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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (22 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Pero Orem no parpadeó. Sólo contempló el negro rosáceo de la yema del viejo, ligeramente consciente de que el dedo estaba caliente. De pronto adquirió una nitidez imposible. Podía ver cada línea de las huellas digitales, y en ellas podía ver, como a cien metros por debajo, en lo vertiginosamente profundo del dedo, miles de personas amontonadas, gritando, tendiendo las manos por entre la maraña de espirales, rogándole que las liberara.

—No puedo —susurró.

—Oh, pero sí puedes —dijo el hechicero. Y ahora su voz no era profunda y cascada. Era una voz juvenil, adolescente. Era la propia voz de Orem, que hablaba por la boca del mago—. Puedes. Es todo lo que puedo hacer con sangre de venado para retenerte, incluso este tiempo. ¿Qué me has robado por el solo hecho de estar en esta habitación?

—Nada —repuso Orem.

¿Qué podía haberle robado, desnudo como estaba? El hechicero retiró el dedo del ojo de Orem. Ahora sentía un agrio dolor y tuvo que llevarse las manos a los ojos y frotarlos hasta que las lágrimas corrieran por el vidrio empañado de su visión.

—¿No sabes, Segrivaun, que los peregrinos solo pueden hacer visibles a la propia persona, pero no a la de los demás? Y sin embargo, tanto tú como Brasa, y como yo y el ciervo estamos aquí. No es peregrino. Sino algo que es mío. Mío sin duda. Una bolsa llena de plata, Brasa. Y diez de plata para ti, señora Segrivaun. ¿Es suficiente?

¿Suficiente?

—¡Oh, suficiente, Horca de Cristal! —exclamó Brasa.

—¿Suficiente para que no tengáis memoria de haber traído aquí a este muchacho?

—Ya lo he olvidado.

—¿Suficiente para que no tengáis memoria de que fracasó la sangre caliente de un ciervo?

—Ya lo olvidé, mi señor —repuso Segrivaun.

Horca de Cristal se echó a reír.

—Ambos sois capaces de perjurar cien veces en un mismo día. No, juraremos por el Venado, ¿sí? Por el Venado. —Y fue así como todos, incluso Orem, se reclinaron alrededor del ijar del ciervo, hundieron el dedo en la herida tierna y sangrienta y todos, incluso Orem, juraron. Fue un juramento terrible, y Orem supo que en ese momento se cortaba su hilo. Recordó todo el encantamiento, pero ya no había camino de regreso.

Una bolsa de monedas pasó de mano en mano. Orem supo lo que estaba sucediendo.

Lo habían vendido. Lo daban en posesión. Se había marchado de Inwit sin su pase por no querer ser el sirviente de un sirviente. Ahora sería… algo… de este Horca de Cristal. Y no libre, precisamente.

Y sin embargo, no le importaba.

Los demás se marcharon y Horca de Cristal devolvió las ropas a Orem. Se vistieron juntos, Orem con sus sucias ropas de viaje y el anciano con un manto verde oscuro.

—¿Qué ha sucedido conmigo? —quiso saber Orem.

—Has sido empleado.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por toda la vida, supongo, sea cuan larga fuere. Pero no desesperes. Tendrás toda la libertad de la ciudad y los pases mejor falsificados que el dinero pueda comprar, ya que

contigo no puedo usar mis hechizos para cegar a los guardias. Y lo único que tienes que hacer, mi niño, es servirme.

—Sólo quería entrar en la ciudad.

Horca de Cristal le arrojó su cinturón.

—Y ya lo has hecho. O lo harás en un instante.

—¿Qué le hace pensar que deseo servirle?

Horca de Cristal se limitó a sonreír amablemente y palmeó el motivo circular que adornaba el frente de su manto. Al principio parecían ser los siete círculos que señalan al hombre de Dios. Pero eran ocho. Dos pares dobles. Daba miedo pronunciarlo, porque hacia arriba quería decir mi sangre, y hacia abajo, agua seca. Y si se tomaban los cuatro grupos de a dos, decía no hay esperanza.

—No tendrás miedo, ¿verdad niño?

—Sí, tengo miedo.

—Dime, ¿cuánta magia has visto en tu vida?

—Muy poca.

—¿Pero cuánta magia ha obrado realmente ante tus ojos?

Ninguna. Por eso la deseaba tanto. La magia era algo de lo cual hablaban los demás, que todos habían visto desde que él era pequeño, pero nunca en toda su vida había presenciado la ocasión en que sucedía. Ya que cada vez que él estaba allí, por mucho que lo intentaran la magia no se producía.

—Eso es, niño. Ninguna. Nunca en tu vida. ¿Tu madre hacía magia?

Asintió con la cabeza.

—Pero te hacía salir cada vez que se entregaba a la tarea, ¿verdad? Cuando tejía, cuando cocinaba, hacía que te marcharas.

Sintió la amenaza de un desborde de amargura.

—Sí —dijo.

—Siempre te hacían salir. ¿Por qué, niño? ¿Por qué? ¿Cuando te hicieron los hechizos de la fortaleza no resultaron, no es así? Jamás llegaste a ser fuerte, jamás desarrollaste músculos. ¿Ningún sargento de la aldea te reclutó, verdad? Ya que donde estás tú, niño, donde estás tú se produce un agujero en la trama del mundo. Eres un Sumidero, amigo.

Un Sumidero.

No tenía noción de qué es lo que podía significar semejante cosa.

¿Sería algo bueno o malo? Si piensa castigarme por ello, no lo aceptaré sin discutir.

—Soy Orem el Carniseco.

—¿Qué crees que es la magia, Carniseco?

—Poder. Poder adquirido con sangre.

—Adquirido. Sí, supongo que eso es todo lo que has podido aprender. Pero no se adquiere como compran los mercaderes, con dinero. Ellos dividen lo que es ganar de lo que es adquirir, poniendo el dinero de por medio, tal que el precio puede subir y bajar y perder relación con el trabajo. Es así como a uno le pueden engañar. Pero los precios no cambian cuando se trata de la sangre.

—Bueno. Entonces digamos que se gana.

—Tampoco se gana. Pues uno no puede hacer más para ganar más. Está allí, en ti. Sólo está. En cada ser viviente, según la sangre. La sangre de la vida es una red, una trama que trazamos con nosotros, en la cual atrapamos la vida del mundo mientras andamos. Y

la sangre viviente entraña poder, y lo conserva, de tal forma que cuando uno como yo, que sabe utilizar dicho poder, cuando yo, digamos, extraigo la sangre caliente puedo dar forma, puedo construir, puedo crear y puedo matar. Pero no con tu sangre, Orem el Carniseco. Oh, tú atrapas la vida cuando pasa, sí, el poder fluye en ti como en ningún otro. Mejor que en los demás, ya que tu red es grande, se teje en ti y alrededor de ti, y extraes vida y poder de todos. ¿Pero te llenas de poder? ¿Hay más poder en ti?

—¿No?

—Tú sustraes la magia que hay en la sangre, pero luego se escurre de ti, regresa a la tierra, a la espera de que la absorban los árboles y la hierba, de que se fusione con el aire, que la incorpore el rebaño, que se asiente nuevamente en la sangre de los demás hombres. No puedes utilizarla. Se escurre de ti y desaparece.

—¿Hasta qué punto?

—En un solo instante escurriste la sangre de todo un venado, Carniseco. Eso es poder, hijo. Para ti no hay límite. Oh, Hermanas, no hay otro límite que la forma de tus redes, Señor Pescador, que el sitio donde se emplazan tus redes, Maestra Araña. Yo te enseñaré.

—¿Me enseñará?

—Cómo emplazar tus redes. Cómo absorber poder cuando y donde lo desees. Tú robar s para mí, tú desharás la magia donde yo te lo indique. ¿Quién podrá resistirse, entonces? ¿Quién competirá con Horca de Cristal? Desafiadme, todos, y mi Sumidero, mi Carniseco horadará la médula de vuestro poder y os agotará.

—¿Por qué a usted?

—Porque es a mí a quien has acudido. No fue accidente. El poder va hacia ti, y tú vas hacia el poder. Soy el más grande de todos los doctos sabios de la Calle de los Magos.

Viniste hacia mí en busca de poder. Oh, es un riesgo que asumo. Es un sacrificio el que hago. ¿Cuán rápido aprenderás? Hasta que lo hagas, no habrá magia en mi casa. Eres un peligro para mí. Por supuesto, si te tornas demasiado peligroso tendré que matarte.

Conque aprende rápido, niño. Aprende rápido.

—Lo haré.

—Durante toda mi vida he leído historias de Sumideros, pero jamás pensé que viviría para ver alguno. Sígueme, amigo.

El camino de salida era tan difícil como el de entrada, pero ahora Orem no se molestó en tratar de memorizar el camino. Había llegado al Inwit que siempre soñó, al Inwit de la antigua magia de la época anterior al mismo Dios.

Por fin se detuvieron ante una casa en penumbras, y a distancia vislumbraron la silueta de dos torres lejanas.

—La Puerta del Oeste —dijo Horca de Cristal—. Belleza la cerró sólo un año después de que Palicrovol abandonara la ciudad. Pero Puerta del Oeste no era su verdadero nombre ni siquiera entonces. Antes de Palicrovol era la principal puerta de la ciudad. La Huella de la Cierva, ese era su nombre y la antigua ciudad no era Inwit sino Esperanza del Venado.

Esperanza del Venado, ya que mucho antes de que los siete círculos fueran tallados sobre el Portal de Dios encendían el candelabro de cien puntas en los salones de las grandes casas. Y entonces no iban al Gran Templo. Los peregrinos venían a la Calle del Altar, al pequeño árbol partido que jamás ha de morir. Incluso Palicrovol, quien cree ser un Enviado de Dios, incluso él sabe la verdad. ¿Crees que en trescientos años ha olvidado que abandonó al Venado?

Entonces el hechicero le envió a la calle mientras mágicamente ocultaba la entrada del pasadizo. Y le envió con una advertencia: no tienes pase. No trates de escapar. Pero Orem no quería escapar. Mientras caminaba por la calle crepuscular se sentía dichoso.

Esperanza del Venado. Huella de la Cierva. El árbol partido que no habría de morir. La Calle del Altar. La ciudad que existía antes de que llegara Dios. La ciudad que Orem había venido a encontrar.

16
EL SABOR DEL PODER

De cómo Orem llegó a conocer la muerte que desgarra el corazón del mundo.

EN CASA DEL HECHICERO

Como todos los magos de Inwit por esa época, Horca de Cristal vivía en la Calle de los Magos. Su casa era bastante corriente y modesta vista desde el exterior. Su único anuncio era una herradura que pendía de un clavo, ya que en algún momento había sido la tienda de un herrero. Los goznes estaban tan mal ajustados que más que cerrarse las puertas parecían inclinarse hacia adelante. La brisa que suspiraba por las calles hacía aletear un burdo toldo. En el porche se veía una capa de polvo que parecía no haber conocido la limpieza durante años. Pero el mago no se perturbó en lo más mínimo al subir los peldaños y abrir la puerta para que ambos pudieran pasar.

—Adentro, adentro —susurró. Orem pasó, agachando la cabeza para evitar una espesa tela de araña: su dueña sin duda se sentiría molesta por la indeseada interrupción. Dentro la habitación estaba a oscuras, y lo estuvo más aún cuando el hechicero cerró la puerta tras de sí.

—La lámpara… la lámpara —dijo, tanteando en la penumbra.

—¿Qué es este sitio?

—El crisol celestial, el fuego gentil, el sostén del corazón, el lugar del descanso y el reposo. En una palabra, mi domicilio.

Horca de Cristal encontró una cerilla. La frotó una, dos veces, pero no se encendió. Las cerillas tenían hechizos, todo el mundo lo sabía, y ahora Orem comprendía por qué razón su madre le hacía salir de casa cada vez que debía encender el fogón de la cocina.

—Debemos enseñarte pronto, sin duda.

Encendió una llama sin apelar a la magia.

—Pedernal y yesca, piedra y mena, sí, sí, aquí.

Horca de Cristal era mucho menos diestro que Brasa en esos menesteres. Por fin se encendió una pequeña llama con chispas, no sobre estopa de lana sino sobre un trozo de papel. Era la primera vez que Orem veía encender fuego con papel. El papel era demasiado valioso en la Casa de Dios de Banningside. Pero daba luz, y Orem paseó la mirada por el lugar mientras Horca de Cristal encendía el farol.

Era una habitación atestada de cosas. Sobre los estantes que pendían de las paredes había pilas de objetos desordenados. Y también sobre el suelo, y en los peldaños de la escalera estrecha y empinada que conducía al piso superior. Contra la pared del norte había tres inmensos barriles, sin marcar, pero húmedos y fangosos. Y todo tenía tres dedos de polvo.

—¿No ha podido hallar mejor lugar? —preguntó Orem.

Horca de Cristal le miró con enfado.

—No suele verse con este aspecto. Pero tú estás aquí, y tendré que verme privado de mi mobiliario habitual durante un tiempo. —Y mientras hablaba el farol se extinguió—. ¡Maldito seas! ¿Quieres irte arriba un rato mientras me ocupo de esto?

Orem subió las escaleras dando tumbos, enredándose con las telas de araña.

Entonces escuchó que Horca de Cristal deambulaba por el piso inferior. Pronto se encendió un fuego en la chimenea, si bien antes no había visto fogón alguno en la sala. Y

escuchaba que el hechicero iba de una habitación a otra, abriendo y cerrando puertas, aunque antes sólo había visto una sola sala. Con magia, el sitio era un palacio. Pero con un Sumidero presente, volvía a ser un sitio inmundo. En verdad, el mago jamás se había ocupado de mantener la casa en condiciones, ya que todo el tiempo vivía rodeado de magia.

Entonces le escuchó hablar.

—No pude evitarlo —dijo Horca de Cristal quejumbrosamente. ¿Se oyó acaso el murmullo de una respuesta? Nadie había llegado con ellos. Orem aguardó y trató de escuchar, y finalmente, después de lo que le pareció horas, se puso impaciente.

—¡Horca de Cristal!

—¡No bajes las escaleras o te partiré el gaznate!

—¡Pero si no me he movido!

—¡Bien! ¡Es lo único que te mantendrá con vida!

—¡Tengo hambre! ¡Y aquí está oscuro!

Abajo, escuchó que el mago ajustaba la tapa de un barril golpeándola con una maza.

Pronto Orem oyó los pasos del mago por las escaleras. Al principio eran pasos que se posaban sobre una superficie alfombrada, pero luego, de pronto, lo que escuchó fue el golpeteo del cuero sobre la madera pelada.

—Que los huesos de tus ancestros se conviertan en hongos. —La voz era tenue, pero clara, porque ahora la cabeza del mago se asomaba por la puerta. Levantó el farol para que iluminara la diminuta habitación.

—Oh, qué espanto —exclamó el hombre.

Orem convino en silencio. Era un sitio mugriento, nauseabundo y decrépito, lleno de cosas. A su lado, las habitaciones de La pala y la sepultura eran un edén.

—Sírvete —dijo el mago, ofreciéndole un plato de pan muy seco.

—¿Esto es todo lo que me darás de comer?

—Cuando lo conjuré abajo era pavo asado, pero ¿qué culpa tengo de que en tu presencia el hechizo se estropee?

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