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Authors: Ian McEwan

Expiación (6 page)

BOOK: Expiación
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Había llegado a una de las ventanas abiertas de par en par del cuarto de juegos y debió de ver lo que tenía ante sus ojos unos segundos antes de registrarlo. Era un escenario en el que fácilmente se hubiera podido emplazar, al menos a lo lejos, un castillo medieval. Kilómetros más allá del terreno de los Tallis se alzaban las Surrey Hills y sus huestes inmóviles de robles frondosos, con su verdor mitigado por una lechosa neblina de calor. Luego, más cerca, el parque abierto de la finca, que aquel día presentaba un aspecto seco y salvaje, achicharrado como una sabana, donde árboles aislados arrojaban breves sombras inhóspitas, y a la hierba alta la asediaba ya el amarillo leonado del verano. Más cerca, dentro de los límites de la balaustrada, estaban los rosales y, todavía más próxima, la fuente del tritón, y de pie junto al muro de contención de la pileta, estaba su hermana y, justo delante de ella, estaba Robbie Turner. En la postura de Robbie había algo formal, tenía los pies separados y la cabeza inclinada hacia atrás. Una proposición de matrimonio. A Briony no le hubiera extrañado. Había escrito un cuento en el que un humilde leñador salvaba a una princesa de morir ahogada y acababa casándose con ella. La escena que se desarrollaba allí encajaba bien. Robbie Turner, hijo único de una humilde mujer de la limpieza y sin padre conocido; Robbie, a quien el padre de Briony le había pagado los estudios desde el colegio hasta la universidad, que había querido ser jardinero paisajista, y ahora quería estudiar medicina, tenía la ambiciosa audacia de pedir la mano de Cecilia. Era perfectamente razonable. Aquellos cruces de fronteras eran la sustancia del idilio cotidiano.

Menos comprensible, sin embargo, era el modo imperioso en que Robbie levantaba ahora la mano, como impartiendo a Cecilia una orden que ella no se atrevía a desobedecer. Era extraordinario que ella no se resistiese. Ante la insistencia de él, ella se estaba desvistiendo, y con qué rapidez. Ya se había quitado la blusa y ahora la falda había caído al suelo y Cecilia liberaba los pies de ella mientras él miraba impaciente, con los brazos en jarras. Qué extraño poder ejercía Robbie sobre ella. ¿Chantaje? ¿Amenazas? Briony se llevó las dos manos a la cara y retrocedió un poco desde la ventana. Pensó que debía cerrar los ojos y ahorrarse la visión del deshonor de su hermana. Pero fue imposible, pues hubo más sorpresas. Cecilia, felizmente todavía en ropa interior, estaba escalando el pilón, se metía hasta la cintura en el agua y, pinzándose la nariz con los dedos, se sumergía en ella. Sólo se veía a Robbie, y las ropas en la grava y, más allá, el parque silencioso y las colinas lejanas, azules.

La secuencia era ilógica: la escena de la ahogada, seguida por su salvamento, debería haber precedido a la proposición de matrimonio. Tal fue el último pensamiento de Briony antes de aceptar que no comprendía nada y que debía limitarse a observar. Sin ser vista, desde la altura de dos pisos más arriba, aprovechándose de la clara luz solar, tenía un acceso privilegiado, a través de los años, a la conducta adulta, a ritos y convenciones de los que todavía no sabía nada. Estaba claro que esas cosas sucedían. Cuando la cabeza de su hermana emergió a la superficie —¡gracias a Dios!—, Briony tuvo el primer y tenue atisbo de que para ella ahora no sólo podía haber castillos y princesas de cuento de hadas, sino la extrañeza del aquí y ahora, de lo que ocurría entre las personas, la gente común que ella conocía, y el poder que unos ejercían sobre otros, y lo fácil que era no entender nada, absolutamente nada. Cecilia había salido del pilón y se estaba arreglando la falda y se ponía trabajosamente la blusa encima de su piel mojada. Se volvió bruscamente y recogió de la honda sombra del muro de la fuente un jarrón de flores que Briony no había advertido hasta entonces, y echó a caminar en dirección a la casa. No intercambió palabra alguna con Robbie, ni tampoco le miró. El miraba ahora fijamente al agua, y luego también se puso en marcha, sin duda satisfecho, y dio la vuelta a la casa. De repente el escenario se quedó vacío; el espacio de suelo mojado donde Cecilia había pisado al salir de la fuente era el único indicio de que hubiese sucedido algo.

Briony se recostó contra una pared y recorrió con la mirada, sin verla, toda la longitud del cuarto. Era una tentación para ella ser mágica y dramática, y considerar lo que había presenciado como un cuadro vivo representado para ella sola, una enseñanza especial envuelta en misterio. Pero sabía muy bien que si no se hubiera levantado, la escena habría acontecido igualmente, porque no le concernía para nada a ella. El puro azar la había conducido a la ventana. Aquello no era un cuento de hadas, sino el mundo real, el mundo adulto en el que las ranas no hablaban a princesas y los únicos mensajes eran los que emitían las personas. Era también una tentación correr al cuarto de Cecilia y exigir una explicación. La venció porque quería perseguir a solas la débil emoción de una posibilidad que había sentido antes, la esquiva excitación ante una perspectiva que estaba a punto de definir, al menos emocionalmente. La definición se depuraría a lo largo de los años. Habría de reconocer que quizás hubiese atribuido más deliberación de lo que era viable a su ego de trece años. En aquel momento puede que no hubiera habido palabras precisas; de hecho, quizás sólo hubiese experimentado impaciencia por empezar a escribir de nuevo.

Mientras aguardaba en el cuarto a que regresaran sus primos, presintió que podría escribir una escena como la sucedida junto a la fuente e incluir a un observador oculto, como ella misma. Se imaginó corriendo abajo, a su dormitorio, para coger un bloc limpio de papel rayado y su pluma de baquelita marmolada. Veía las frases sencillas, la acumulación de símbolos telepáticos que manaban de la punta de la pluma. Podría escribir la historia tres veces seguidas, desde tres puntos de vista; lo que la emocionaba era la perspectiva de libertad, de verse exonerada de la lucha engorrosa entre el bien y el mal, los héroes y los villanos. Ninguna de las tres versiones era mala ni tampoco especialmente buena. No necesitaba enjuiciar. No tenía que haber una moraleja. Sólo había que mostrar mentes separadas, tan vivas como la suya, luchando contra la idea de que otras mentes estaban igualmente vivas. No era sólo la maldad y las intrigas las que hacían infeliz a la gente, sino la confusión y la incomprensión; ante todo, era la incapacidad de comprender la sencilla verdad de que las demás personas son tan reales como uno. Y sólo en un relato se podía penetrar en esas mentes distintas y mostrar que valían lo mismo. Era la única enseñanza que debía haber en una historia.

Seis decenios más tarde contaría que a la edad de trece años había recorrido en sus escritos una historia completa de la literatura, empezando con relatos derivados de la tradición europea de los cuentos populares y siguiendo por el teatro de simple intención moral, hasta llegar a un realismo psicológico imparcial que había descubierto por sí misma una mañana especial, durante la ola de calor de 1935. Sería muy consciente del alcance de su propia mitificación, y daría a su crónica un tono de autoburla de su propia persona o falsamente heroico. Su narrativa era conocida por su amoralidad, y como todos los autores presionados por una cuestión recurrente, se sintió obligada a crear un argumento, una trama de su desarrollo que comprendiese el momento en que llegó a ser, de un modo inconfundible, ella misma. Sabía que no era correcto hablar de sus dramas en plural, que la burla la distanciaba de la niña seria y reflexiva, y que lo que rememoraba no era tanto la mañana lejana como sus posteriores relatos de la misma. Era posible que la contemplación de un dedo doblado, la insoportable idea de otras mentes y la superioridad de los relatos sobre las obras de teatro fueran pensamientos que había concebido en otros tiempos. También sabía que todo lo que había sucedido de verdad extraía su importancia de su obra publicada y no sería recordado sin ella.

Sin embargo, no podía traicionarse del todo; no había la menor duda de que había acontecido alguna clase de revelación. Cuando la niña volvió a la ventana y miró abajo, el cerco húmedo sobre la grava se había evaporado. Ahora sólo quedaba de la escena muda junto a la fuente lo que persistía en su memoria, en tres recuerdos separados y yuxtapuestos. La verdad se había tornado tan espectral como una invención. Ahora podía empezar por consignar el episodio tal como lo había visto, por afrontar el reto mediante la negativa a condenar la escandalosa semidesnudez de su hermana a la luz del día y justo al lado de la casa. Luego podría recrear la escena, vista por Cecilia y después por Robbie. Pero ahora no era el momento de empezar. El sentido de la obligación de Briony, así como su instinto de orden, era poderoso; tenía que concluir lo que había comenzado, había un ensayo en curso, Leon estaba en camino, la familia contaba con una función esa noche. Tenía que bajar de nuevo a la lavandería para ver si las penalidades de Jackson habían terminado. La escritura podía esperar hasta que Briony estuviese libre.

4

Hasta última hora de la tarde Cecilia no consideró que el jarrón estaba reparado. Se había recocido al sol toda la tarde en una mesa junto a una ventana de la biblioteca orientada al sur, y ahora lo único que se veía en el vidriado eran tres líneas serpenteantes que convergían como ríos en un atlas. Nadie lo sabría. Al atravesar la biblioteca con el jarrón en las manos, oyó lo que pensó que era el sonido de pies descalzos en las baldosas del pasillo de fuera, al lado de la puerta. Tras haber pasado muchas horas sin pensar adrede en Robbie Turner, le pareció indignante que él volviera a entrar en la casa sin calcetines. Salió al pasillo, resuelta a reprenderle su insolencia, o su mofa, y se topó, en cambio, con su hermana, visiblemente angustiada. Tenía los párpados hinchados y resáceos, y se pellizcaba el labio inferior con el pulgar y el índice, viejo indicio en Briony de que se avecinaba un copioso llanto.

—¡Cariño! ¿Qué pasa?

En realidad tenía los ojos secos, y los bajó levemente para captar el jarrón y luego pasó de largo, hasta donde estaba el caballete que sostenía el cartel con el título alegre y multicolor, y un montaje a lo Chagall de pasajes de la obra pintados con acuarela alrededor de las letras: los padres llorosos despidiendo a Arabella, el viaje a la costa bajo la luz de la luna, la heroína en su lecho de enferma, una boda. Se detuvo un momento ante el cartel y luego, con un violento golpe transversal, desgarró más de la mitad del anuncio y lo dejó caer al suelo. Cecilia posó el jarrón, corrió hasta su hermana y se arrodilló para recoger el trozo roto antes de que Briony lo pisoteara. No sería la primera vez que la había rescatado de la autodestrucción.

—Hermanita. ¿Son los primos?

Quería consolarla, porque a Cecilia siempre le había encantado mimar a la bebé de la familia. Cuando era pequeña y propensa a tener pesadillas —aquellos gritos terribles en mitad de la noche—, Cecilia iba a su cuarto y la despertaba. Vuelve, le susurraba. No es más que un sueño. Vuelve. Y luego se la llevaba a su cama. Quiso rodear el hombro de Briony, pero ella ya no se estaba tirando del labio, se había ido hasta la puerta principal y descansaba una mano en la aldaba de latón, una testa de león que la señora Turner había abrillantado esa tarde.

—Los primos son estúpidos. Pero no sólo es eso. Es…

Se retrajo, dudando de si debía contar su revelación reciente.

Cecilia alisó el triángulo de papel rasgado y pensó que su hermana estaba cambiando. Le habría convenido más que Briony hubiese llorado y se dejase consolar en la
chaise longue
de seda del salón. Unos murmullos aterciopelados y relajantes habrían sido un alivio para Cecilia después de un día frustrante, cuyas diversas contracorrientes sentimentales había preferido no examinar. Encarar los problemas de Briony con caricias y palabras amables habría restaurado una sensación de control. Sin embargo, había un elemento de autonomía en la desdicha de la niña. Vuelta de espaldas, estaba abriendo la puerta de par en par.

—¿Qué es, entonces?

La propia Cecilia notó el tono mendicante de su propia voz.

Más allá de su hermana, allende el lago, el sendero se curvaba a lo largo del parque, se estrechaba y ascendía sobre una elevación del terreno hasta un punto donde se agrandaba una forma diminuta, a la que el alabeo del calor volvía informe, y que luego titilaba y parecía esfumarse. Debía de ser Hardman, que, según decía, era demasiado viejo para conducir un automóvil y traía a los visitantes en el carruaje de dos ruedas.

Briony cambió de opinión y se volvió hacia su hermana.

—Todo ha sido un error. Me he equivocado… —Aspiró aire y apartó la vista, señal, presintió Cecilia, de que una palabra del diccionario estaba a punto de hacer su primera aparición—. ¡Me he equivocado de género!

Briony, según creyó, lo pronunció a la francesa,
genre
, monosilábicamente, pero sin conseguir del todo rodear la «erre» con la lengua.


Jean?
[2]
—repitió Cecilia—. ¿De qué estás hablando?

Pero Briony ya atravesaba renqueando la grava abrasadora con sus blandas suelas blancas.

Cecilia fue a la cocina a llenar el jarrón y lo llevó a su dormitorio para recoger las flores que estaban en la jofaina. Cuando las metió en el agua, de nuevo se negaron a adoptar el desorden estético que ella prefería, y giraban con una pulcritud testaruda, con los tallos más largos distribuidos de modo uniforme alrededor del borde. Levantó las flores y las dejó caer, y otra vez cobraron una pauta ordenada. Empero, poco importaba. Era difícil imaginar al tal señor Marshall quejándose de que las flores junto a su cama componían un orden demasiado simétrico. Subió el jarrón al segundo piso, a lo largo del crujiente pasillo, a lo que llamaban el cuarto de la tía Venus, y lo depositó sobre una cómoda junto a una cama de columnas, culminando de aquel modo el pequeño encargo que su madre le había asignado esa mañana, ocho horas antes.

Sin embargo, no salió del cuarto de inmediato, pues estaba agradablemente vacío de pertenencias personales; de hecho, aparte del de Briony, era el único dormitorio adecentado. Y hacía fresco allí, ahora que el sol había rodeado la casa. Todos los cajones estaban vacíos, y en todas las superficies desnudas no había siquiera la huella de un dedo. Bajo la colcha de chintz, las sábanas tenían una pureza almidonada. Tuvo un impulso de deslizar la mano entre las mantas para palparlas, pero lo que hizo fue adentrarse más en el cuarto de Marshall. Al pie de las columnas, el asiento de un sofá Chippendale había sido alisado tan meticulosamente que sentarse encima habría sido una profanación. Suavizaba el aire el olor a cera y, en la luz melosa, las superficies relucientes de los muebles parecían ondularse y respirar. Como al acercarse cambió su ángulo de visión, los juerguistas tallados en la tapa de un antiguo arcón de ajuar ejecutaron unos pasos de baile. La señora Turner debía de haber pasado por allí esa mañana. Cecilia ahuyentó de su pensamiento el vínculo que unía a la señora con Robbie. Estar allí era una especie de allanamiento de morada, cuando el futuro ocupante del cuarto se hallaba a unos pocos centenares de metros de la casa.

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