconvenientes…! —El hechicero escarbó entre los restos y tironeó un catre desvencijado con la tela desgarrada—. Es lo mejor que puedo encontrar —se disculpó—. Pero aquí tienes. Hasta que aprendas.

—¿Mi cama? —se escandalizó Orem.

—¡Hasta que aprendas, maldito enclenque! ¡No te quejes ya que todo esto es por tu culpa!

—En ese caso, enséñeme.

—No puedo enseñarte, no del modo en que piensas. —Horca de Cristal chasqueó los dedos ante el rostro de Orem—. Sólo puedo sugerir, responder, informar… tú tienes que aprender. Está dentro de ti, si sabes reconocerlo y controlarlo. ¿Cómo podría enseñarte, si yo nunca he sido un Sumidero?

—Sean cuales sean sus planes, comience ahora mismo —urgió Orem.

—¡Vaya con el bastardo imperioso!

—Tengo hambre. Eso es todo.

El mago lo hizo tender sobre el suelo con un bulto de tela bajo la cabeza. Y entonces comenzó a proferir órdenes suaves y extrañas: extiende los dedos, cierra los ojos y dime el color del aire sobre tu cabeza. Escucha a ver si puedes oír el ruido que hace mi barba al crecer. Sí, escucha, extiende los dedos, trata de sentir el sabor de tus lágrimas dentro de los ojos…

Orem no lograba comprender ni una sola palabra.

—No puedo —musitó.

El mago no le prestó atención. Siguió con sus órdenes. Mientras estás allí tendido duermes, me escuchas y duermes mientras piensas que estás despierto y despiertas sólo cuando adviertes que te has dormido. Siente cómo el aire se torna más cálido, siéntelo detrás de la nuca, mira cómo brilla el sol, obsérvalo desde el suave lugar que hay detrás de tus rodillas. Sí, tú tienes ojos secretos allí, mira qué blanco se ve desde allí.

Había algo poderoso y urgente en el ritmo de las palabras del anciano, en sus cadencias. Por momentos sonaba como una plegaria, por momentos como una canción, a veces como el ladrido de un perro ofuscado. A Orem se le confundieron los sentidos. Dejó de ver a través de sus ojos y aun así tenía conciencia de su visión o de algo parecido a ella. A su alrededor había algo gris, como la niebla de anteayer. Podía escuchar el paso presuroso del tiempo. Ya no sentía dentro de él dónde tenía los dedos sino que percibía su sabor y la lengua le ardía en la boca y luego se enfriaba, y luego se marchitaba y se

agrietaba hasta que perdía rastros del sitio donde debía estar la boca, la lengua, donde debía estar el mismo Orem

Trató de hablar y sus rodillas se flexionaron, y sintió que en el pecho le estallaba una luz. Orem trató de mover su mano y un murmullo agudo provino de su garganta, pero lo percibió como un gran peso que le aplastaba los testículos y lloró de dolor.

Y entonces, cierta orden que dio sin saberlo hizo que la niebla gris se disipara a su alrededor. Una rápida contracción. No sabía qué había hecho, pero allí estaba. Allí estaba otra vez, y otra vez. Como espasmos, pero aprendió a dispersar el color gris y atraerlo, y acercarlo a él y a mantener la presión. Se deslizaba, quedaba suspendido y Orem comenzó a cansarse y a sentir el agotamiento como un verde oscuro dentro de sus muslos, pero supo que eso era lo que quería de él. Mantenlo, mantenlo, no lo dejes ir, mantenlo, mantenlo, y ahora pudo abrir los ojos y ver. No a un anciano sosteniendo un frágil farol en una habitación asquerosa sino a un joven, rubio y hermoso: como a su padre le hubiera gustado que fuese Orem, alto y fuerte. Y en sus manos no había un farol sino una estrella resplandeciente. La habitación no era pequeña ni sucia: yacía sobre un lecho en unos aposentos recubiertos de oscura caoba y de tapices de brocado marrón y el joven maravilloso le contemplaba con diamantes en los ojos.

—Este será mi hogar, Orem, cada vez que lo permitas —dijo el joven enjoyado que sostenía la estrella.

Y entonces fue demasiado para él, y Orem sintió que algo se quebraba adentro, y que de su interior fluía algo gris y que sus sentidos revoloteaban enloquecidamente por la habitación y por dentro de su cabeza. Se retorció en su catre miserable hasta que por fin quedó tendido como una araña, exhausto, rodeado nuevamente por la sordidez. El anciano asintió.

—No está mal para ser tu primera lección. A medida que pase el tiempo lo harás mejor.

Si logras resistirlo.

Lo hizo. Cada vez adquirió más fuerza y maestría, hasta que en unas semanas fue capaz de contener la niebla dentro de su cuerpo durante todas las horas del día, para alivio del hechicero. Ahora podían comer juntos. Y en dos meses ya era un acto reflejo, al punto que controlaba su poder incluso durante el sueño. Salvo en contadas ocasiones, en que se le escapaba y despertaba nuevamente en el camastro en lugar de sentir el lecho mullido. Le contó al hechicero estos lapsus. El viejo se encogió de hombros y dejó brillar sus ojos de diamante.

—Probablemente de niño fuiste de los que mojaban la cama, también.

LAS MUJERES DEL MAGO

Una noche, mientras leían libros en su biblioteca, Horca de Cristal le dijo:

—Al parecer, mis barriles han llamado tu atención.

—Le deben… gustar mucho las aceitunas —aventuró Orem.

Horca de Vidrio dejó escapar una sonrisa hermosa y brillante. Entonces abrió una de las tapas con la palanca que descansaba sobre el barril de la izquierda.

—Lo que más amo en el mundo —dijo el mago—. Y no lo conservo con magia, no, en absoluto. Es por eso que no desapareció cuando entraste tan torpemente y arruinaste el lugar. Es lo que aparenta. —La tapa salió, salpicando agua. Orem se puso de pie para ver.

No eran conservas lo que flotaba en el agua, ni cebollas, ni zanahorias, al parecer. Ya que el hechicero tendió la mano, aferró un puñado de cabellos que flotaban y levantó la cabeza arrugada de una mujer.

Cabeza, cuello y hombros desnudos. Los párpados caían flojos, la boca colgaba abierta y la piel estaba arrugada como una pasa de cien años; arrugada y blanca. Bien blanca como la clara de un huevo, blanca como el ojo del pez ciego de las cavernas de Watermount.

—Mi amor, mi vida, mi tesoro, mi esposa. La más amada de todas las mujeres. El polvo del morral de mi cinturón, el polvo de su sangre, aquí… una pizca de polvo, no mucho, solo una pizca, y mira.

—La mano de Horca de Cristal vertió sobre la mujer un polvo negruzco y Orem vio que el cuerpo temblaba bajo su mano. Los ojos temblaron y se abrieron laxos.

—Nnn —dijo el cadáver.

—Mi dama —dijo el hechicero.

—Nnnn.

—Tengo un aprendiz que desea conocerte.

—Nnnn.

—Es un chico listo, a su modo. No tiene modales, come como un cerdo y huele peor, y no hay otro remedio que bañarlo, ya que ahuyenta los hechizos como la grasa ahuyenta el agua de lluvia. Pero, sí, tiene un corazón compasivo. ¿Crees que se conmoverá con tu historia, amor?

La voz seguía siendo un gemido, pero ahora Orem advertía que la lengua perezosa intentaba articularse; había palabras. Déjame dormir podía haber dicho. O tal vez Hondo morir. Era difícil escucharla. Y Horca de Cristal no hacía más que sonreír.

—Vienes de muy lejos, ha sido un camino largo y penoso, ¿verdad, amor? Y aunque la travesía es larga, sabes que te amo. Eso debe ser un alivio para ti en tu muerte, tal como a mí me reconforta estar en tu compañía.

—Nnnn —dijo la cabeza empapada. De la boca salió un borbotón de bilis, y luego todo volvió a estar laxo. Suavemente, el hechicero dejó hundir la cabeza. Cuando se volvió hacia Orem, sus ojos eran esmeraldas, verdes como el musgo de los barriles.

—¿Te dije que soy el más grande de los hechiceros de Inwit? Es cierto, pero menudo honor, menudo honor. ¿Crees que la Reina Belleza me dejaría quedarme si fuera realmente poderoso? Un hechicero poderoso no deja que su mujer y sus hijas mueran de una ridícula enfermedad. No tiene que ver cómo empeoran cada día hasta morir. Un mago fuerte no es tan débil de corazón para dejar que mueran con su sangre. Furtivo no lo habría hecho, ¿sabes? Furtivo les habría deparado la muerte, y luego, con toda calma habría retirado su sangre aún caliente, henchida de poder. Pero yo, como un hechicero aguardé, y la retiré cuando estaba fría. Tomé sangre fría y encontrada. Aquí está, hecha polvo, y su poder sólo basta para revivirlas cada tanto y conversar con ellas. —de sus ojos brotaron lágrimas—. Me estoy poniendo sentimental, más no he de ocultar mi corazón al discípulo. Oh, Carniseco, mi niño, mi amigo, mi esposa era la más bella de todas las damas de poder, sin contar a Belleza. Mi esposa era adorable, y sus encantos no menguaron incluso tras dividirlos entre mis dos hijas. ¡Míralas!

Horca de Cristal destapó los otros barriles y levantó a sus hijas, y Orem las contempló, aunque no sentía deseos de hacerlo.

—¡Mira la curva de los senos! ¡Ahora están flojos, pero imagínalos!

Orem no podía imaginarlos, pero murmuró un asentimiento. Para él la hija era tan anciana como la madre, pues lo que no habían hecho los años lo había hecho el agua salobre.

—Cabellos de oro, y su hermana morena, como el día y la noche caminando por la ciudad. No hice hechizo alguno para embellecerlas: era propio de ellas. Ellas eran así. ¡Y

los hombres que me las pidieron en matrimonio! Pero yo las guardaba para un amante que superara a cualquier hombre. —Nuevamente las lágrimas brillantes asomaron a sus ojos color esmeralda—. Las reservaba para la Muerte, que entró sigilosa y las sedujo mientras yo observaba impotente. Las marchitó y las arruinó delante de mis ojos. Pero tengo suficiente poder para despertarlas. Puedo hacer que regresen.

—Sí —dijo Orem.

—Oh, por las Hermanas, por el Venado, por ese deleznable Dios que acabó con nuestro poder y nos encerró, ¡si tan sólo supiera lo que sabían los maestros! Maté al ciervo en la

torre, para que mis competidores vean el cuerpo y piensen que acaso tengo más poder que ellos… pero nada sé hacer con su sangre salvo estúpidos trucos de invisibilidad, y eso puede hacerse con ovejas! Extraigo la sangre del venado, ¡y qué consigo con ella?

Reafirma mi debilidad. —Cerró los barriles, y encajó las tapas con la maza—. Mi vida está aquí, encogiéndose en salmuera. Pero con tus dones seré el más poderoso de Esperanza del Venado, el más grande de todos. Y sin embargo… —Deambuló hacia la escalera, hablando para sus adentros—. Seré el más poderoso de todos y sin embargo demasiado débil para poder salvarlas.

Esa noche Orem no durmió mucho. Despertó perturbado y sobre el camastro, no en los aposentos de caoba. En su sueño la cabeza sumergida de la esposa del mago lo había llamado, y él iba hacia ella pues no podía negarse.

En la biblioteca había una pálida luz. Venía del musgo verdoso y fosforescente de los barriles. Se sentó sobre una pila de residuos en la habitación revuelta y sin magia.

Observó.

El barril que contenía a la esposa del hechicero tembló primero. Luego lo hicieron los demás, como si los cuerpos sufrieran silenciosas convulsiones y agitaran las aguas.

Entonces una de las tapas se levantó con fuerte ruido; otra se partió por la mitad y una tercera se hundió en el tonel, desbordando el agua.

En el sueño no había sentido peligro alguno, pero ahora Orem tenía miedo. Las cosas muertas debían quedar inmóviles; todos lo sabían. Pero cuando los muertos llaman, sólo un tonto les ignora. Y por eso se quedó y observó mientras una mano se levantaba de uno, de dos, de todos los barriles. Eran manos de largos dedos, y por ellas corría lenta una luz verdosa, que se deslizaba por las muñecas hasta llegar al agua, como si fuesen orugas.

—No me hagáis daño —murmuró Orem.

Abruptamente, las manos se lanzaron hacia él. Contuvo la respiración, extendió su poder mágico de negación para tratar de detenerlas, pero esto no era magia, no era la magia cruenta que un Sumidero es capaz de absorber. Las manos no se dejaron interrumpir por sus más tenaces esfuerzos. Se deslizaron sobre los barriles y con un dedo comenzaron a escribir sobre el musgo. Orem podía leer las líneas oscuras sobre el destello verdoso. Cada mujer escribía su palabra, temblando como si un poder incoercible la controlara.

HERMANA
, escribió la esposa.

DIOS
, escribió la hija morena.

CUERNO
, escribió la hija rubia.

Y luego más deprisa, a medida que las manos adquirían más segundad:

Hermana
Dios
Cuerno
Prostituta
Esclavo
Piedra
Debes
Debes
Debes
Ver
Servir
Salvar

Entonces las manos se sacudieron con violencia, volaron en el aire y se hundieron salpicando agua. Luego volvieron a asomarse, pero con cierta resistencia, como si quisieran seguir escribiendo o alejarse de los barriles para siempre pero hubiese algo que se lo impidiera. El deseo de escribir fue más fuerte: los dedos trazaron con rasgos apenas legibles palabras que solo tenían sentido si se leían juntas.

Deja Que Muera

Y luego todo terminó. Las manos se hundieron ruidosamente en el agua; las tapas regresaron a su sitio, y la que se había roto pareció soldarse en el acto. El musgo perdió

brillo, y las letras de las últimas palabras se desvanecieron en una oscuridad uniforme.

Orem salió disparado escaleras arriba.

Hermana Prostituta Debes Ver.

Dios Esclavo Debes Servir.

Cuerno Piedra Debes Salvar.

Deja Que Muera.

No comprendía nada y pasó toda la noche entre el sueño y la vigilia, tratando de entender y de no pensar. Si el último mensaje era el que las mujeres del hechicero enviaban por sí mismas, ¿entonces quién había enviado la primera parte? ¿O no tenía ningún sentido? ¿Quién podía levantar las manos de los muertos aun cuando el poder de un Sumidero había sustraído toda la magia?

Sólo al asomar la primera luz de la mañana pensó en hacer lo más obvio, lo más instintivo: sumó las palabras hacia arriba, y las sumó hacia abajo, concibiéndolas como hileras y columnas. La suma de las hileras hacia arriba daba Palicrovol. La suma de hileras hacia abajo daba Belleza. Y las columnas sumadas para cualquiera de ambos lados decían: Dar todo, y nada recibir.

TRAVESURAS
BOOK: Esperanza del Venado
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