Ana. Ése era su nombre. No sabía mucho más sobre ella. Y quizá era eso lo que la hacía tan atractiva y deseable: su misterio. Tenía el pelo sedoso, como el de las japonesas que salían en las películas de geishas; una boca carnosa y unos labios suaves, como la superficie de una gominola de fresa. Sus pechos eran simplemente perfectos: insinuantes y poderosos, ni grandes ni pequeños. Pero lo mejor eran sus ojos: demasiado bellos para describirlos. Fríos y dominantes, unas veces; cálidos y perturbadores, otras. Eran ojos sabios, que estaban de vuelta de muchas cosas. Inquietantes, en cualquier caso. El resto de su cuerpo... aún no había tenido ocasión de adivinarlo.
Sobre Silvia, en cambio, lo sabía casi todo. Tenía sus cosas buenas y malas, como todo hijo de vecino. Era hermosa, aunque superficial. Al principio, esta ligereza no le molestaba, pero con el paso del tiempo se había convertido en un obstáculo, en una barrera difícil de franquear. Y no es que él fuera un intelectual. Distaba mucho de esos cerebros sesudos volcados únicamente en el análisis del ser humano y de la existencia misma. Sin embargo, había más cosas que los separaban que los factores que unían. Silvia era demasiado previsible y ya había desaparecido la magia que Alejo sentía cada vez que iniciaba un acercamiento sentimental. Claro que, en el caso de Ana, el acercamiento era puramente sexual. No podía ser de otro modo, ya que no había tenido la oportunidad de tratarla.
Le había extrañado que al encontrársela en The Gargoyle se hubiera dignado dirigirle la palabra. Después del desplante del último día no esperaba que quisiera volver a saber nada más de él. Sin embargo, lo más extraño es que había sido ella quien se le había acercado para decirle al oído: «¿Vamos a tu casa o a un hotel?» Entonces, los nervios le traicionaron y perdió la voz por unos instantes.
«Mejor a un hotel», le contestó sin dudarlo siquiera un segundo. Y era eso precisamente lo que le preocupaba: no había habido ni un atisbo de vacilación en su voz. ¿Qué tenía de especial aquella mujer para cautivarle de esa manera?
En cualquier caso, ya era tarde para lamentaciones.
Ana estaba sobre él.
Nada más entrar en la habitación, le había empujado contra la cama, se había tumbado encima y ahora arrancaba su ropa sin miramientos, casi con furia, mientras lamía y besaba su cuello, sus hombros y su torso haciéndole sentir cosas que nunca antes había sentido. Si nadie lo remediaba —y no parecía que eso fuera a ocurrir— sus cuerpos desnudos acabarían enlazados entre las sábanas de aquella cama de hotel.
Nunca había hecho algo así. Jamás había engañado a ninguna chica. Bueno, sólo una vez, pero se arrepintió tanto que juró no volver a hacerlo. La infortunada fue Teresa, una joven con la que tonteaba cuando era un adolescente. Ambos eran muy jóvenes y, a decir verdad, Teresa no se lo tomó muy bien. Cuando se enteró, le propinó un sonoro bofetón en medio de una fiesta para después dejarle plantado delante de todo el mundo. Al día siguiente descubrió horrorizado que las amigas de ella tampoco le hablaban. Al parecer, su fama de Casanova se había extendido por todo el instituto. Pasó un par de meses avergonzado sin poder acercarse a ninguna chica.
Sin embargo, no contenta con ello, la tal Teresita telefoneó a casa de Alejo y se lo contó todo a su madre, lo cual le hizo sentir aún peor. Su madre le echó un monumental sermón acerca del respeto al prójimo, la fidelidad y el amor, y Alejo tuvo que prometerle que no volvería a hacer algo así.
«¡Ni que hubiera matado a alguien! ¡Sólo fue un beso!», se justificó por aquel entonces.
Años después, las cosas cambiaron. Cuando el engañado fue él, comprendió cómo se había sentido Teresita. Cuando Paz se lió con uno de sus mejores amigos sufrió mucho. En aquel instante entendió que no era una cuestión del número de besos que se hubieran dado, sino de la sensación de traición y de desconcierto que se apodera de uno cuando se siente engañado.
Pero aquellos recuerdos formaban parte del pasado y ahora sólo las sensaciones eran capaces de regir sus actos. Luchar contra ellas no tenía sentido. Sabía que nada podría detener lo que estaba a punto de ocurrir. El único modo de hacerlo habría sido que Ana se negase a continuar. Pero ella no parecía tener intención de hacerlo, más bien todo lo contrario: cada vez mostraba mayor pasión, más deseo y habilidad. Y, sobre todo, sabía muy bien dónde y cómo tenía que acariciar su cuerpo.
Alejo se dio cuenta de que estaba temblando igual que un niño cuando recibe un regalo por su cumpleaños. La pasión que sentía era más poderosa que su cerebro y terminó de perder el control cuando Ana mordisqueó levemente el lóbulo de su oreja derecha. Su mente se deshizo por completo del recuerdo de Teresita, de Paz y, por último, de Silvia. Y sólo fue capaz de ver el rostro de aquella misteriosa mujer que se acercaba peligrosamente a una zona de su cuerpo a la que sólo algunas mujeres habían tenido acceso.
Cuando despertó, el vacío de Ana lo llenaba todo.
Se había marchado sin decir una sola palabra. Alejo ni siquiera sabía cuándo había ocurrido.
Buscó desesperadamente una nota caída sobre la moqueta de la habitación, un número de teléfono, una pista que indicara que ella estaba dispuesta a volver a verle.
Pero no halló nada.
Lo único que permanecía inalterable era su olor, un olor extraño, a tierra mojada. Y descubrió espantado que el recuerdo de Ana era mucho más poderoso que los remordimientos o la culpa. La desconocida se había instalado en su vida con tanta fuerza que había logrado deshancar a Silvia de un plumazo.
Era muy tarde. Más de las once. Debía darse prisa o le cobrarían otra noche de hotel. Se duchó con rapidez, se vistió y bajó a la recepción con la esperanza de que Ana hubiera dejado algún mensaje al recepcionista. Pero éste no sólo no tenía ningún recado para él, sino que ni tan siquiera recordaba haberla visto salir. A menos que en algún momento se hubiera despistado, por allí no había pasado ninguna mujer de las características de Ana.
Pagó la habitación y salió del hotel en dirección a casa. Al encender el teléfono móvil advirtió que tenía cuatro llamadas perdidas: tres eran de Silvia y una, la más reciente, de Marcial.
Optó por ignorar las llamadas de Silvia. Se sentía demasiado bien para estropearlo con una discusión y demasiado mal para mentirle. Dadas las circunstancias, prefirió llamar a Marcial.
Media hora después se encontraron en una cafetería cercana a su domicilio.
Al verle aparecer vestido con pintas góticas, Marcial no pudo reprimir una sonora carcajada.
—No me extraña que tu padre diga que no te conoce —manifestó con guasa.
—¿Cómo está?
—Como siempre. Ya lo conoces, se pasa todo el puto día quejándose.
—¿Y tú?
—Bien, bien. A ti no te pregunto porque es evidente que vienes de algún sarao de disfraces.
—Te equivocas.
—Entonces, ¿de qué coño vas vestido?
—De gótico.
Marcial hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Alejo, cada día me sorprendes más. A veces tengo la impresión de que apenas te conozco. ¿Se puede saber en qué andas metido?
—Sabes bien que me conoces mucho mejor que mi padre. Y da la casualidad de que sobre los góticos quería hablarte.
—Tú dirás —comentó con tono resignado.
—¿Te suena un local llamado The Gargoyle?
—No.
—Hace poco apuñalaron a una chica allí, a una gótica.
—¿Y qué tienes tú que ver con eso?
—Nada, pero me gustaría saber más cosas sobre ella. Se llamaba Alejandra Kramer. ¿Puedes conseguir más información?
—¿Te has creído que trabajo para el CESID?
Alejo hizo una mueca de incredulidad.
—Vamos, vamos, sé que puedes hacerlo.
—Desde que me retiré del cuerpo ya no tengo tantos contactos. Y los pocos que me quedan los reservo para asuntos importantes de verdad.
—Esto es importante... para mí.
—Cuando le miraba así, Marcial era incapaz de negarle algo a su sobrino.
—Veré qué puedo hacer —dijo al fin—, pero no te hagas muchas ilusiones. Las cosas ya no son como antes.
—Sé que harás todo cuanto esté en tu mano.
Marcial hizo una pausa, miró hacia el suelo y cambió de tema.
—Alejo, ve a verlo —dijo poniéndose serio.
—¿Qué ocurre? Has dicho que estaba bien.
—Sigue igual de obcecado que siempre, pero creo que no lo está.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. No ha querido decírmelo, pero ha estado haciéndose pruebas médicas. Según él, está como un roble, pero no estoy tan seguro.
—Lo intentaré, aunque la última vez que le llamé me colgó el teléfono.
El éxito de la «prueba de la luz» presentaba para Analisa una serie de ventajas que aún no acertaba a comprender. Si bien la luz —tal como había podido comprobar— la debilitaba, no era menos cierto que no la había destruido. Tan sólo había advertido una fatiga similar a la que experimenta alguien después de realizar ejercicio físico durante varias horas. Todo ello suponía un paso adelante en su carrera involuntaria hacia la inmortalidad y tal vez indicaba que podría llevar una vida más «normal» que hasta entonces, aunque tuviera que seguir ocultándose entre los mortales. Seguía sin poder confesar su faceta vampírica, pero su calidad de vida se vería mejorada.
Con anterioridad ya había sospechado que la luz y otros mitos relativos a los vampiros no eran del todo reales. Lo intuyó cuando, en cierta ocasión, se vio abocada a tocar un crucifijo y descubrió que no le ocurría nada malo. Sin embargo, no obtuvo una confirmación plena hasta que se atrevió a salir de la oscuridad en la que vivía. Pero lo que la joven ignoraba era que esta ventaja también escondía una trampa: si su naturaleza se veía debilitada en exceso, la
bestia,
a fin de compensar ese desgaste, cada vez le exigiría mayores dosis de sangre.
En algunos aspectos, redescubrir la vida diurna no fue un plato de gusto. Comprobar hasta qué punto la situación política del país había afectado a la población resultaba desalentador. La gente estaba depauperada; se moría de hambre, de miedo y de incertidumbre. El desconcierto se había adueñado de sus compatriotas de tal modo que el pillaje, la rapiña y la picaresca eran las tónicas dominantes de aquel tiempo, un tiempo que tal vez, de haber sido mortal, no le habría tocado afrontar. La miseria que se vivía en el país era tan apabullante que, en más de una ocasión, Analisa llegó a alegrarse de que su dieta no fuera otra que la sangre. Al menos, a diferencia de los alimentos, ésta no escaseaba.
Una tarde, cuando Analisa salió de casa para airearse, observó que alguien había depositado una flor en el alféizar de su ventana. Al principio, pensó que había sido olvidada por error, pero le extrañó comprobar que el tallo estaba colocado con mimo debajo de una piedra, acaso para evitar que la raquítica florecilla cayera por la acción del viento. Analisa miró en todas direcciones, pero no vio a nadie, así que tomó la flor entre sus manos, se la acercó cuidadosamente a la nariz y aspiró su perfume. Aquella experiencia supuso un placer indescriptible. Después de tantos años había olvidado qué se sentía cuando el delicado aroma de una flor traspasaba sus sentidos. Y por unos instantes volvió a sentirse humana.
Pero ésta no fue la única muestra de afecto que la no-muerta recibió. En los días siguientes encontró otras muchas en su ventana, y todas igual de enigmáticas: una caracola marina, una concha de nácar que la marea olvidó en alguna parte de la playa, un trébol de cuatro hojas y hasta la pluma de un ave.
Eran presentes modestos, pero habían sido dejados con cariño, o al menos eso fue lo que dedujo en un principio. ¿Pero de quién procedían? Esta incógnita la inquietaba. Podía significar que alguien la espiaba, que conocía sus movimientos y que tal vez aquellos regalos, bajo una apariencia de inocencia, escondían aviesas intenciones. Tenía que descubrir quién era la persona que se había fijado en su solitaria y triste existencia.
Los regalos aparecían por la tarde, después de la hora de la comida, así que, fuera quien fuese su autor, debía de colocarlos por la mañana, justo cuando, después de alimentarse, la no-muerta aprovechaba para descansar. Analisa tomó una determinación: lo esperaría oculta para averiguar su identidad.
Al día siguiente permaneció en vela, pero nadie hizo acto de presencia. ¿Sabía aquella persona que estaría vigilando y por eso no había acudido? La no-muerta ignoraba la respuesta, pero aquel asunto trajo a su memoria acontecimientos del pasado que creía enterrados, recuerdos que de nuevo ponían en primer plano a la detestada Emersinda. Sin embargo, pronto desechó aquellas funestas sospechas.
¡Emersinda estaba muerta! Ella misma había podido contemplar el devastador incendio en el cementerio. Aquel ser maligno había sido destruido para siempre.
Con el paso del tiempo la vampira se había vuelto desconfiada. A fin de cuentas, su vida dependía de ello. De otro modo, habría sido destruida hacía años.
Si bien al inicio de su conversión habría dado cualquier cosa por morir, en los últimos años había comenzado a desarrollar un extraño instinto de supervivencia que la llevaba a aferrarse a la vida de manera irracional. Y, en cierto modo, era lógico. Su temprana muerte física la había privado del disfrute de una vida rica en experiencias humanas y las pocas que había tenido habían sido más bien desagradables: el suicidio de su padre, la prematura y extraña muerte de su madre y el funesto encuentro con su tía.
Por otra parte, Analisa estaba cada vez más convencida de que Emersinda no era su tía carnal. Quién sabe si aquel monstruo había acabado con su auténtica tía y la había suplantado. Analisa sabía que aquel razonamiento era absurdo, pero no se resignaba a asumir que en el seno de su propia familia había residido tanta maldad. Por desgracia, quizá nunca podría desprenderse por completo del recuerdo de Emersinda.
Al día siguiente reemprendió su plan de vigilancia.
Y esta vez tuvo éxito.
Con el alba, casi coincidiendo con el momento en el que Analisa solía iniciar su descanso, una figura envuelta en sombras se acercó a su ventana para depositar algo. Se detuvo sólo unos instantes y después continuó su camino.
Analisa siguió a la figura alta y corpulenta que caminaba unos pasos por delante de ella mientras sopesaba cómo afrontar la situación. ¿Qué podía hacer? ¿Atacarla por detrás para evitar su huida? ¿Adelantarse por un atajo y esperarla apostada en un recodo del camino? De pronto, advirtió que no estaba pensando como un ser humano, sino como un depredador. ¡Y todo aquel revuelo por una simple flor! ¿Es que estaba perdiendo el juicio? ¿Era así como quería relacionarse con los humanos? Ahora que tenía acceso a la luz debía empezar a comportarse como un mortal más y no como una
bestia,
y aquéllas no eran maneras de abordar a nadie.