Se quedó tendido boca arriba y miró la cúpula, el ojo blanco de un dios muerto que nunca parpadeaba. ¿Acaso había otros amigos que habían muerto a manos de ese dios? Sería muy digno de los cetagandanos dejarlo ahí sin saber nada para que la duda y el miedo lo volvieran loco poco a poco.
O lo volvieran loco bruscamente, ahora mismo. El ojo del dios parpadeó.
Miles parpadeó también, nervioso, abrió los ojos de par en par, miró la cúpula como si hubiera podido atravesarla con los ojos. ¿Había parpadeado realmente? ¿O era un parpadeo causado por una alucinación? ¿Estaba perdiendo la cabeza?
La cúpula parpadeó de nuevo. Durante un instante, la noche planetaria entró en el lugar, y la niebla y la llovizna y el beso de un viento húmedo y frío. El aire del planeta, sin filtros, olía como a huevos podridos. La oscuridad desacostumbrada era cegadora.
—¡DISTRIBUCIÓN! —aulló Miles con toda su voz.
Entonces el limbo se transformó en caos como bajo el brillo fosforescente de una bomba que cala sobre un grupo de edificios. Una luz roja iluminó el lado de una nube enorme e hirviente de desechos que se alzaba rugiendo hacia el cielo. Una cadena de golpes semejantes rodeó el campo, sacudiendo la noche, ensordeciendo a los que no estaban protegidos. Miles, que todavía gritaba, no oía su propia voz. El fuego de los que se defendían desde el suelo arañó las nubes con líneas de luz de colores.
Tris, con los ojos muy abiertos, pasó a su lado a toda velocidad. Miles la cogió por el brazo con la mano buena y hundió los talones en el suelo para frenarla y acercarla a su cara y así poder gritarle en el oído.
—¡Ya estamos! Organiza a los líderes de los catorce grupos, haz que pongan en línea a sus primeros bloques de doscientos y que los hagan esperar alrededor del perímetro. Busca a Oliver, tenemos que hacer que los de la policía mantengan a los demás esperando el turno bajo control. Si esto sale exactamente como lo practicamos, todos vamos a salir de aquí. —Eso espero—. Pero si se tiran sobre los transbordadores como se tiraban sobre la comida, no saldrá nadie. ¿Me sigues?
—Nunca hubiera creído… no pensaba… ¿Transbordadores?
—No tienes que pensar. Ya lo hemos practicado cincuenta veces. Sigue el ejercicio de la comida.
¡El ejercicio!
, ¿entiendes?
—¡Tú… hijo de puta…! —El movimiento de la mano de Tris, mientras salía corriendo a cumplir las órdenes, se parecía mucho a un saludo militar.
Una cadena de luces iluminó el cielo sobre el campo, como si un relámpago estallara una y otra vez, volviendo la escena blanca y fantasmal. El campo hervía como un hormiguero que alguien acabara de pisotear. Hombres y mujeres corrían de un lado a otro, gritando su confusión. No era exactamente la visión ordenada que Miles tenía en mente: ¿por qué, por ejemplo, habían elegido los suyos la noche para atacar y no el día?; se lo reprocharía después, cuando terminara de besarles los pies.
—¡Beatrice! —Miles hizo un gesto para que ella se acercara—. ¡Pasa la voz! Estamos haciendo el ejercicio de la comida. Pero en lugar de una barra de rata, cada uno tendrá un asiento en un transbordador. Haz que todos lo entiendan… que nadie se vaya corriendo hacia la noche o perderá el vuelo. Después vuelve y quédate con Suegar. No quiero que se pierda ni que lo pisen. Cuídalo.
—No soy una estúpida. ¿Qué transbordadores?
El sonido que los oídos de Miles habían estado esperando horadó el aire por fin: un gemido agudo, facetado, que se hacía cada vez más ensordecedor. Bajaron desde las nubes hirvientes y escarlatas como insectos monstruosos con caparazones y alas y las patas extendidas. Transbordadores de combate perfectamente armados, dos, tres, seis… siete, ocho… Los labios de Miles se movían al contar. Trece, catorce, por Dios. Se las habían arreglado para conseguir el #B—7 a tiempo.
Miles los señaló.
—Mis transbordadores.
Beatrice estaba de pie con la boca abierta, mirando hacia arriba.
—Dios. Son preciosos. —Miles casi podía ver cómo la mente de la pelirroja se lanzaba a la carrera—. Pero no son
nuestros
. Ni de los cetagandanos. ¿Quién diablos…?
Miles se inclinó.
—Éste es un rescate político pagado.
—¿Mercenarios?
—No somos algo con patas que se retuerce en tu saco de dormir, chica. El tono de voz que corresponde es
¡Mercenarios!
, con un grito de alegría.
—Pero… pero… pero…
—Vete, diablos. Después discutiremos.
Ella se encogió de hombros y se alejó corriendo.
Miles empezó a parar a todos los que pudo y les pasó la orden del día. Capturó a uno de los muchachotes del comando de Oliver y le ordenó que se lo pusiera sobre los hombros. Una mirada alrededor le mostró catorce grupos de personas que se coagulaban en las posiciones correctas. Los transbordadores bajaron, flotando, con las máquinas a toda potencia, después tocaron el suelo con un ruido que dio toda la vuelta al campo.
—Tiene que funcionar —murmuró Miles para sí mismo. Tocó el hombro del comando—. Abajo.
Se obligó a caminar hasta el transbordador más cercano. Correr era contra lo que había luchado con sangre, piel y huesos y orgullo durante ¿tres, cuatro semanas?
Lo primero que bajó por la rampa del transbordador fue un cuarteto de soldados armados con media armadura que se ubicó en posiciones de guardia. Bien. Incluso tenían las armas apuntadas en la dirección correcta, hacia los prisioneros que habían venido a rescatar. Después, salió al galope una patrulla mayor en dos cuerpos, con todas las armas listas. Un grupo disparaba mientras el otro se agachaba en cuclillas para evitar el fuego propio y se acercaba hacia las instalaciones cetagandanas que rodeaban el círculo de la cúpula. Difícil saber en qué dirección estaba el peor de los peligros. A juzgar por las luces continuas del exterior, los transbordadores de lucha proveían suficiente distracción externa a los cetagandanos.
Y finalmente bajó el hombre que Miles quería ver, el oficial de comunicaciones del transbordador.
—Teniente… —Miles relacionó la cara y el nombre—. ¡Murka! ¡Aquí!
Murka lo vio. Manipuló el equipo, nervioso, y llamó por su radio.
—¡Comodoro Tung! ¡Aquí está, lo tengo, lo tengo!
Miles arrancó el comunicador de las manos del teniente, que se inclinó para permitirle el robo, y metió la cabeza en los auriculares a tiempo para oír la voz de Tung que decía con toda claridad:
—Bueno, por Dios, no lo pierdas de nuevo, Murka. Siéntate encima de él si es preciso.
—Quiero a mi personal —dijo Miles en el receptor—. ¿Ya han recogido a Elli y a Elena? ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Sí, señor, no y cerca de dos horas… con suerte —contestó Tung—. Es un placer tenerlo a bordo de nuevo, almirante Naismith.
—Me está diciendo… Consiga a Elli y a Elena. Prioridad Uno.
—En eso estoy. Fuera.
Miles se volvió y descubrió que el líder del grupo de las barras de rata en esa sección había logrado llevar a su primer grupo de doscientos y estaba haciendo que el segundo se sentara a esperar su turno. Excelente. Los prisioneros subían por la rampa uno a uno a través de una extraña vía como de ferrocarril. Un mercenario rasgaba la túnica de cada prisionero con un cuchillo vibrador. Otro les pasaba un bloqueador médico. Un tercero les borraba los números codificados bajo la piel con un aparato quirúrgico de mano. Y no se preocupaba por vendarlos.
—Vayan al frente y siéntense de a cinco. Vayan al frente y siéntense de a cinco, vayan al frente… —recitaba, siguiendo el ritmo con el instrumento que usaba.
Apareció el adjunto temporal de Miles, el capitán Thorne, que se apresuraba entre las sombras y los brillos de luces, flanqueado por una de las cirujanas de las naves de la flota y… por suerte… un soldado con la ropa de Miles y sus botas. Miles se tiró de cabeza a buscar las botas, pero la cirujana lo atrapó en la mitad del vuelo.
Le pasó un bloqueador médico entre los hombros y después le borró los números.
—Ay —gritó Miles—. ¿No podía esperar un segundo a que el bloqueador hiciera efecto? —El dolor desapareció rápidamente y se convirtió en entumecimiento, mientras la mano izquierda de Miles buscaba las marcas—. ¿Qué diablos pasa?
—Lo lamento, señor —dijo la doctora sin sinceridad—. No se toque, tiene los dedos sucios. —Le aplicó una venda. El rango tenía sus privilegios—. La capitana Bothari Jesek y la comandante Quinn averiguaron algo nuevo cuando vieron los monitores de la prisión de los cetagandanos, algo que no sabíamos cuando usted entró ahí. Esos números de código tienen cápsulas con drogas y las membranas lípidas de esas cápsulas se mantienen enteras por medio de un alineamiento con un campo magnético de poca energía que genera la cúpula. Una hora fuera de la cúpula y las membranas se quiebran y sueltan el veneno. Unas horas después, el sujeto muere… Una muerte muy desagradable. Supongo que es una forma de asegurarse de que no haya ninguna fuga posible.
Miles tembló y dijo en voz baja:
—Ya veo… —Se aclaró la garganta y agregó en tono más firme—: Capitán Thorne, quiero una recomendación… los honores más altos, a la comandante Elli Quinn y la capitana Elena Bothari Jesek. Nuestro… servicio de inteligencia ni siquiera sospechaba eso. En realidad, los datos del servicio de inteligencia eran defectuosos en muchos sentidos. Tendré que hablar con ellos, y muy seriamente, cuando les presente la cuenta de esta operación. No, no guarde eso, doctora. Quiero que me anestesie la mano, por favor. —Miles extendió la mano derecha para que la mujer se la examinara.
—Otra vez, ¿eh? —murmuró la doctora—. Supuse que ya habría aprendido algo… —Manipuló el bloqueador médico y Miles dejó de sentir la mano hinchada. De la muñeca para abajo, nada. Sólo los ojos le aseguraban que todavía estaba allí.
—Sí, pero ¿van a pagar esta operación ampliada? —le preguntó el capitán Thorne, con ansiedad—. Esto empezó como un golpe simple para sacar a un solo hombre, el tipo de operación en la que nos especializamos. Ahora estamos usando toda la flota. Estos malditos prisioneros son más que nosotros. Dos a uno. Eso no fue lo que se estipuló en el contrato original. ¿Y si nuestro empleador misterioso de siempre no está de acuerdo y nos deja en la estacada?
—No —dijo Miles—. Doy mi palabra. Pero…, no hay duda de que voy a tener que llevar la cuenta en persona.
—Que Dios les ayude entonces —musitó la doctora y se dedicó a sacar los códigos de las espaldas de los prisioneros.
El comodoro Ky Tung, un eurasiático bajo, de edad madura, enfundado en una media armadura y con un equipo de canal de comando, apareció junto a Miles cuando los primeros transbordadores cargados de prisioneros cerraron las compuertas y se elevaron rugiendo hacia la niebla negra. Despegaron en la posición en que estaban, sin esperar. Miles, que conocía la importancia que daba Tung a las buenas formaciones, se dio cuenta de que el tiempo era ahora el factor más acuciante.
—¿Adónde los llevamos? ¿Al piso de arriba? —preguntó Miles.
—Hemos robado un par de cargueros usados. Podemos poner unos cinco mil en cada uno. La salida va a ser dura y fea. Y rápida. Tendrán que acostarse y respirar lo menos que puedan.
—¿Qué tienen los cetagandanos para seguirnos?
—En este momento, apenas unos transbordadores policiales. La mayoría de su contingente militar espacial está al otro lado de su sol, y por eso elegimos este momento para bajar… hemos tenido que esperar a que volvieran a sus maniobras de práctica. Te lo digo en caso de que te estés preguntando por qué hemos tardado tanto. En otras palabras, buscamos lo mismo que pensábamos hacer en el plan original para sacar al coronel Tremont.
—Pero nos hemos sobrepasado en diez mil. Y tenemos que hacer… ¿cuánto?, unas cuatro operaciones de carga, en lugar de una sola —dijo Miles.
—Sí, y será mejor que entiendas esto —sonrió Tung—. Pusieron esta prisión en este planeta externo y miserable para no tener que gastar en tropas y equipo para cuidarla y defenderla. Contaban con la distancia a Marilac y la continuación de la guerra allí mismo. Esperaban que eso impidiera cualquier idea de rescate. Y en el período en que entramos, la mitad del complemento de guardia se ha trasladado a otros puntos problemáticos. ¡La mitad!
—Confiaban en la cúpula. —Miles lo miró—. ¿Y las malas noticias?
La sonrisa de Tung se llenó de amargura.
—Esta vez nuestro tiempo total de ventana es de dos horas.
—La mitad de la flota local espacial es demasiado para nosotros. Aunque sea la mitad. ¿Y volverán en dos horas?
—Una hora cuarenta. Ya han pasado veinte minutos. —Una mirada a los ojos de Tung y Miles supo dónde estaba el reloj de operación, proyectado en holovídeo por el equipo de comando a un lado del campo de visión del comodoro.
Miles hizo un cálculo mental y bajó la voz.
—¿Vamos a poder levantar vuelo de la última operación de carga?
—Depende de lo rápido que podamos hacer las primeras tres —dijo Tung. Su cara, siempre inescrutable lo era más que nunca y no expresaba ni miedo ni esperanza.
Y eso depende, a su vez, de lo efectivo que haya sido yo en la práctica del ejercicio
… Lo que se había hecho, se había hecho y punto. Lo que venía, todavía no estaba allí. Miles puso su atención en el aquí y el ahora.
—¿Han encontrado a Elli y a Elena?
—Tengo a tres patrullas buscándolas.
Todavía no las habían encontrado. A Miles se le revolvió el estómago.
—No habría intentado ampliar esta operación si no hubiera sabido que me vigilabas todo el tiempo y que sabrías traducir mis palabras en órdenes concretas.
—¿Lo entendí bien? —preguntó Tung—. Estuvimos discutiendo mucho sobre algunas de las cosas que usted decía con doble sentido.
Miles miró a su alrededor.
—No. Está muy bien. ¿Tienes vídeos de todo? —Un gesto de la mano para señalar todo el círculo del campo.
—De ti, por lo menos. Directamente de los monitores de los cetagandanos. Los espías nos transmitían todos los días. Muy… muy entretenido, señor —agregó Tung con inocencia.
Algunos encuentran muy entretenido ver cómo otros tienen que tragar varios sapos, uno tras otro
, reflexionó Miles.
—Muy peligroso, diría yo… ¿cuándo os comunicasteis por última vez?
—Ayer. —La mano de Tung tocó el brazo de Miles y abortó así un salto involuntario—. No puedes ser más eficiente que tres patrullas y así no tendré que usar otras tres para buscarte a ti.