Ingerir aquella sangre fue como administrar un calmante a un enfermo. Se podía paliar el dolor, pero no servía para curar la enfermedad que lo provocaba. Y Analisa era presa de una enfermedad vampírica. Por un momento se sorprendió al experimentar una extraña empatía hacia Emersinda. Ahora comprendía por qué su tía jamás se permitió licencias ni jugueteos con la luz.
La no-muerta se estremeció y soltó de golpe a su desdichada víctima. De pronto se había sentido horrorizada al comprobar que entre Emersinda y ella no existían grandes diferencias. No era la primera vez que le ocurría, pero en esta ocasión, aunque lo intentó, no pudo obviar una sensación desoladora de desaliento. Había creído advertir la invisible presencia de Emersinda muy próxima a ella, como una sombra que había regresado del Más Allá para alentarla a continuar matando, aplaudiendo su desviada conducta.
Huyó de aquel escenario para refugiarse en la seguridad de su hogar. Aún no estaba saciada por completo. El hambre continuaba llamando a la puerta de su estómago con insistencia. Sin embargo, se sentía tan agotada que prefirió acostarse y dormir. Su naturaleza vampírica lo necesitaba. Una vez más, y a pesar de los años transcurridos, se sentía turbada al comprobar cómo el solo recuerdo de su tía era capaz de hacerla palidecer.
Cuando por fin recobró su condición vampírica habitual habían transcurrido casi dos semanas. Mucho más tiempo del que hubiera deseado separarse de Jeromín. Se preguntaba si el muchacho se sentiría traicionado y abandonado. En cuanto le fue posible se presentó en la casa de doña Paca. Sin embargo, la sorpresa que le esperaba no era nada agradable. Jeromín había muerto.
—¡Eso es absurdo! ¡Usted sólo pretende gastarme una broma de mal gusto! —exclamó Analisa al conocer la noticia.
—¡Ojalá lo fuera! Nos fue imposible avisarla, no sabíamos dónde localizarla. En su nota no indicaba cuál sería su paradero —explicó la señora apesadumbrada.
Era cierto. Para evitar posibles complicaciones, la no-muerta le había facilitado a Jeromín una nota en la que le explicaba que por motivos ajenos a su voluntad se veía forzada a abandonar la ciudad. Asimismo, le rogaba que se hiciera cargo del chico durante su ausencia, para lo cual acompañaba una cuantiosa suma de dinero.
La señora Paca prosiguió con su relato de los hechos.
—¡Ay, Señor, qué desgracia más grande! ¡Aún no sé cómo pudo ocurrir tamaña desventura! —dijo visiblemente afectada—. Al día siguiente de llegar les envié a él y a mi hijo a un mandado y... —la voz le temblaba— ...y un carro se lo llevó por delante.
—No es posible, no lo es —musitaba la no-muerta haciendo gestos de negación con la cabeza—. Mi Jeromín no puede estar muerto.
—Tal vez la consuele saber que el pobre murió en el acto. No tuvo tiempo ni de quejarse —la señora Paca sacó un enorme pañuelo del bolsillo de su delantal y se sonó la nariz con estrépito.
No, no se sentía en absoluto consolada. Jeromín había muerto solo, como un perro. Era muy posible que el muchacho hubiera abandonado este mundo con la idea de haber sido rechazado. Era todo cuanto Analisa tenía en la vida y ésta se lo había arrebatado de manera despiadada. No era capaz de imaginar su eterna existencia sin él.
Nunca podría perdonárselo.
¡Nunca!
—Tómese esta amonestación como un aviso, señor Espinal —advirtió Carlos Montañés dando por finalizada la conversación.
Alejo abandonó cabizbajo el despacho de Montañés, más conocido entre los empleados de Regalo+ como
el Goebbels.
Si bien era verdad que Montañés había hecho grandes méritos para ganarse aquel mote, no lo era menos que en esa ocasión le asistía algo de razón, por no decir mucha. Y Alejo lo sabía perfectamente.
Desde que conoció a la misteriosa Ana su apacible vida se había transformado en un cúmulo de despropósitos. No sabía qué le había hecho esa mujer ni por qué su invisible presencia ejercía tanto poder sobre él, pero negar la evidencia habría resultado un sinsentido. A veces tenía la impresión de que le había inoculado un veneno adictivo, una suerte de droga que le impedía disfrutar de la vida sin su imprevisible presencia. Y es que aquella desconocida iba y venía, igual que el Guadiana. Lo utilizaba cuando le venía en gana y al día siguiente desaparecía sin dejar siquiera una nota.
Su inmenso poder le tenía atrapado y no era sólo a causa del sexo, del cual gozaba intensamente cada vez que ella lo deseaba, sino que había algo más, que convertía su relación en un juego dañino, peligroso y excitante.
Aquello no tenía nada que ver con el hecho de estar engañando a su novia. No. Su infidelidad sólo le generaba angustia y sensación de culpabilidad. En todo caso, podía deberse a la excitación que le proporcionaba saberse deseado por alguien como Ana, alguien que viajaba contracorriente del resto de la sociedad. Sus esquemas mentales no parecían sujetos a las leyes que rigen a los humanos. Vivía su vida al margen de todo y de todos. Era, o al menos a Alejo así se lo parecía, libre.
ANA, ANA, ANA...
¡Su nombre lo llenaba todo! No se cansaba de repetirlo, de escribirlo en cada nota que tomaba, en cada apunte para su nuevo libro, que cada vez tenía más arrinconado. Pero ahora no podía derrochar el tiempo con su novela y perderse los acontecimientos que se estaban desarrollando en el presente. Para una vez que le pasaba algo interesante. Por primera vez en mucho tiempo se había convertido en el protagonista de su existencia, no era un simple personaje como la princesa de Aquitania o el mercader de Oriente.
Ana era especial, distinta a todas las mujeres que había conocido. Era capaz de devolverle la vida o de arrebatársela con tan sólo una mirada. Pero había que tener cuidado con ella, su proximidad resultaba letal. Sin proponérselo había irrumpido en su vida cambiando todas sus creencias y haciendo tambalear de la noche a la mañana los pilares sobre los que se sustentaba su existencia. Aquella mujer encerraba un enigma y él estaba dispuesto a resolverlo. Y eso era precisamente lo que la hacía tan fascinante y atrayente: que no tuviera pasado ni futuro, sólo presente.
Llevaban ya un tiempo acostándose juntos y ni siquiera sabía dónde vivía, a qué se dedicaba o si, al igual que él, tenía pareja. Se negaba a hablar sobre sus cosas. Tan sólo barajar la posibilidad de que estuviera comprometida ponía enfermo a Alejo, se le aceleraba el corazón y sentía que le hervía la sangre a causa de los celos. Pero no podía engañarse: lo más probable era que no quisiera ofrecer datos sobre sí misma porque estaba casada o porque compartía su vida con alguien. Sólo ése podía ser el motivo para mantenerlo lejos de su círculo.
El escritor desconocía qué le estaba ocurriendo, pero su relación clandestina había comenzado a afectar a la que tenía con Silvia (a quien ya no sabía cómo dar largas), a su trabajo en Regalo+ y a sus proyectos con Editamos. Ana no le convenía en absoluto y lo peor era que, aun sabiéndolo, Alejo era incapaz de terminar con esa compleja y extraña relación.
Por otra parte, tampoco se veía capaz de dejar a Silvia para centrarse sólo en Ana. ¿Y si cuando le dijera que había dejado a su novia le mandaba a freír espárragos? Ana era capaz de eso y de otras muchas cosas. Y Alejo tenía miedo al fracaso o padecía «el síndrome de la comodidad más absoluta». ¿Pero quién era él para jugar con los sentimientos de Silvia? Detestaba reconocerlo, pero se había convertido en el perro del hortelano. Tenía que hablar con ella y decírselo de una vez. Además, era absurdo seguir ocultándoselo, entre otras razones porque ella lo sospechaba. Se lo había preguntado cientos de veces, pero Alejo le había ocultado la verdad. Lo acosaba a todas horas para saber qué estaba ocurriendo y parecía bastante harta de esa situación ambigua.
No habría deseado tener que afrontar aquella conversación justo en ese instante, y menos después de haberse visto sometido al sermón de
el Goebbels
por llegar tarde y poco presentable a su cubículo de trabajo, pero se vio forzado a hacerlo. Cuando Alejo salió del trabajo, Silvia, su todavía novia, le esperaba en la puerta con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces aquí?
—Es evidente que esperarte —contestó en tono cortante y con mirada fría —. Vamos a tomar algo. Quiero hablar contigo.
—Mira, ahora no me viene bien. He tenido un día horrible —dijo excusándose al tiempo que encaminaba sus pasos hacia la boca del metro — y no me apetece volver a discutir por la misma gilipollez de todos los días.
—¡Me da igual si no te viene bien! Quiero respuestas y las quiero ahora —le espetó la joven alterada—. Me he cansado de esperar.
Alejo la miró a los ojos por primera vez en mucho tiempo. Últimamente no tenía valor para hacerlo, así que se limitaba a simular que la miraba, cuando en realidad era su entrecejo o su nariz lo que observaba.
Al hacerlo se dio cuenta de que estaba demacrada y de que había adelgazado al menos cinco kilos. Apreció también que le temblaban las manos y que lucía unas prominentes ojeras. Y, cosa bastante rara, tampoco se había maquillado. Su apariencia distaba mucho de la imagen de pulcritud que por lo común regalaba a los demás.
Y por primera vez el escritor tomó conciencia de que a su novia le ocurría algo grave.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma? —le preguntó con sincera preocupación.
—¿De verdad te importa lo que me pasa?
—¡Claro! Por supuesto que me importa. Lo sabes bien, Silvia.
—¿Y por qué tengo la constante sensación de que todo lo que tiene que ver conmigo te resbala? Has cambiado, Alejo. ¿No te das cuenta? No eres el mismo. Sé que hay otra persona.
El escritor sabía que su novia tenía razón. ¡Claro que no era el mismo! No lo era por culpa de Ana.
—¡Tonterías! —mintió sin mucha convicción—. No soy yo, eres tú quien ha cambiado. ¡Mírate! Te has vuelto una paranoica que ve fantasmas donde no los hay. Siempre con tus insinuaciones. Empiezo a pensar que se te ha pegado algo de tu hermano y de sus vampiros imaginarios.
—No quería que así fuera, pero sus palabras sonaron a burla.
—Aquél había sido un golpe muy bajo. En seguida se arrepintió de haber hecho ese comentario.
—Lo siento —se disculpó—. No era mi intención decir eso.
—Pero lo has dicho. ¿Es eso lo que en el fondo piensas? —inquirió Silvia mientras extraía las llaves de su coche, que estaba aparcado en la acera de enfrente—. ¿Sabes una cosa? Puede que, como tú dices, mi hermano sea un paranoico, pero al menos es mucho más hombre que tú. Al menos él —afirmó con los ojos brillantes a causa de las lágrimas que ya empezaban a resbalar por su rostro— es sincero y dice las cosas a la cara. No engaña a nadie.
Después, sin darle tiempo a replicar, cruzó la calle, se introdujo en su vehículo y arrancó a toda velocidad.
Alejo contempló la escena como si no tuviera que ver con su persona, como si no fuera él a quien acababan de dejar plantado. Bien mirado —pensó— quizá era mejor así. No quería seguir haciéndole daño con su indiferencia.
Ese encuentro había sonado a despedida. De todo cuanto había dicho Silvia tenía razón en una cosa: era un cobarde incapaz de decir adiós.
Cuando se vio frente a la puerta de la casa de su padre estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse. Aquél no parecía el día más apropiado para realizar visitas sociales. Después de su encontronazo con Silvia lo más prudente habría sido retirarse a su casa a emborracharse, pero no sabía si Darío estaría allí y si éste habría sido informado por su hermana de lo que había ocurrido. Quería evitar una confrontación directa y como alternativa no se le había planteado otra cosa mejor que hacer una visita al gruñón de su padre, al que no veía desde las últimas Navidades.
Una buena parte de sus complejos y de sus carencias afectivas procedían de la opresiva relación que mantenía con su progenitor. Por algún motivo, éste nunca lo había aceptado. Y cuando le comunicó su idea de convertirse en escritor, se había mofado de él llamándolo inútil y vago. Su padre no concebía que alguien pudiera ganarse la vida disfrutando al mismo tiempo con su trabajo.
—¿Y para qué sirve ser escritor? Con eso te morirás de hambre.
El caso es que se negó a pagarle los estudios y Alejo no tuvo más remedio que ponerse a trabajar y a estudiar al mismo tiempo. Su madre, su única defensora, había muerto víctima de un cáncer, así que el joven tuvo que arreglárselas solo. Fueron unos años duros, en los que aceptó trabajos desagradables y mal pagados.
Quería demostrarle a su padre que era capaz de tomar las riendas de su vida sin necesidad de acudir a su dinero. Soñaba con escribir una gran novela de la que todos hablaran para que supiera cuan equivocado estaba. Pero Alejo no era consciente de que no se escribe por despecho. Escribir es algo totalmente diferente. Nunca debe hacerse para complacer a los demás o para vengarse de ellos. Escribir es un acto mucho más íntimo, que nace en el alma y que pugna por salir desde las mismas entrañas. Es una necesidad y nunca debería convertirse en una obligación.
—Aquí no quiero vagos —le dijo un día—. O estudias o trabajas, pero nada de medias tintas. Y si trabajas tienes que apechugar, igual que lo hice yo con mi padre.
Así que Alejo se marchó.
Al final tuvo que abandonar los estudios. Puesto que no ganaba lo suficiente para mantenerse, necesitaba emplear el tiempo que invertía estudiando en trabajar. A partir de entonces, la relación entre ambos se enfrió. Y Alejo dejó de visitarle porque cada vez que lo hacía tenía que escuchar los mismos reproches y las mismas palabras hirientes que sólo contribuían a recordarle que no había logrado alcanzar su sueño.
Alejo se quedó sorprendido.
Hacía tiempo que no veía a su padre y lo encontró bastante desmejorado. Sin embargo, pronto comprobó que su lengua continuaba igual de mordaz que siempre, lo cual le tranquilizó.
Después de que su padre le sirviera una cerveza se sentaron en el salón. Aquel piso era acogedor. Tenía mucha luz y estaba situado en una zona tranquila de la ciudad.
Pitu,
el canario, llevaba una tarde movidita. No paraba de cantar sin importarle lo más mínimo que otros pudieran sentirse molestos por ello.
—Me ha dicho tu tío que últimamente vas con un grupo de travestidos que se pintan los ojos y la cara —dijo tras dar un sorbo a su cerveza.
—Góticos, padre, se llaman góticos.
—Me da igual cómo se llamen. Travestidos o góticos, lo mismo son. Debes dejarte de estupideces y sentar la cabeza de una vez. No siempre voy a estar aquí para sacarte las castañas del fuego.