«Qué suerte ha tenido —pensó Cosmo—. Mucha suerte.» Disparó cinco balas al tirador y tres dieron en su objetivo.
Stefan casi había llegado a su meta: solo lo separaban veinte metros del tanque. Una planta más arriba, apostados en el puente, había un grupo de soldados. Serían el obstáculo final, aparte del propio tanque. Stefan descerrajó unos cuantos Shockers en el puente. La mayoría de los leguleyos iban completamente protegidos con capas de aislamiento, pero dos de ellos se habían quitado los guantes y se sujetaban a la barandilla con una mano. Se desplomaron echando humo y Cosmo cubrió al resto con una ráfaga de balas de su vara prestada.
Una señal roja empezó a parpadear en la mira de Cosmo, el símbolo de la munición: se había quedado sin balas. Cosmo apartó la vara y tiró de la correa de la otra para asirla. Se colocó la mira de la segunda arma y se concentró en Stefan.
Era difícil no hacer caso del caos que lo rodeaba: Parásitos por todas partes, miembros de las bandas tratando de zafarse de la masa que los aprisionaba, bólidos corriendo en círculos por la superficie de la fábrica tratando en vano de encontrar una salida y montones de celofán que recubrían el suelo y las paredes.
«Concéntrate —se ordenó Cosmo—. Resolveremos los problemas de uno en uno.»
El artillero del tanque reparó en la presencia del Sobrenaturalista e hizo girar la torre en su dirección. Stefan trató de apartarse, pero el cañón estaba en posición de fijo y seguía todos sus movimientos sin dificultad. En un momento dado, parecía que Stefan iba a rendirse, pues se quedó inmóvil y levantó las manos. Sin embargo, a través de la mira de su vara, Cosmo vio el dedo índice de la mano derecha de Stefan: señalaba el cañón del tanque. Era un mensaje: «¡Dispara al cañón!».
Era el disparo más difícil del mundo, aun con la mira.
Cosmo se levantó para tener un mejor ángulo y apoyó la vara en la barra superior. Medio metro por encima de la boca del cañón. No tenía sentido andarse con remilgos, así que Cosmo vació el cargador entero en el tanque. Al menos uno de los proyectiles hizo diana y se clavó en espiral en la panza del carro de combate. En ese preciso instante, un proyectil Shocker estaba tratando de salir por el otro lado, de modo que no solo no consiguió hacerlo, sino que esparció la totalidad de su contenido en el vientre mismo del tanque. Cualquiera que estuviese dirigiendo el panel de instrumentos habría recibido una sacudida lo bastante importante como para quedarse inconsciente al menos un minuto.
Stefan se puso en marcha de nuevo. Dio un salto tremendo, asió la boca del cañón, se sujetó a él con fuerza, mano sobre mano, y luego vio un cañón auxiliar, pequeño y grueso con una boca ajustable. Un cañón de agua a presión para controlar a las masas. ¡Pues claro! ¡Agua!
Stefan empezó a columpiarse en el cañón y dio un golpe seco con las botas en la llave de paso. Tras la válvula se escondían veinte mil litros de agua a presión esperando a que alguien les diera vía libre. La llave de paso emitió un quejido, dio una sacudida y al final estalló por los aires, de tal manera que el agua salió con una fuerza descomunal en un poderoso chorro.
Rápidamente se esparció por el suelo de la fábrica. Los soldados, los vehículos y los miembros de las pandillas corrieron en desbandada al ver el diluvio, pero, lo que era más importante, los Parásitos soltaron a sus presas y treparon con asombrosa rapidez a los niveles superiores. Los que quedaron atrapados en el torrente de agua empezaron a burbujear y chisporrotear antes de ir a reunirse medio groguis con sus congéneres.
Cosmo apuntó con su arma vacía hacia el escondite de Mona. La mira revelaba que la chica estaba asomando la cabeza por debajo de la pista. Luego, aprovechando el caos colosal que había provocado Stefan, cogió a Lorito, se lo puso debajo del brazo y echó a correr hacia una rejilla de ventilación que había en la pared más próxima. Ninguno de los soldados Myishi la vieron correr. La pareja se introdujo en el interior del conducto y desapareció en la oscuridad. De momento Cosmo no podía hacer nada más por ellos.
Entretanto, Stefan había aflojado la presión sobre el cañón y había bajado al suelo de la fábrica. En ese momento iba desarmado y estaba al descubierto. Sus fechorías habían llamado la atención de varios leguleyos Myishi que lo rodeaban como chacales, apuntando al adolescente con sus varas.
Stefan levantó los brazos y extendió los dedos, pero los leguleyos no pensaban dejar que se rindiera así como así, no después de toda la destrucción que había sembrado. Le dispararon al menos una docena de balas de celofán, y cada una de ellas se extendió por todo su cuerpo como una gran mancha de aceite. Cosmo vio cómo el Sobrenaturalista caía al suelo, cómo trataba de arañar la masa viscosa que amenazaba con exprimirle hasta la última gota de vida. En la pared, varios Parásitos percibieron su dolor y dieron unos pasos vacilantes en su dirección, pero había demasiada agua.
Cosmo cerró el puño y dio un golpe de impotencia en la barandilla, pues no podía hacer otra cosa más que observar la escena.
—Buen disparo, chico —dijo una voz a sus espaldas.
Cosmo se volvió; de pie en el puente, un poco más lejos, había un leguleyo Myishi apuntando con su vara al pecho de Cosmo. Unas crucecillas de color rojo parpadeaban en su chaqueta. Desde tan cerca, no era necesario que le apuntase por encima de la cabeza.
—¿Tienes idea de cuántos dinares va a costar reparar ese tanque de asalto?
Cosmo negó con la cabeza. No hablaba porque estaba conteniendo el aliento, inflando el pecho lo máximo posible. De ese modo le resultaría más fácil respirar si lo empaquetaban.
El abogado se percató de la estratagema.
—Oye, chico, no te preocupes, no pienso empaquetarte. Vas a rendirte sin oponer resistencia, ¿verdad?
—Sí —contestó Cosmo con cautela.
—Muy bien, entonces —dijo el leguleyo al tiempo que apretaba el gatillo de su vara.
Una bala de celofán trazó un arco por la pasarela e impactó en el pecho de Cosmo. Este vio impotente cómo el virus se extendía por su torso. En apenas segundos estaba dentro de un maligno caparazón que le apretaba cada hueso del cuerpo con una saña insoportable.
A través del tinte plateado del celofán vio cómo se le acercaba el abogado.
—¡Huy! —exclamó el hombre, con la voz amortiguada por el pegajoso envoltorio—. Se me ha escapado el dedo.
Torre Myishi
COSMO
no recordaba con demasiada claridad el trayecto hasta el cuartel general de la Myishi Corporation en la avenida del Periplo. Las balas de celofán contenían una especie de ligero sedante en la sustancia selladora, lo cual no estaba nada mal porque si una persona se ponía demasiado nerviosa ahí dentro podía romperse las costillas con solo inspirar hondo varias veces.
Cosmo sintió cómo lo sacaban de la parte de atrás de un carro de asalto y lo arrojaban sin miramientos a una enorme cubeta de plastiglás llena de un viscoso agente disolvente de color amarillo. Cosmo ya había estado antes en una cubeta, en el instituto. El agente le haría vomitar durante horas una vez que lo tuviese en el organismo. Un dispositivo parecido a un desatascador que llevaba en la cabeza mantenía la nariz y la boca de Cosmo por encima del nivel del líquido. Si se quitaba el dispositivo antes de que el disolvente hubiese cumplido su cometido, el aparato podía quemarse y él acabar con una enorme tonsura chamuscada. Sin embargo, no tenía sentido preocuparse por eso en ese momento, no podía hacer nada, ni siquiera aunque el sedante le dejase reunir algo de fuerza de voluntad. Lo mejor que podía hacer era quedarse allí flotando y mantener la respiración regular, inhalar el aire de forma continuada y breve de manera que no ejerciese presión sobre su caja torácica.
En cierto modo, era todo un alivio no tener nada que hacer: nada de misiones disparatadas ni de tácticas a medianoche para desafiar a la muerte y, sobre todo, nada de criaturas sobrenaturales que lo mirasen con aquellos ojos redondos.
Justo entonces, un Parásito se agarró como una garrapata al exterior de la cubeta, mirándolo a través del plastiglás; pero Cosmo estaba a salvo allí dentro, porque las criaturas no podían enfrentarse al líquido.
En cualquier otro momento, le habría resultado insoportable tener al demonio tan cerca, con las palmas azules y chisporroteantes de sus manos de cuatro dedos adheridas al plastiglás. Se quedaron mirando el uno al otro, chico y criatura, a través de una bruma amarilla. En la mente de Cosmo, los ojos del Parásito eran más que elocuentes: «No puedes escapar de mí», decían.
Tras varios minutos lanzándole una mirada implacable, el Parásito se apartó del plastiglás; sin duda, había más vidas que sorber en alguna otra parte.
Cosmo se sumió en un estado de semitrance, los sucesos de los días anteriores le daban vueltas en la cabeza como un remolino. ¿Quién era él a partir de entonces? ¿Cosmo Hill, no-patrocinado fugitivo, o Cosmo Hill, el Sobrenaturalista? ¿Quién era Cosmo Hill de todos modos? Un producto del Clarissa Frayne, sin personalidad propia; catorce años y nunca había besado a una chica, por ejemplo.
Mona Vasquez. ¿Qué tenía aquella chica que cada vez que pensaba en ella sentía mariposas en el estómago? A Cosmo le habían inyectado una vez una cepa del virus de la malaria como parte de una prueba relacionada con las vacunas. La malaria tenía más o menos el mismo efecto sobre él que Mona. La verdad es que era una pena. Sus sentimientos eran del todo inútiles. Ninguna chica en su sano juicio se fijaría en Cosmo ni aunque saliese de una tarta de cumpleaños con un corazón de neón en la mano.
A pesar de todo, la imagen de Mona empezó a aumentar de tamaño en la cabeza de Cosmo hasta desplazar a todas las demás. Su sonrisa, el pelo negro que se le rizaba en el cuello... Aquellos ojos oscuros como dos botones de chocolate negro... La muchacha también parecía flotar en el líquido que tenía ante sí, extendiendo la mano para acariciarle la mejilla.
El sedante le dio ganas de hablar en voz alta. «No importa —razonó—. Solo es una alucinación.»
—Mona —dijo y, curiosamente, el celofán ya no le cubría la cara—, me gustas mucho.
—Ah, ¿sí? —repuso el barbudo encargado de la cubeta, que estaba retirando el dispositivo de la cabeza de Cosmo—. Tú a mí también me gustas mucho, cariño.
El hombre de la barba lavó a Cosmo con una manguera, burlándose todo el tiempo, y luego lo encerró tiritando en una celda de aislamiento con las paredes acolchadas. Cuando se marchó, le lanzó un beso por encima del hombro.
—Adieu,
príncipe mío. Hasta que volvamos a vernos.
Cosmo estaba demasiado ocupado vomitando en el bebedero de aluminio para responder, aunque tampoco le habría contestado de haber podido: en el Clarissa Frayne aprendías a mantener la boca cerrada, todos y cada uno de los no-patrocinados habían aprendido esa lección, todos ellos menos Mordazas.
Cuando se hubo recuperado lo suficiente, Cosmo arrancó un trozo de papel de un rollo que había pegado a la pared y se limpió. A continuación arrastró un catre de acero por la habitación hasta colocarlo justo debajo de la rejilla de la calefacción y se acostó.
Estaba recuperando los hábitos del orfanato, como si nunca hubiese salido de allí. A fin de cuentas, ¿qué representaban unos cuantos días en catorce años? Ni siquiera un uno por ciento, ni por asomo. Y, pese a todo, sentía que había vivido más en aquellos últimos días que en todos esos años juntos.
Cuando en el Clarissa Frayne te metían en el agujero, había ciertos métodos de supervivencia que conocían todos los no-patrocinados. El primero de todos: dormir el máximo posible; eso te permitía olvidarte de la comida y de tu situación en general. Un huérfano curtido era capaz de dormir hasta dieciséis horas al día.
En segundo lugar, no había que pensar en la libertad, porque desear que pasen los días solo hace que parezcan más largos. Y, por último, hay que intentar no desear nada, sobre todo unos padres. Eso le rompería el corazón a cualquiera.
Cosmo se tumbó de espaldas y se quedó mirando al techo. Sería incapaz de conciliar el sueño, tenía demasiadas cosas en la cabeza: Sobrenaturalistas, Parásitos, Encantos, Bulldogs, un niño Bartoli y, por supuesto, Mona.
Menos mal que solo había declarado su amor al hombre de la cubeta. Mona seguramente se burlaría de él en sus propias narices. Seguramente. Aunque no es que fuera a volver a verla, Cosmo no tenía ninguna duda de que una vez que hubiesen identificado su secuencia de ADN y descubierto quién era, lo meterían en el primer vagón de vuelta al Clarissa Frayne y al supervisor Redwood.
Al cabo de un rato, el hombre de la cubeta regresó, aún con una amplia sonrisa en los labios. Un hombre feliz con su trabajo.
—Vale, cariño —dijo, al tiempo que se rascaba la barba del mentón partido—. Levántate, hay alguien que quiere hablar contigo.
—¿Quién? —preguntó Cosmo, mientras colocaba las botas húmedas en el suelo.
El hombre de la cubeta levantó la barbilla de Cosmo con una porra.
—¿Qué has dicho? ¿Acabas de hacerme una pregunta?
—No —se apresuró a contestar Cosmo—. Quiero decir, no, señor.
—Así me gusta —repuso el carcelero, dándole la espalda—. Sígueme y quédate entre las líneas amarillas, o uno de los guardias volverá a empaquetarte.
El hombre de la cubeta lo condujo por un largo pasillo hasta una hilera de ascensores. Había dos rayas gruesas y amarillas en el suelo con un trozo de linóleo con marcas entre ambas. El linóleo que había a uno y otro lado de las líneas, en cambio, no tenía ninguna marca.